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– Así es -admitió Fidelma-. Durante este último año, según la ley, como miembro mayor de vuestra familia, Muadnat ha sido vuestro tutor, Archú.

– ¿Tutor? Querréis decir que he sido su esclavo -respondió el muchacho frunciendo el ceño-. Me he visto obligado a trabajar en mi propia tierra recibiendo a cambio sólo la manutención, me ha tratado peor que a un trabajador y me ha obligado a comer y a dormir en las caballerizas. La familia de mi madre ni siquiera me ha dado el trato que dan a los que contratan para trabajar la tierra.

– Eso ya lo he advertido -respondió Fidelma dejando ir un suspiro paciente.

– No tenemos ninguna obligación legal hacia el chico -gruñó Muadnat-. Lo mantuvimos. Debería estar agradecido.

– No voy a hacer ningún comentario al respecto -replicó Fidelma con frialdad-. El objeto de la demanda de Archú contra vos, Muadnat, es que debería heredar una parte de la tierra que pertenecía a su madre. ¿No es así?

– La tierra de su madre vuelve a manos de su familia. Él sólo puede heredar la que pertenecía a su padre, y su padre, al ser extranjero, no tenía tierra alguna que dejarle en este país. Que vaya al país de su padre si quiere una tierra.

Fidelma continuaba reclinada en su silla con las manos ante ella y ahora concentraba su mirada en Muadnat. Ocultaba a propósito sus ojos encendidos y mostraba una expresión blanda.

– Cuando muere un ocáire, dueño de una pequeña granja, una séptima parte de la tierra está sujeta a impuestos y ha de pagarse al jefe por la conservación del territorio del clan. ¿Se ha hecho esto?

– Así es -interrumpió el scriptor levantando la vista de las notas-. En este sentido hay una disposición del jefe, Eber de Araglin, hermana.

– Bien. Entonces la decisión que ha de tomar este tribunal es simple.

Fidelma se volvió lentamente hacia Archú.

– Vuestra madre era la única hija de un ocáire. Al morir éste, ella era la heredera y tenía derecho a sacar provecho de la tierra de su padre mientras viviera. Normalmente, esta tierra no podía pasar a su marido o a sus hijos y al morir ella tenía que revertir al pariente más cercano de su familia.

Muadnat se puso en pie y por primera vez sus rasgos contrariados se relajaron mostrando una expresión de satisfacción. Clavó sus ojos triunfantes en el joven.

– Sin embargo -continuó Fidelma con una voz glacial que atravesó la capilla- si su marido era extranjero, y en este caso era bretón, no tenía ninguna tierra que le perteneciera dentro del territorio del clan. Por lo tanto no podía dejar nada a su hijo. En tales circunstancias, la ley es clara y fue nuestro gran juez Bríg Briugaid quien dictó una sentencia que se convirtió en ley. Es decir, en tales circunstancias, la madre tiene derecho a legar la tierra a su hijo, pero con una limitación. De sus tierras, sólo puede legar el valor correspondiente a siete cumals, que es la propiedad mínima de un ocáire o pequeño granjero.

Se hizo un silencio, como si ambos, demandante y demandado, intentaran entender el fallo. Fidelma se compadeció ante su expresión de desconcierto.

– He fallado en vuestro favor, Archú -dijo sonriendo al joven-. Vuestro primo ocupa la tierra ilegalmente ahora que sois mayor de edad. Tiene que renunciar a un trozo de tierra equivalente al valor de siete cumals.

Muadnat abrió la boca perplejo.

– Pero… pero la totalidad de la tierra apenas equivale a siete cumals. Si a él le corresponde el valor de siete cumals a mí no me quedará nada.

Fidelma adoptó el tono de un maestro que sermonea a un alumno.

– Según el Críth Gablach, la antigua ley, siete cumals es la propiedad de un ocáire, que es lo que tiene derecho a recibir Archú -recitó con solemnidad Fidelma-. Además, por haber actuado violando la ley hasta el punto de obligar a Archú a presentar una demanda contra vos, tenéis que pagar una multa de un cumal a este tribunal.

Muadnat se quedó blanco. Su rostro reflejaba ira.

– ¡Esto es una injusticia! -gruñó.

Fidelma se enfrentó a la rabia con calma.

– A mí no me habléis de injusticia, Muadnat. Sois pariente de este joven. Cuando su madre murió, era vuestro deber criarlo y protegerlo. Sin embargo lo despojasteis de lo que le pertenecía por ley, le hicisteis trabajar para vos sin retribución, obligándole a vivir en peores condiciones que un esclavo. Dudo que tengáis idea alguna de lo que es la justicia. Sería justo que os obligara a pagarle una compensación mayor por lo que habéis hecho. Tal como yo lo veo, estoy suavizando la justicia con cierta clemencia.

Fidelma habló con frialdad y el hombre de rostro adusto parpadeó como si se viera agredido por el desprecio de la joven.

Muadnat tragó saliva.

– Recurriré este fallo ante mi jefe, Eber de Araglin. ¡Esa tierra es mía! Todavía tengo que decir la última palabra.

– Todo recurso tiene que dirigirse al juez supremo del rey de Cashel -interrumpió el scriptor con brusquedad, al acabar de escribir el fallo. Dejó el estilo y se esforzó en explicarse a su contrariado litigante-. Cuando un brehon dicta sentencia no tenéis que despotricar contra el brehon. Si hay algo que objetar, tenéis que hacerlo de la manera adecuada. Mientras, Muadnat de la Marisma Negra, tenéis que obedecer el fallo, retiraros de la tierra y dejar que la ocupe vuestro primo Archú. Si no lo hacéis así, dentro de nueve días a partir de este momento, os pueden desalojar. ¿Habéis entendido? Y la multa de un cumal ha de pagarse antes de la próxima luna llena.

Sin decir palabra, Muadnat se giró y abandonó la capilla deprisa y en silencio. Un hombre bajito, de constitución nervuda y con una mata de pelo castaño se levantó y se fue tras él.

Archú, mostrando en su expresión que apenas podía creer el fallo, se inclinó sobre la mesa, levantó su mano, agarró la de Fidelma y le dio un fuerte apretón.

– Dios os bendiga, hermana. Me habéis salvado la vida.

Fidelma esbozó una sonrisa ante el entusiasmo del joven.

– Tan sólo he juzgado conforme la ley. Si la ley hubiera sido diferente, hubiera tenido que fallar contra vos. Es la ley la que habla en este tribunal, no yo.

Fidelma retiró la mano. Parecía que el joven apenas la hubiera oído, pero, todavía sonriente, se giró y se apresuró hacia el fondo de la capilla donde una joven se levantó y fue casi corriendo hacia sus brazos. Fidelma sonrió con melancolía mientras observaba a los dos jóvenes cogidos de las manos y mirándose.

Entonces se volvió rápidamente hacia el scriptor.

– Creo que éste era el último caso que teníamos que ver; ¿no es así, hermano Donnán?

– Así es. Transcribiré las sentencias más tarde y me aseguraré de que se den a conocer de la manera apropiada. -El scriptor hizo una pausa, tosió ligeramente y bajó un poco la voz-. Parece que el abad está en la puerta esperando a hablar con vos.

Hizo un gesto nervioso con la cabeza y le señaló en dirección a la puerta de la capilla. Fidelma se giró. Ciertamente, el abad Cathal, de fornida figura, estaba en la puerta. Fidelma se levantó inmediatamente y se dirigió hacia él. Se dio cuenta de que el abad parecía preocupado.

– ¿Me buscáis, padre abad?

El abad Cathal era un hombre fornido y musculoso de mediana edad, un hombre con sello militar ya que de joven había recibido instrucción de guerrero. Era un hombre de la región, que había abandonado la vida militar para recibir las enseñanzas de san Cáthach de Lios Mhór y se había convertido en un consumado profesor y abad. Hijo de un gran jefe militar, Cathal había distribuido todas sus riquezas entre los pobres de su clan y vivía en la pobreza de su orden. Con su sencillez y su franqueza se ganaba enemigos. Una vez, un jefe de la zona lo había hecho encarcelar inventando que practicaba magia. Sin embargo al soltarlo, Cathal lo había perdonado. Así era este hombre.