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Dubán ordenó que se pusieran a medio galope.

La columna de caballos avanzó rápidamente por el sendero que serpenteaba ladera abajo, siguiendo las estribaciones de la colina.

Fidelma se dio cuenta de que la zona donde habitaba Archú casi constituía un valle separado del área ocupada por las tierras de Muadnat. Esta área parecía formar un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto al valle principal de la Marisma Negra y, desde el sendero por el que avanzaban, buena parte de las tierras quedaban ocultas. Pronto la bajada al valle se hizo tan abrupta que tuvieron que aflojar la marcha.

– ¿Conocéis bien esta zona, Dubán? -preguntó Fidelma.

– Bastante bien -respondió el guerrero.

– ¿Es éste el único sendero para entrar y salir de este valle?

– Éste es el camino más fácil, pero los hombres, incluso con caballos, pueden encontrar un camino del otro lado de las colinas.

Fidelma alzó la vista hacia las cimas redondeadas.

– Sólo en caso de desesperación -observó.

Eadulf se inclinó.

– ¿Qué pensáis? -le preguntó.

– Oh, simplemente que un grupo de hombres a caballo que se dirigiera hacia la granja de Archú tendría que atravesar o pasar junto a las tierras de Muadnat y ser visto.

Llegaron al fondo del valle lo más rápido que pudieron. El grupo principal de construcciones de la granja era fácilmente reconocible; una casa y un horno para secar los cereales justo detrás de ella. Había también un granero y una pocilga. Un poco más lejos se veían las ruinas humeantes de otro granero, carbonizado y ennegrecido, del que ascendía la espiral de humo. Había unas cuantas vacas en un corral y una de ellas mugía con fuerza.

Dubán se dirigió directamente a la casa.

– ¡Alto! ¡Si valoráis vuestras vidas!

La voz era casi un grito agudo. Hizo que todos tiraran de sus riendas y se detuvieran bruscamente frente al edificio principal.

– Vamos armados -gritó la voz- y somos muchos. Regresad de donde venís o…

Fidelma se adelantó.

– ¡Archú! -gritó al reconocer la voz del joven-. Soy yo, Fidelma. Hemos venido a ayudaros.

La puerta del edificio principal se abrió de golpe; apareció Archú y se los quedó mirando. Lo único que llevaba en la mano era una espada oxidada. Detrás de él, la joven Scoth oteaba por encima de su hombro.

– ¡Sor Fidelma! -Archú la miró, y luego a Dubán y al resto de la compañía-. Creíamos que los asaltantes habían regresado.

Fidelma descendió de su montura y Dubán y Eadulf la siguieron. Los otros hombres se quedaron montados, observando con suspicacia los alrededores.

– Nos enteramos de que unos bandidos habían asaltado vuestra granja, un pastor trajo la noticia al rath.

Scoth se abrió paso hacia delante.

– Es Librén. Es cierto, hermana. Ni siquiera estábamos despiertos cuando atacaron. Sus gritos y los mugidos de nuestras vacas nos sorprendieron. Conseguimos encerrarnos a cal y canto aquí. Pero no nos asaltaron, se marcharon con algo de ganado y prendieron fuego a uno de los graneros. Apenas había luz y casi no pudimos ver lo que estaba sucediendo.

– ¿Quiénes eran? -inquirió Fidelma-. ¿Los reconocisteis?

Archú sacudió la cabeza en señal de negación.

– Era demasiado oscuro. Se oían muchos gritos.

– ¿Cuántos bandidos había?

– Me dio la impresión de que eran menos de una docena.

– ¿Por qué abortaron el ataque?

Archú frunció el ceño mirando a Dubán sorprendido por aquella pregunta.

– ¿Abortar?

– Veo que sólo hay un granero derribado -observó el guerrero-. Todavía tenéis algo de ganado en ese corral y oigo ovejas y cerdos. No estáis herido y vuestra casa está en pie. Obviamente los asaltantes decidieron detener su ataque.

El joven miraba asombrado al guerrero.

Fidelma lanzó una mirada apreciativa a Dubán por hacer una observación tan lógica.

Scoth se quedó con los labios apretados.

– Me preguntaba por qué no habían intentado entrar en la casa o prenderle fuego. Era como si lo único que quisieran fuera atemorizarnos.

– Quizá fue el pastor, Librén -sugirió Archú-. Cuando vio las llamas del granero desde la cima de la colina, hizo sonar su cuerno y bajó deprisa a ayudarnos.

– Un hombre valiente -murmuró Eadulf.

– Un tonto -corrigió Dubán.

– Igualmente valiente -insistió Eadulf con tozudez.

– Gracias a él sólo se llevaron dos vacas -informó Scoth.

– ¿Dos vacas? ¿Y todo porque un pastor viene en vuestra ayuda? -preguntó Dubán con incredulidad.

– Es cierto -insistió Archú-. Cuando Librén hizo sonar su cuerno, juntaron el ganado y se marcharon.

– ¿Eso es todo? ¿Dos vacas lecheras?

Archú asintió con la cabeza.

– ¿Qué camino tomaron? -preguntó Eadulf.

Scoth señaló inmediatamente al fondo del valle, en dirección a las tierras de Muadnat.

– Librén dijo que desaparecieron por aquella dirección.

– Ése es el camino que atraviesa la ciénaga, la Marisma Negra. Sólo va a las tierras de Muadnat -explicó Dubán preocupado.

– Desde luego, no lleva a ningún otro sitio -le aseguró Archú.

– ¿Dónde está ese pastor, Librén? -preguntó Fidelma.

Scoth se giró y señaló hacia la ladera sur.

– Librén se ocupa de sus rebaños, allí arriba. Vino y se quedó con nosotros hasta el amanecer, por si los bandidos regresaban. Después tomó uno de nuestros caballos, ya que Archú no me dejó a mí, y cabalgó hasta el rath para explicaros el asalto. Regresó hace escasamente media hora y nos dijo que estabais de camino.

– ¿Por qué no esperó?

– Tenía sus rebaños abandonados desde esta mañana -informó Archú-. Ahora ya no hay necesidad de que se quede.

Fidelma iba mirando a su alrededor como buscando algo.

– Este Librén dijo que había muerto alguien. ¿Quién ha muerto y dónde está su cuerpo?

Dubán se dio un golpe en la frente y soltó un gruñido.

– Seré tonto. Me había olvidado -dijo dirigiéndose a Archú-. ¿A quién han matado?

Archú se mostró incómodo.

– El cuerpo está allí, junto al granero quemado. Yo no sé quién es. Nadie vio nada. Después cuando intentábamos apagar las llamas lo descubrimos.

– ¿Matan a un hombre en vuestra granja durante un asalto y no sabéis nada? -Dubán seguía mostrándose incrédulo-. Venga, chico, si es uno de los asaltantes no tenéis nada que temer. Sólo actuabais en defensa propia.

Archú sacudió la cabeza en señal de negación.

– Pero, de verdad, no hemos matado a nadie. No tenemos armas. Nos escondimos durante el ataque y no vimos nada. A Librén también le sorprendió, y no reconoció a ese hombre.

– Examinemos ese cuerpo -apremió Fidelma, viendo que no iban a ganar nada hablando.

Uno de los hombres de Dubán ya había descubierto el cadáver. Señaló al suelo sin decir palabra, mientras ellos se acercaban.

El cuerpo era de alguien de unos treinta años. Un hombre feo con una cicatriz en la cara, nariz bulbosa y aplastada como por un golpe. Tenía los ojos castaños abiertos. Sus ropas estaban manchadas de sangre y cubiertas por un curioso polvo blanco. Tenía un corte en el cuello que casi le separaba la cabeza. A Fidelma le recordó la forma en que se degüellan las cabras u otros animales de granja. Una cosa era cierta: no había muerto en la escaramuza, lo habían matado de forma deliberada. Fidelma le miró las muñecas y vio marcas de ataduras de cuerda. El hombre había estado maniatado hasta hacía poco rato. Fidelma dirigió su mirada a Dubán arqueando las cejas.

– Yo no había visto nunca a este hombre en Araglin -contestó el guerrero interpretando correctamente la pregunta implícita de Fidelma-. Por lo que yo sé, no era de este valle.

Fidelma se frotó la barbilla pensativa.

– Esto es cada vez más confuso. Hay un ataque. Los bandidos matan a un cautivo extraño o a uno de los suyos. Se marchan tan sólo con dos vacas lecheras y no intentan llevarse nada más. ¿Por qué?