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– Podéis bajar el cuerpo -le dijo al peón.

Eadulf ayudó al peón a descender el cuerpo del grueso Muadnat hasta el suelo.

Mientras lo hacían, Fidelma fue dando vueltas a la cruz en círculos cada vez más anchos, con los ojos fijos en el suelo como si buscara algo. Al cabo de un rato se detuvo bruscamente.

– ¡Eadulf!

Eadulf fue corriendo hasta ella.

Fidelma señalaba hacia abajo. Eadulf se quedó mirando la hierba, sin saber en qué debía fijarse. Había salpicaduras allí.

– Salpicaduras de sangre, ¿verdad? -aventuró el monje sajón.

Fidelma asintió.

– Observad con atención.

Eadulf se arrodilló y vio que la sangre se había secado sobre la hierba y en una planta de grandes hojas.

– ¿Creéis que lo degollaron aquí?

– Parece una suposición razonable -respondió Fidelma-. ¿Nada más?

Eadulf estaba a punto de levantarse cuando se detuvo y miró, después soltó una exclamación y tendió la mano.

– ¿Qué hacéis? -espetó Fidelma.

– Es un mechón de cabello -respondió el sajón sosteniéndolo en la palma de su mano.

– Grueso y pelirrojo -añadió Fidelma-. Cabello humano.

– ¿Creéis que esto tiene alguna relación con el asesinato?

– Parece como si fuera arrancado de raíz. ¿Veis los extremos del cabello? -preguntó sin responder a Eadulf.

Cuando éste lo hubo examinado, Fidelma lo cogió con cuidado y se lo metió en el marsupio, la bolsa de cuero que siempre llevaba colgada de la cintura.

– Ahora creo que lo mejor es regresar al rath, Eadulf, aquí hay poco que hacer. Quiero interrogar a Agdae. -De repente apretó los labios irritada-. ¡Agdae! ¿Por qué no está aquí?

Se giró hacia el peón que estaba atando el cuerpo de Muadnat sobre el lomo del asno.

– ¿Agdae volvió aquí después de ir en busca de ayuda al rath?

– No, hermana -respondió el hombre inmediatamente-. Nos dejó a Crítán, a mi amigo y a mí para que descendiéramos el cuerpo y lo lleváramos a la granja de Muadnat. Pero creo que cabalgó directamente en busca de Archú.

Fidelma gruñó.

– ¿Habéis dicho que también erais pariente de Muadnat? -preguntó, recuperando el aplomo.

El hombre asintió.

– Así es. Pero lo son muchos del valle, incluida la tánaiste.

– Si Muadnat tiene tantos primos, ¿cómo es que tiene en tan poca estima a un primo como el joven Archú?

La respuesta a esta pregunta fue directa, sin vacilación.

– Él odiaba profundamente al padre de Archú, un extranjero. Muadnat creía que Artgal, el padre de Archú, no tenía derecho a robarle el afecto de su pariente Suanach.

– ¿Robarle el afecto? -preguntó Fidelma con una mueca-. Ése es un giro curioso. ¿A quién se supone que le robaba el afecto de Suanach? Eso implica que la mujer no quería una relación.

El hombre estaba incómodo.

– Muadnat había arreglado un matrimonio con Agdae, pero Suanach no quiso casarse con él. No, de hecho Suanach estaba muy enamorada del padre de Archú, Artgal.

– ¿Así que la culpa de la disputa residía en la visión distorsionada que tenía Muadnat de esa relación?

– Supongo que sí. -El hombre se mostraba muy reacio a hablar más-. No está bien hablar mal de los muertos.

– Entonces hablemos de los vivos. Hablemos de Archú y Agdae; evitémosles injusticias -replicó sor Fidelma.

– ¿La aversión hacia el padre se dirige ahora al hijo? -preguntó Eadulf con curiosidad-. ¿Es eso? ¿Acaso sufre Archú la aversión que Muadnat sentía por su padre? Si es así, se trata de una actitud injusta.

El peón estaba inquieto.

– Probablemente sea una gran injusticia, pero no es motivo para que Archú matara a Muadnat -replicó el hombre con tozudez.

– ¿Estáis seguro de que lo hizo?

– Eso dijo Agdae.

– ¿Y eso hace que su historia sea cierta? Agdae, nos lo acabáis de decir, tiene una buena razón para odiar a Archú; más, si cabe, que Muadnat.

– Agdae también es hijo adoptivo de Muadnat, no sólo su sobrino. ¿No debería saber la verdad?

– ¿El hijo adoptivo? -preguntó Fidelma intrigada-. ¿Así que Muadnat no tiene mujer ni hijos?

– Ninguno. Ninguno que yo sepa. Agdae era un sobrino, pero Muadnat se ocupó de él desde que era pequeño.

– ¿Agdae heredará la granja de Muadnat?

– Supongo.

Fidelma se dirigió a su caballo y gritó algo por encima de su hombro.

– Podéis llevar el cuerpo a la granja de Muadnat. Yo ya estoy. Si veis a Agdae antes que yo, advertidle de que no lleve a cabo ninguna acción que pueda acarrearle problemas con la justicia. Vos y él ya sabéis a qué me refiero.

Eadulf la siguió hasta su montura y no habló hasta que empezaron a descender la colina.

– ¿Y ahora?

– A la granja de Archú, por supuesto.

– ¿Pero vos creéis que esta muerte está relacionada con las de Eber y Teafa?

– Resulta extraordinario que este tranquilo valle de Araglin, que parece no haber padecido una muerte sospechosa en muchos años, en tan sólo unos días, haya sido testigo de tantas muertes violentas. Tenemos asaltos a granjas que anteriormente eran seguras y estaban bien protegidas. Tenemos ganado que escapa, aunque, curiosamente, sólo unas pocas cabezas cada vez. Pero sobre todo, las muertes de Eber, Teafa, Muadnat y un extraño al que no podemos identificar, todo ello no puede ser mera coincidencia. Yo os confieso, Eadulf, que no creo mucho en las coincidencias. Prefiero examinar los hechos y sólo si se demuestra que es coincidencia, más allá de cualquier sombra de duda, creeré que es así.

Hizo una pausa y luego espoleó su caballo y lo puso al medio galope.

– Hemos de llegar a la granja de Archú rápidamente por si Agdae quiere realmente vengarse del chico.

A Eadulf le costaba mantenerse al lado de Fidelma, que era una jinete excelente. Además, tenía buena memoria para los lugares y no dudó un momento en tomar el camino que seguía el río, pasaba por la cabaña de la prostituta, Clídna, y ascendía por el camino serpenteante de las colinas redondeadas hacia el valle en forma de ele de la Marisma Negra, que Muadnat había dominado durante tanto tiempo.

Fidelma cabalgaba desde siempre. Cuando lo hacía, parecía como si el caballo se convirtiera en un mero apéndice de su cuerpo y su voluntad, moviéndose a sus órdenes casi al tiempo que las pensaba y respondiendo a la mínima presión. A Fidelma le gustaba la libertad que le proporcionaba. Ligeramente inclinada hacia delante sobre su silla, sentía la brisa en sus cabellos, el camino avanzaba con ella, el campo se iba abriendo ante ella con una rapidez que la embargaba de emoción. El sonido de los cascos resonaba en su cuerpo, sumiéndola en un dulce estado meditativo.

Por un momento, era como si se hubiera divorciado del mundo rencoroso de los humanos; como si se hubiera convertido en parte de la naturaleza, aspirando el cálido aire primaveral, sintiendo los olores de los bosques y los campos, sintiendo el suave calor del sol. Casi cerró los ojos paladeando ese placer absoluto.

Después se despertó con sentimiento de culpabilidad.

Había muerto gente y ella tenía el deber de descubrir por qué y quién era el responsable.

Abrió los ojos con un parpadeo y se dio cuenta de que venían dos jinetes por el camino. Reconoció inmediatamente a Dubán y a uno de sus hombres.