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A Fidelma le gustaba la bondad y la nula vanidad de Cathal. Contrastaba gratamente con la arrogancia que con frecuencia daban los cargos y que ella conocía bien. Cathal era uno de los pocos hombres de iglesia que ella consideraría sin duda «santo».

– Cierto, os buscaba, sor Fidelma -contestó el abad con una rápida pero cálida sonrisa-. ¿Ya ha terminado el tribunal con sus deliberaciones?

Su voz era suave, pero Fidelma intuyó que algo anormal había sucedido para que él viniera en su busca.

– Acabamos de dictar el fallo del último caso, padre abad. ¿Sucede algo?

El abad Cathal vaciló.

– Han llegado dos jinetes aquí, a la abadía. Uno de ellos es extranjero. Vienen de Cashel a buscaros.

– ¿Le ha pasado algo a mi hermano? -preguntó Fidelma, reaccionando a su primer pensamiento, presa del miedo. ¿Le habría sucedido algo a su hermano, Colgú, el nuevo rey de Muman, el mayor de los cinco reinos de Éireann?

Al momento el abad Cathal se mostró arrepentido.

– No, no. Vuestro hermano el rey está sano y salvo -la tranquilizó-. Perdonad mi torpeza. Venid, seguidme hasta mi habitación, donde os están esperando.

La curiosidad de Fidelma iba en aumento y con el mayor sosiego que pudo se apresuró por los pasillos de la gran abadía junto a la gran figura del abad.

En un lugar apartado y tranquilo, Lios Mhór, la gran casa, había empezado a destacar cuando Cáthach el Santo se había trasladado desde Rathan para fundar una nueva comunidad religiosa, hacía tan sólo una generación. En poco tiempo, Lios Mhór se había convertido en uno de los principales centros de enseñanza eclesiástica al que acudían en tropel estudiantes de muchas tierras. Como la mayoría de las grandes abadías de Irlanda, era una casa mixta, una conhospitae, en la que religiosos de ambos sexos vivían, trabajaban y educaban a sus hijos al servicio de Cristo.

Mientras atravesaban los claustros de la abadía, los estudiantes y religiosos se hacían a un lado respetuosamente para dejar pasar al abad, inclinando la cabeza con deferencia. Los estudiantes eran chicos y chicas de muchas naciones que venían a los cinco reinos a recibir instrucción. Al llegar a las habitaciones del abad, Cathal se detuvo, abrió la puerta y condujo a Fidelma al interior.

Un anciano de aspecto imponente estaba tras la mesa del abad. Se giró sonriendo ampliamente cuando entró Fidelma. Todavía era atractivo y tenía una mirada enérgica a pesar de su cabello plateado y su avanzada edad. Llevaba colgada una cadena de oro propia de su cargo por encima de la capa. Aunque su aspecto físico no lo distinguiera, esa cadena proclamaba que era un hombre de rango.

Fidelma lo reconoció enseguida.

– ¡Beccan! Es un placer volver a veros.

El jefe brehon le devolvió la sonrisa. Se acercó hacia ella y tomó sus manos entre las suyas.

– Reencontrarme con alguien por quien siento afecto, además de estima profesional, es siempre un placer, Fidelma.

La calidez de su bienvenida no era protocolaria, sino que denotaba auténtica emoción.

Fidelma oyó que alguien tosía detrás de ella y se giró con mirada inquisitiva. Era la figura de un clérigo con las manos cruzadas dentro de su hábito de lana marrón. Su tonsura era diferente de la de san Juan, la que llevaban los religiosos de los cinco reinos de Éireann. Era una tonsura romana. Su rostro era solemne, pero sus ojos color castaño oscuro centellearon de alegría cuando inclinó la cabeza para saludarla.

– ¡Hermano Eadulf! -exclamó Fidelma con rapidez-. Pensaba que estabais asistiendo a mi hermano en Cashel.

– Así era. Pero había poco que hacer en Cashel y cuando me enteré de que Beccan venía aquí a buscaros, me ofrecí para acompañarlo.

– ¿Venir a buscarme? -preguntó Fidelma, recordando de repente las palabras del abad-. ¿Qué sucede?

Fidelma se giró hacia el anciano brehon. El abad Cathal fue a sentarse detrás de su escritorio mientras el jefe brehon se dirigía a Fidelma.

– Hay malas noticias, hermana -empezó a decir Beccan con solemnidad. Luego se encogió de hombros y sonrió como disculpándose-. Perdonadme, primero debería deciros que vuestro hermano está bien en Cashel. Os envía saludos.

Fidelma no se molestó en explicar que el abad Cathal ya la había tranquilizado respecto a su hermano.

– ¿Y cuáles son esas malas noticias…?

Beccan hizo una pausa pensativo.

– Ayer por la tarde llegó a Cashel un mensajero del clan de Eber de Araglin.

A Fidelma ese nombre le resultó enseguida conocido y le costó poco recordar que estaba relacionado con el último caso que había juzgado aquella misma tarde. Eber era el jefe local del área de la que provenían Archú y su despiadado primo.

– Continuad -dijo a Beccan con cierto tono de culpabilidad, pues éste había hecho una pausa al ver que los pensamientos de la joven divagaban.

– El mensajero informó de que Eber había sido asesinado junto con uno de sus familiares. Habían prendido a alguien en la escena del crimen.

– ¿Qué tengo yo que ver con eso? -preguntó Fidelma.

Beccan hizo un gesto con la mano como para excusarse.

– Voy de camino a Ros Ailithir para un asunto de vuestro hermano. Es algo urgente y no puedo permitirme viajar hasta Araglin y llevar a cabo una investigación de forma adecuada. A vuestro hermano, el rey, le interesaba que este asunto se investigara inmediatamente y que se hiciera justicia. Eber de Araglin ha sido un buen amigo de Cashel y vuestro hermano creyó conveniente que vos…

Fidelma adivinó el resto.

– Que yo vaya a Araglin -acabó la frase exhalando un suspiro-. Bien, aquí el trabajo ha terminado y yo tenía planeado reunirme con mi hermano en Cashel mañana. Supongo que no tiene mucha importancia si llego unos días más tarde de lo previsto. Sin embargo, no acabo de entender, ¿qué es lo que hay que investigar en Araglin si ya han cogido al culpable, tal como decís? ¿Hay alguna duda respecto a su culpabilidad?

Beccan sacudió la cabeza en señal de negación.

– Ninguna, que yo sepa -le aseguró-. Me han dicho que al asesino lo cogieron con una daga en la mano y sangre en su ropa cuando estaba sobre el cuerpo de Eber. Sin embargo, vuestro hermano…

Fidelma hizo una mueca con ironía.

– Ya entiendo. Eber era amigo de Cashel y hay que demostrar que se hace justicia y además que se hace bien.

– No hay brehon en Araglin -añadió el abad Cathal, para explicar la situación-. Es más bien una cuestión de asegurarse de que la justicia se administra de forma adecuada.

– ¿Hay algún motivo para sospechar que podría ser de otra manera?

El abad Cathal extendió las manos como dando a entender que la pregunta no tenía una respuesta tan obvia.

– Eber era, por todo lo que se explica, un jefe muy popular con una gran reputación de persona buena y generosa. Al parecer su gente lo quería mucho. Podría ser que quisieran castigar al culpable sin recurrir a la justicia y al dictado estricto de la ley.

Fidelma se quedó mirando un rato sus ojos intranquilos. Cathal conocía a los montañeses de la zona de Lios Mhór mejor que la mayoría, pues era uno de ellos. Fidelma asintió con la cabeza mostrando que comprendía su preocupación.

– He tenido un ejemplo en mi tribunal de al menos un hombre del clan de Araglin que muestra poco respeto por la ley -musitó la joven-. Explicadme más cosas de la gente de Araglin, padre abad.

– Hay poco que explicar. Es gente muy unida, que suele ser rencorosa con los de fuera. El clan de Eber vive mayormente en las montañas, alrededor de un asentamiento que se llama el rath del jefe de Araglin. Las tierras se extienden hacia el este, a lo largo del río Araglin que fluye por la cañada. Son unas tierras de labrantío ricas. El clan de Eber las cultiva para sí mismo y desconfía de los extraños. El trabajo que habéis de llevar a cabo no será fácil.