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De repente se detuvo e hizo señal a Eadulf de que hiciera lo mismo.

– Saquemos a los caballos de este camino y continuemos a pie -ordenó a Eadulf-. Creo que hay algo ahí arriba.

Eadulf estaba a punto de volver a protestar pero decidió obedecer sus órdenes. Desmontaron y alejaron a los caballos del camino, hacia el bosque, para no ser vistos por cualquiera que pasara por allí. Entonces, con Fidelma delante, empezaron a abrirse camino por el bosque, avanzando en paralelo al sendero.

No se habían alejado mucho, cuando vieron que llegaban a un claro. Un repentino sonido hizo que se detuvieran. Tardaron un momento en darse cuenta de que era el sonido producido por alguien que cortaba leña. Esperaron con cautela en los límites del claro.

Era un amplio espacio en la ladera, una zona de prados azotados por el viento, salpicada aquí y allá con rocas grises graníticas. Había un grupo de caballos en un pequeño corral improvisado formado con un cercado de cuerda. Junto a los caballos había una docena de asnos, fuertes animales de carga. Al lado había un carro, junto al cual había un fuego donde se rustía un taco de carne con un sonido chisporroteante producido por la grasa cuando caía en las llamas. Un hombre, un extraño al que no reconocieron, cortaba leña, mientras otros hombres por el lugar se dedicaban a distintas tareas. Fidelma los examinó de cerca frunciendo ligeramente el ceño.

Posó su mano sobre el brazo de Eadulf y señaló al lado opuesto del cercado. Había otro cercado más pequeño donde algunas vacas pacían tranquilamente, sin saber que también ellas iban a proporcionar alimento a los hombres.

Remontando un poco la colina, había la boca de una pequeña cueva, cuya entrada era lo bastante alta para que entrara un hombre de pie. Alrededor de la cueva el granito era gris azulado. La entrada estaba protegida por un saliente de granito.

En este claro acababa el sendero misterioso; de eso no había duda. Habían llegado a la guarida de los ladrones de ganado. Fidelma y Eadulf intercambiaron una mirada. Eadulf estaba claramente perplejo, y Fidelma, que observaba algunas de las herramientas que estaban apoyadas en el carro, empezaba a ver la luz. Estaba a punto de indicarle a Eadulf que debían retirarse cuando percibió un movimiento en la entrada de la cueva.

Emergió un hombre alto y forzudo, parpadeó ante la luz y bostezó, desperezándose con los brazos hacia el cielo. Tenía una densa barba pelirroja y cabello largo hasta los hombros.

Esta vez no había duda: eran los desagradables rasgos de Menma, el caballerizo del rath de Araglin.

Capítulo XV

Habían cabalgado hasta los límites del bosque en silencio. Fidelma estaba concentrada pensando y tenía el ceño fruncido. Eadulf hacía cuanto podía por acallar las numerosas preguntas que retumbaban en su cabeza. Finalmente, cuando salieron del sombrío bosque, no pudo continuar por más rato en silencio.

– ¿Qué creéis que significa esto, Fidelma? -preguntó finalmente.

– Si lo supiera, conocería la clave de este misterio -replicó ella con impaciencia-. Sin embargo, al menos hemos descubierto la guarida de los hombres que han asaltado las granjas de Araglin.

– ¿Por qué se esconderían Menma y esos bandidos en la cueva? ¿Y por qué se asociaría Menma con los ladrones de ganado?

Fidelma esbozó una sonrisa.

– Yo no creo que sean ladrones de ganado, ni que se estén escondiendo exactamente.

– ¿Entonces qué? -preguntó Eadulf.

– ¿No visteis las herramientas que había en el suelo del claro?

– ¿Herramientas? No. Estaba demasiado ocupado observándolos. ¿Qué herramientas?

Fidelma dejó ir un leve suspiro.

– Tenéis que recordar siempre que la observación y su análisis son esenciales para encontrar la verdad. Había varias herramientas junto al carro. Me indicaron que la cueva ha de ser, sin duda, una mina.

Eadulf estaba sorprendido.

– ¿Una mina?

– No es extraño que haya minas en este país. Si al salir de Dios Mhór nos hubiéramos dirigido directamente hacia el este por Abhainn Mor, hubiéramos llegado a una llanura llamada Magh Méine, o Llanura de los Minerales, de donde se extrae cobre, plomo y hierro.

– Creo que ya he oído hablar de ese lugar.

Fidelma lo miró compadeciéndolo.

– El posadero, Bressal, mencionó que tenía un hermano que era minero en la Llanura de los Minerales -dijo Fidelma.

– Por supuesto. ¿Pero qué estaba haciendo Menma en esa mina, si es que lo es?

– Eso hemos de descubrirlo nosotros.

– ¿Y por qué habría de…?

– No hay que hacer preguntas de las que ni siquiera se puede adivinar la respuesta.

– Tal vez hubiéramos tenido que presentarnos y pedir una explicación -sugirió Eadulf-. Después de todo, sois una funcionaría de este reino.

Fidelma sonrió.

– Esos hombres son capaces de cualquier maldad. ¿Creéis que les importa mi cargo?

– Podíamos haberlos sorprendido, desarmarlos…

– Hay un verso en las Odas de Horacio, amigo mío. Vis consili expers mole ruit sua.

Eadulf asintió lentamente.

– La fuerza sin buen sentido cae por su propio peso -repitió el monje.

Fidelma entornó los ojos para protegerse del sol y contempló la cima de la colina que tenían delante.

– Antes habéis dicho que si alcanzábamos la cima nos encontraríamos abajo, del otro lado la granja de Archú. ¿Es correcto?

Eadulf frunció el ceño ante aquel cambio brusco de tema.

– Así es -admitió con sequedad.

– ¿Queréis ver si tenéis razón?

Eadulf creyó que Fidelma bromeaba. No era así.

– Pero las pendientes son demasiado pronunciadas para los caballos -protestó el monje-. A pie podríamos ascender la colina pero…

Fidelma señaló hacia arriba en silencio.

Eadulf percibió algo que se movía colina arriba. El marrón rojizo de un animal. Entornó bien los ojos para ver mejor. Tenía delante la figura elegante y musculosa de un ciervo, reuniendo a su manada.

Fidelma le sonrió con rapidez.

– Si el ciervo puede llevar a su manada, pueden pasar un jinete y su caballo. ¿Estáis dispuesto?

El sajón levantó los brazos en señal de rendición.

– Hay algo parecido a un camino justo allí arriba -dijo Fidelma-. Creo que se trata de la ruta de los ciervos. ¡Mirad!

Eadulf vio una franja de tierra que se extendía entre helechos y tojos.

– No podemos pasar a caballo por ahí -volvió a protestar.

– No, pero podemos acompañar a nuestros caballo -lo tranquilizó Fidelma.

La muchacha descendió de su caballo, tomó las riendas y condujo su montura por el caminito hacia el rellano de la redondeada colina que tenían delante.

Eadulf gruñía para sí. Después, él también descendió de su caballo y lo condujo detrás del de Fidelma. En realidad, a él no le gustaban los lugares altos y desabrigados, así que mantenía los ojos bien fijos en el caminito.

– No entiendo por qué queréis utilizar este atajo hasta la granja de Archú. Podíamos perfectamente haber tomado el camino principal -se quejó, más para mantener la mente ocupada mientras ascendía que por ganas de discutir con Fidelma.

– Esto es más rápido, y no queremos alertar a nadie de la granja de Muadnat que pudiera estar compinchado con nuestros amigos de la mina.

– No veo la relación que tiene esto con la muerte de Eber.

Fidelma no se molestó en responder.

Una ráfaga de viento sopló sobre las colinas y los caballos se asustaron. Tuvieron que hacer uso de todas sus fuerzas para sujetar las riendas. Delante, Fidelma vio la manada de ciervos que avanzaba lentamente mientras iban paciendo. El viento no atemorizaba a los viajeros, y tampoco a los ciervos de gran cornamenta que se detenían aquí y allá, como estatuas impresionantes, y los observaban con ansiedad mientras avanzaban colina arriba. El macho se detuvo un momento, se giró, y con un curioso chillido exhortó a la manada a ir más deprisa. Fueron ascendiendo un rato y después volvieron a detenerse para pacer.