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Los ojos de Eadulf se alumbraron.

– ¿Reconocisteis que era minero?

– También os pregunté si os recordaba a alguien.

– No me recordaba a nadie.

– Deberíais ser más observador, Eadulf. Tenía los mismos rasgos que Bressal. El desgraciado era Morna, el hermano de Bressal, el posadero.

Fidelma se hundió en un silencio contemplativo mientras continuaban su trayecto por el valle hasta el rath de Araglin.

Crón esperaba con ansiedad su llegada, apostada junto a la puerta de la sala de asambleas para recibirlos.

Capítulo XVI

Crón los saludó inmediatamente en cuanto entraron en el rath. Fidelma y Eadulf desmontaron y el monje llevó los caballos hasta el establo. Fidelma se reunió con Crón en la puerta de la sala de asambleas. No había nadie salvo la vieja criada Dignait, que estaba limpiando la sala.

– Marchaos, Dignait -dijo Crón.

La anciana miró con suspicacia a la religiosa, se giró y abandonó la estancia por una puerta lateral.

Fidelma se sentó en un banco y la tánaiste, después de dudar un momento, se acomodó a su lado. En un primer momento, ninguna habló; después, Fidelma se dirigió a ella.

– ¿Queríais verme?

Crón levantó sus ojos azules glaciales hacia Fidelma y luego los dejó caer.

– Sí.

– Dubán ha hablado con vos, supongo.

Crón se ruborizó y asintió con la cabeza.

– Le he dicho a Dubán que no soy tonta -dijo Fidelma con cuidado-. ¿Creíais que me iba a contentar con medias verdades? Sé que odiabais a vuestro padre. Quiero saber por qué.

– Es algo vergonzoso -replicó Crón tras una pausa.

– Lo mejor es conocer la verdad, ya que la sospecha y la acusación se enquistan y se convierten en oscuros secretos.

– También Teafa odiaba a mi padre.

– ¿Por qué?

– Mi padre abusó de sus hermanas.

Fidelma ya esperaba una respuesta así después de la información que le había proporcionado el padre Gormán.

– ¿Abusó físicamente de ellas? -preguntó para clarificar los hechos.

Crón resopló.

– Si por abuso físico entendéis que hizo que se acostaran con él, entonces sí.

– ¿Os lo dijo Teafa? -inquirió Fidelma.

– Hace años -admitió la tánaiste-. Creo que ya os he dicho por qué odiaba a mi padre. Pero no lo odiaba lo suficiente para matarlo. Realmente, no creo que estéis más cerca de resolver el asesinato de mi padre y de Teafa.

– Ah, pero sí lo estoy -respondió Fidelma sonriendo-. De hecho, lo que me habéis dicho significa…

– ¿Os molesto? -dijo una voz masculina cuando Fidelma estaba a punto de inclinarse con confidencialidad.

Era el padre Gormán en el umbral.

Fidelma percibió una mirada de advertencia en los ojos de Crón que le indicó que no mencionase nada más de todo aquello. Reprimió un suspiro de rabia y se levantó.

– De todas maneras estaba a punto de irme. He tenido un día largo y cansado. Hablaré con vos de esto mañana, Crón, después de descansar.

El desayuno ya estaba servido en el hostal cuando Fidelma llegó proveniente de la sala de baños. Eadulf estaba sentado y haciendo honores a la comida. Fidelma se dirigió a su asiento, dijo gratias en voz baja y examinó la bandeja con pan y fiambres y con guarnición. Cogió su cuchillo.

– Hemos de apresurarnos a regresar a la mina hoy con los hombres que pueda proporcionarnos Dubán -dijo Eadulf-. Tal vez seamos capaces de resolver todos estos misterios.

Fidelma estaba absorta en sus pensamientos, concentrada sólo a medias. Sin embargo, una parte de su mente se veía atraída hacia el plato de setas que había sobre la mesa. Una lejana campana de alarma resonó en el fondo de su mente; las setas eran de un color marrón amarillento pálido. Ella había comido muchas veces miotóg bhuí, la especie de hongos comestibles que crecía entre las altas hierbas de los prados húmedos junto a los ríos en primavera. Sin embargo, solían presentarse escaldados en agua, ya que su gusto era ácido. Escaldados se consideraban una exquisitez. ¿Por qué, entonces, se los habían servido crudos?

De repente un escalofrío le recorrió la espalda y se estremeció al examinar los trozos de cerca. Fidelma había creído que la cabeza amarillenta se había oscurecido con el tiempo, pero no era así. La cabeza era marrón. Lanzó una mirada temerosa a Eadulf, que estaba a punto de ponerse un trozo de seta en la boca, se acercó y se lo sacó de la mano.

Eadulf se echó hacia atrás sorprendido y contuvo una exclamación.

– ¿Cuántos habéis comido? -le preguntó Fidelma.

Eadulf la miró con cara de estúpido.

– ¿Cuántos? -retumbó otra vez la monja.

– Casi todos los que había en mi plato -confesó Eadulf sorprendido-. ¿Qué pasa? Sé lo que es, también hay en la tierra de los sajones del sur. Son colmenillas.

– Diar ár sábháil! -gritó Fidelma, saltando-. Son gyromitras esculentas, falsas colmenillas.

Eadulf palideció.

La falsa colmenilla, que se parecía tanto a la colmenilla, era venenosa si se comía cruda.

– Santo Dios -dijo Eadulf horrorizado.

Fidelma estaba de pie.

– No hay tiempo que perder: os tenéis que purgar, tenéis que vomitar, es la única manera.

Eadulf asintió con la cabeza. Él había estudiado en la gran escuela de medicina de Tuaim Brecain y había aprendido algo de los hongos venenosos.

Se levantó y se dirigió al fialtech, el retrete, olvidando incluso, con la prisa, santiguarse antes de entrar en la sala para ahuyentar las artimañas del Diablo, que moraba en tales lugares.

– Bebed toda el agua que podáis -le iba gritando Fidelma detrás.

Él no respondía.

Fidelma volvió su mirada hacia los platos.

Eso no era un error. Alguien había intentado envenenarlos deliberadamente. ¿Por qué? ¿Acaso estaban tan cerca de resolver las muertes de Araglin que tenían que eliminarlos? Recogió los platos de comida con rabia y los llevó hasta la puerta del hostal y los lanzó fuera. Hizo lo mismo con las jarras de aguamiel.

Oía a Eadulf que vomitaba en el fialtech.

Apretó con rabia los labios y se dirigió hacia las cocinas en busca de Grella, que era la que solía llevarles la comida. La cocina estaba desierta. Fue a la sala de asambleas y vio a la joven ocupada en sus tareas de limpieza.

La muchacha se puso nerviosa al ver a Fidelma.

– Decidme, ¿quién trajo la comida al hostal de huéspedes esta mañana?

– Fui yo, hermana, como siempre. ¿Pasa algo?

Los ojos cándidos de la joven indicaron a Fidelma que iba a tener que buscar al culpable en otro lado.

– ¿Quién preparó la comida esta mañana?

– Dignait, supongo. Es la encargada de la cocina.

– ¿Visteis cómo preparaba la comida?

– No. Cuando llegué, Dignait estaba en la sala de asambleas hablando con Cranat. Me dijo que tenía que ir directamente a las cocinas, donde encontraría la bandeja preparada con vuestro desayuno y que tenía que llevároslo enseguida.

– Así que, por lo que vos sabéis, Dignait preparó el desayuno.

– Sí. Me asustáis hermana, ¿qué sucede?

– ¿Recordáis en qué consistía la comida?

– ¿La comida? -preguntó la muchacha sorprendida por la pregunta-. ¿No os la habéis comido?

Fidelma hizo una mueca con amargura.

– ¿En qué consistía? -repitió.

– Fiambres, pan… oh, y algunas setas y manzanas y una jarra de aguamiel.

– Las setas eran venenosas. Eran colmenillas de las falsas.

La muchacha palideció. Su rostro mostraba conmoción, pero no culpabilidad.