Выбрать главу

Fidelma empezó en ese momento a dirigirse al hostal de huéspedes.

– ¡Hermana! ¡Hermana!

La religiosa vio a la joven criada, Grella, corriendo hacia ella. Por el rostro de la chica se dio cuenta de que sucedía algo y el corazón le dio un vuelco.

– ¿Es el hermano Eadulf?

– Venid deprisa -gritó la joven, pero Fidelma ya había echado a correr en dirección al hostal.

– Yo acababa de entrar, tal como me ordenasteis -jadeaba la joven, intentando ir al paso de Fidelma. No pudo acabar la explicación, pues Fidelma ya estaba entrando en el hostal, y Grella le iba pisando los talones.

Eadulf yacía en su cubículo, echado de espaldas en el jergón. Temblaba y su cuerpo se retorcía, pero tenía los ojos cerrados y unas gotas de sudor recorrían su rostro.

Fidelma se dejó caer de rodillas y le tomó una mano. Estaba caliente y sudorosa. Le tomó el pulso; palpitaba con movimientos espasmódicos.

– ¿Cuánto rato lleva así? -preguntó a Grella, que estaba detrás de ella.

– Yo entré hace un momento, como me pedisteis, y lo encontré así -repitió la joven.

– ¡Id en busca de Gadra el Ermitaño, deprisa! ¡En casa de Teafa! ¡Deprisa, ahora! -añadió al ver que la muchacha vacilaba.

Fidelma se volvió hacia Eadulf. Estaba claro que había entrado en un proceso febril y ya no era consciente de lo que sucedía a su alrededor.

La monja se puso en pie y se apresuró hacia la estancia principal donde había un jarro de agua. Lo cogió junto con un trozo de tela y lo usó para secarse las manos después de lavarse; lo humedeció, regresó junto a Eadulf y empezó a enjugarle el sudor de la cara enrojecida.

Un momento después, entró el anciano seguido por Grella. Separó suavemente a Fidelma. Tocó la frente de Eadulf, le tomó el pulso y se retiró.

– Poco podemos hacer ahora. Ha caído en un estado febril al que vencerá o será vencido por él.

Fidelma notó que sus manos se apretaban con movimientos espasmódicos.

– ¿No podemos hacer nada más?

– El veneno ha de seguir su curso. Esperemos que se haya eliminado la mayoría y que esto no sea más que el resultado de un pequeño residuo que le molestará durante unas horas. La temperatura de su cuerpo está subiendo. Si se detiene, habremos ganado. Si no…

El anciano se encogió de hombros.

– ¿Cuándo lo sabremos?

– No antes de algunas horas. No podemos hacer nada.

Fidelma sintió una rabia irracional al mirar el rostro amarillento de Eadulf. Se dio cuenta de lo triste que sería su vida si le sucedía algo. Recordó lo preocupada que se había quedado cuando había dejado a Eadulf en Roma y ella había regresado a Irlanda; los meses de soledad que habían seguido. Recordaba que había regresado a Irlanda con unos sentimientos curiosos, casi insondables, de soledad y añoranza. Le había llevado un tiempo superar esas emociones.

A Fidelma le costaba admitir el apego emocional a alguien. Se había enamorado de un joven guerrero llamado Cian cuando tenía diecisiete años. Él estaba en la guardia de élite del rey supremo de Tara. En aquel tiempo, ella estudiaba leyes con el gran brehon Morann. Era joven y despreocupada y había estado muy enamorada, pero Cian la había abandonado por otra. Este rechazo la había desengañado de la vida; sentía amargura, aunque los años hubieran templado esta actitud. Pero nunca había olvidado esta experiencia, ni la había superado. Tal vez nunca se lo había permitido.

Eadulf de Seaxmund's Ham había sido el único hombre de su misma edad en cuya compañía se había sentido realmente bien. Al principio lo había desafiado, pero esos desafíos intelectuales se habían convertido en la base de una relación fácil y amable. Sus debates sobre teología y actitudes culturales, en los que contrastaban sus opiniones y filosofías divergentes, eran una manera de bromear el uno con el otro. Y aunque sus discusiones eran fuertes, no había hostilidad entre ellos.

Fidelma se había sentido sola durante ese año y apenas había sido capaz de ocultar su alegría cuando se había enterado de que el hermano Eadulf había sido enviado como emisario del recién nombrado arzobispo de Canterbury, Teodoro, que era el representante del santo Padre en los reinos anglosajones. Que Eadulf estuviera ahora en la corte de su hermano, Colgú de Cashel, era como una bendición del destino.

¿Podía ser el destino tan cruel como para llevarse a Eadulf; llevárselo de forma tan irrevocable?

– No podéis hacer nada aquí, Fidelma -repitió Gadra-. Dejad que cuide del pobre hermano, mientras vos hacéis todo lo posible para encontrar al responsable. Os informaré de cómo evoluciona.

Fidelma miró los rasgos de su amigo enfermo y con renuencia asintió con la cabeza, mientras intentaba controlar una ligera mueca en las comisuras de sus labios.

– Gracias, Gadra -dijo-. Grella os ayudará, ¿no es así, Grella?

Grella se retorcía las manos.

– Oh, hermana, ¿me van a castigar por esto?

– ¿Por qué os han de castigar? -preguntó casi ausente.

– Fui yo la que os traje la comida a vos y al hermano -le recordó la joven.

Fidelma percibió la angustia que sentía la joven y sacudió la cabeza con una sonrisa triste.

– No os van a castigar. Pero tengo que ir en busca de Dignait y descubrir quién es el responsable de poner los hongos venenosos en las bandejas. Gadra os necesita. ¿Le ayudaréis?

– Desde luego -afirmó la joven, con tristeza.

Fidelma echó una última mirada a Eadulf, que temblaba inconsciente, se giró y abandonó el hostal. Cuando ya había caminado unas yardas, se dio cuenta, por primera vez en su vida, de que caminaba sin un propósito. Se detuvo, sin saber qué hacer.

Capítulo XVII

Fidelma desmontó fuera de la cabaña de madera de un solo piso. Había abandonado el rath tan sólo con una vaga idea en la cabeza. Iba dándole vueltas a algo que se le había ocurrido al nombrar a Crítán. Era un verso de la Eneida de Virgilio: Dux femina facti! No estaba segura de por qué seguía pensando en ese verso, hasta que tomó el camino hacia el valle de la Marisma Negra y vio la cabañita en la curva del río.

Junto a la puerta, había una mujer que, al parecer, había estado arreglando las plantas del pequeño jardín. Observó la llegada de Fidelma con curiosidad. Era una mujer bien proporcionada, una mujer que ya no era joven. Una rubia, baja y rechoncha, con mandíbulas pronunciadas. Vestía ropas de colores chillones que no entonaban mucho.

Fidelma ató las riendas de su caballo a un poste.

– Buenos días, hermana -saludó la mujer-. Sois bienvenida aquí, pero he de advertiros, ¿sabéis qué lugar es éste?

Fidelma sonrió ligeramente.

– Me han dicho que era la casa de Clídna, ¿estoy mal informada?

La mujer rubia sacudió la cabeza.

– Yo soy Clídna, pero esto es un meirdrech loc.

– ¿Un burdel? Sí, eso me han dicho.

– Las personas como vos no suelen venir a visitar a una mujer de secretos, como yo, a menos que sea para intentar que tomemos un nuevo camino en la vida.

Fidelma sonrió irónicamente ante aquel eufemismo de «mujer de secretos» por «prostituta», aunque era ampliamente utilizado en los cinco reinos. De repente le pareció adecuado.

– Dux femina facti -dijo la frase en voz alta-. Una mujer dirigía la acción. He venido a veros, Clídna, porque conocéis muchos secretos.

La prostituta se mostró primero sorprendida, pero hizo un gesto en dirección a la cabaña.

– ¿Os ofendo si os pido que entréis y os ofrezco algo en señal de hospitalidad?

– En absoluto.

– Entonces entrad en mi casa, hermana, y permitidme que os ofrezca algo de beber. Desgraciadamente, mis medios son escasos, así que no tengo grandes vinos ni dulces aguamieles que ofreceros.