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Dubán se encogió de hombros con indiferencia.

– Ni el mejor jinete hubiera podido evitarlo, hermana. El lobo estaba asustando al ganado. Debe de haber estado rondando por la maleza detrás de vos y de repente asustó a los caballos. Yo he oído el grito y he venido corriendo. Suerte que había algunas piedras en el suelo y se las lancé para que huyera. Hicisteis bien en no moveros, un movimiento hubiera sido fatal. -Hizo una pausa y añadió-: ¿Pero no os habéis hecho daño al caer?

– Sólo mi dignidad está herida -dijo Fidelma sonriendo. «Y el orgullo de mi lógica», añadió para sí.

Si Dubán fuera el tipo de persona que había sospechado, ella, Fidelma, estaría allí tumbada con la garganta desgarrada por el lobo.

– Gracias a Dios sólo era eso y no otra cosa -replicó Dubán.

Empezaron a caminar por la hierba mullida.

– ¿En realidad creéis que puede regresar el lobo? -preguntó Fidelma.

– Por su tamaño, era una hembra -dijo Dubán, confirmando lo que había pensando Fidelma-. Regresará en busca de comida para sus lobeznos hambrientos.

– ¿Suelen acercarse tanto a las granjas?

– Más en invierno que en primavera o verano. A veces, alguno ha llegado incluso a entrar en el rath y se ha escapado con gallinas o algún cerdito.

Se detuvo y señaló algo.

– Mirad, ahí están nuestros caballos, junto a esos árboles. No han ido lejos.

Fidelma rezó en silencio dando las gracias. No le apetecía una larga caminata de noche.

En realidad, los dos caballos parecían contentos de ver a sus jinetes y se dirigieron hacia ellos. Los cogieron y montaron sin problema.

Al cabo de un rato, cuando empezaban a cabalgar, Fidelma se dirigió a Dubán.

– Me habéis salvado la vida, Dubán.

El guerrero se encogió de hombros. Parecía azorado.

– Yo pronuncié mi juramento de guerrero ante Máenach, cuando era rey de Cashel, y juré proteger a los que lo necesitaran.

Fidelma lo observó con interés. Eso significaba que Dubán era un guerrero de la antigua orden del Collar de Oro. Se decía que mil años antes del nacimiento de Cristo, Cashel envió a un Rey Supremo para que reinara en los cinco reinos de Éireann. Era Muin-heamhoin Mac Fiardea, el octavo rey que reinó después de Eber, el hijo de Mile. Fue este Rey Supremo de Cashel el que instituyó la orden del Collar de Oro entre sus guerreros.

– No sabía que erais un guerrero de la orden de Cashel -dijo Fidelma en voz baja.

– No suelo ponerme la cadena de oro distintiva -confesó el guerrero-. Regresé a Araglin hace tan sólo unos años, cuando sentí que ya no era lo suficientemente joven y fuerte para servir a los reyes de allí. Eber necesitaba a un hombre de experiencia para ser el comandante de su guardia. -Dejó ir un suspiro-. Pero quizá tenía que haberme quedado en Cashel.

Fidelma frunció el ceño al notar una inflexión en su voz.

– ¿He de entender que no os gustaba Eber?

– ¿Eber el bueno y generoso? -dijo Dubán con cinismo.

– ¿Lo dudáis?

– Alguien ha de deciros la verdad respecto a Eber, hermana.

– Tal vez deberíais hacerlo vos.

– No estoy preparado para probar mis acusaciones. Y si no puedo, tal vez pierda la seguridad que me he ganado aquí hasta ser viejo.

Fidelma pensó bien lo que iba a decir.

– No es mi intención enturbiaros el futuro de una vida pacífica, Dubán. Pero si es seguridad lo que deseáis, estoy convencida de que a mi hermano, rey de Cashel y por lo tanto jefe hereditario de la orden en la que habéis prestado juramento, le gustará saber que habéis cumplido diciendo la verdad. Ya os he advertido de que la verdad ha sido distorsionada. ¿Por qué matasteis a Menma?

Su pregunta surgió rápida, como la flecha lanzada por un arco. Fidelma notó que el guerrero respiraba hondo.

– ¿Vos lo… sabéis?

El guerrero se quedó callado y después contestó.

– Seguí a Menma hasta la cueva, me habían enviado en busca de Dignait cuando me encontré con él y otros hombres y un pesado carro en la granja de Muadnat. Ellos no me vieron. Reconocí que los hombres eran algunos de los que nos encontramos en aquel camino, los ladrones de ganado. Menma estaba dándoles órdenes y los dejó para irse cabalgando hacia las colinas, por el sendero que Agdae nos dijo que no iba a ningún lado. Evidentemente los seguí.

– ¿Adónde fueron los otros hombres?

– Se dirigieron hacia el sur. Yo seguí a Menma hasta la cueva. En ella había alguien más.

– ¿Quién era?

– No lo vi. Menma y esa otra persona estaban hablando en el interior de la cueva cuando llegué. La otra persona le daba instrucciones, quería que matara a alguien para que callara.

– ¿No visteis quién era esa otra persona, la que daba las instrucciones?

– No. Pero me sentí invadido por la ira cuando lo oí. Olvidé que sólo tenía el arco en la mano, penetré en la cueva y los amenacé. Menma se defendió con fuerza, pero la otra persona, no más que una sombra en la penumbra de la cueva, huyó corriendo por mi lado. Oí que marchaba al galope mientras yo luchaba con Menma. Éste se soltó y consiguió huir hasta su caballo; no podía dejarlo escapar. Ya visteis lo que sucedió.

– Así es, y puedo confirmar que alguien más huyó del claro.

– ¿Quién?

– No lo vi. Pero vos oísteis las voces.

– No las reconocí.

– ¿Era un hombre o una mujer?

– Era un susurro pero profundo. Yo creo que era un hombre.

– Decidme por qué odiabais a Eber. La verdad, por vuestro honor.

Bajo la penumbra, Fidelma vio que Dubán se llevaba la mano al cuello como si esperara encontrar allí la cadena de oro de la orden de los guerreros. Vio que apretaba los labios.

– Hacéis bien en recordarme mi honor, Fidelma -dijo-. Quizá durante estos últimos años en Araglin he olvidado lo que realmente significa el honor.

– Porque lleváis mucho tiempo mezclándoos con jóvenes rufianes que se creen guerreros. Matones como Crítán.

En la oscuridad que les envolvía se vieron, delante de ellos, las luces del valle.

– Allí está el rath. Pronto llegaremos -murmuró Dubán.

– Entonces es mejor que habléis, Dubán, antes de que lleguemos.

– Eber no era lo que afirmaba ser. Era un jefe sin honor.

– ¿En qué sentido?

– Era de una moral corrupta.

– La corrupción moral tiene muchas formas. ¿Podéis ser más específico?

– ¿Habéis preguntado por qué su mujer abandonó el lecho de su marido? Se rumoreaba que era como un ciervo en celo y que abusaba de cualquier hembra de la manada que se cruzara en su camino.

– Entiendo… -murmuró Fidelma.

– No, no creo que entendáis. Quiero decir… cualquier hembra de la manada. Incluso las de su familia -murmuró Dubán.

– ¿Queréis decir que abusaba sexualmente de miembros de su propia familia? -dijo Fidelma con calma. Conocía esa acusación pero quería oír la versión de Dubán.

– No puedo probarlo. Ni puedo probar la otra cosa que tengo dentro…, que Eber era un asesino.

A Fidelma le sorprendió esta afirmación.

– Podéis hablar conmigo con confianza, Dubán. Tenéis que decirme por qué sospecháis que Eber era un asesino.

– Muy bien. Yo estuve enamorado de la hermana pequeña de Eber.

– ¿De Teafa?

– No. Teafa no. Era un año mayor que Eber. Tomnát era la hermana pequeña. Tenía miedo de su hermano. Cuando yo intenté convencerla para que me acompañara a Cashel siendo mi esposa, me dijo que no podía por la vergüenza que había en ella.

– ¿Os explicó lo que significaba eso?

– No, ni yo lo entendí en esa época. Pero al cabo de un día o dos Tomnát desapareció del rath; es más, del valle de Araglin, y no volví a saber nada. Siempre he creído que Eber la mató para que no revelara la maldad de su mente y de su alma.