Выбрать главу

Fidelma estaba sola en el bosque, sola y asustada. A su alrededor, unas sombras misteriosas se escabullían entre los árboles a ambos lados, la maleza crujía y se estremecía. Todo estaba a oscuras.

Ella gritaba. No estaba segura de a quién llamaba. ¿A su padre? Sí, debía de llamar a su padre. La había llevado al bosque y la había abandonado. Sólo era una niña, sola y perdida en el bosque.

Pero, por alguna razón, su mente se daba cuenta de que no podía ser así. Su padre había muerto cuando ella era un bebé. ¿Por qué la había llevado allí y la había abandonado?

Fue dando tumbos por la amenazadora oscuridad del bosque, abriéndose camino. Pero parecía que los árboles crecían y se juntaban cada vez más conforme avanzaba. Finalmente no podía moverse y se detuvo para mirar hacia arriba. Era extraño que los árboles se parecieran tanto a unas setas, unos grandes hongos que se elevaban por encima de ella.

Las sombras amenazadoras se juntaban cada vez más. Fidelma chilló. Entonces se dio cuenta de que no era su padre quien la había llevado allí y la había abandonado. Estaba llamando a Eadulf. ¡Eadulf!

Volvió a avanzar, con una mano delante…

Gruñó cuando la brillante luz del sol saludó sus ojos abiertos. Se encontró tendida sobre la cama con una mano estirada delante. Parpadeó con rapidez y meditó. Ya hacía rato que había amanecido y ella estaba en su cama del hostal de huéspedes. Oyó un movimiento en el cubículo contiguo. Saltó de la cama y se puso el hábito. Gadra estaba sentado fuera. Sonrió cuando ella llegó.

– Una buena mañana, hermana.

– ¿Lo es? -inquirió Fidelma, echando una mirada en dirección al cubículo de Eadulf.

El anciano asintió con solemnidad.

– Lo es.

Fidelma entró inmediatamente. Eadulf todavía estaba estirado, pero tenía los ojos abiertos. Seguía pálido y alrededor de las comisuras de sus labios había algunas arrugas de dolor. Pero sus ojos castaños estaban claros y serenos.

– ¡Fidelma! -saludó el monje con voz ronca, pero débil a causa del cansancio-. Pensaba que no iba a ver otro amanecer.

Fidelma se arrodilló junto a la cama, sonriendo para tranquilizarlo.

– No teníais que abandonar tan fácilmente, Eadulf.

– Ha sido una lucha -admitió él-. Que no me gustaría repetir.

– Dignait está muerta -anunció Fidelma.

Eadulf cerró un momento los ojos.

– ¿Dignait? ¿Era responsable?

– Al parecer Dignait sabía quién preparó el plato venenoso.

– ¿Entonces quién mató a Dignait?

– Creo que lo sé. Pero primero he de descubrir las respuestas a otras preguntas.

– ¿Dónde se ha encontrado a Dignait? ¿Creía que había desaparecido del rath?

– En una habitación subterránea en la granja de Archú.

Eadulf se mostró sorprendido.

– No lo entiendo.

– Estoy convocando a todos los interesados en la sala de asambleas a mediodía, momento en que revelaré quién es el asesino.

Eadulf sonrió con ironía.

– Voy a hacer el esfuerzo de asistir -aseguró el monje.

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.

– Vos os quedaréis aquí con Grella hasta que estéis bien.

El hecho de que Eadulf no se molestara en protestar le demostró que todavía estaba muy débil.

– ¿Queréis decir que hay un solo asesino para todas las muertes que han sucedido?

– Sospecho que hay una persona responsable -respondió enigmática.

– ¿Quién?

Fidelma se rió.

– Poneos bien, Eadulf. Vendré a veros en cuanto esté segura.

Fidelma se agachó, le cogió una mano y la apretó.

Fuera, Gadra examinaba un caldo de fuerte olor para Eadulf. La joven Grella lo había traído de la cocina. Se sintió nerviosa en presencia de Fidelma, pero ésta le sonrió agradeciéndole todo lo que había hecho.

Grella hizo una reverencia insegura.

– Os traeré el desayuno, hermana.

Mientras Fidelma se lavaba le llevaron la comida, de manera que pudo vestirse y acabar de comer mientras Gadra le daba a Eadulf la sopa de hierbas. Por lo que parecía, no era muy buen paciente ya que sus protestas sobre el gusto de la sopa resonaban por todo el hostal. Fidelma metió la cabeza en el cubículo.

– Peor para vos, Eadulf. Si no os ponéis bien, no os explicaré lo que suceda a mediodía.

Gadra levantó la vista frunciendo el ceño.

– ¿Qué pasa a mediodía?

– Le he explicado que a mediodía todos los involucrados en este asunto se reunirán en la sala de asambleas. Eso os incluye a vos y a Móen. ¿Está bien el chico ahora?

– Está muy animado por lo que habéis hecho por él -replicó Gadra-. Es un joven inteligente y sensible, Fidelma. Se merece una oportunidad en la vida. Estaremos allí a mediodía.

Media hora después, Fidelma se dirigió a la iglesia de Cill Uird y entró. Había una figura arrodillada ante el altar en actitud orante.

– ¡Padre Gormán!

El sacerdote se levantó sorprendido.

– Me habéis interrumpido en mis oraciones, sor Fidelma -dijo con voz airada.

– Necesito hablar con vos urgentemente.

El padre Gormán se volvió hacia el altar, se santiguó y se levantó lentamente.

– ¿Qué sucede, hermana? -preguntó enojado.

– Creo que debéis saber que Dignait está muerta.

El sacerdote hizo una mueca de dolor, pero no se mostró muy sorprendido.

– Tantas muertes -dijo suspirando.

– Demasiadas muertes -replicó Fidelma-. Cinco muertes ya en este tranquilo valle de Araglin.

Gormán la miró con incertidumbre.

– ¿Cinco? -preguntó el sacerdote.

– Sí. Hay que detener esta carnicería. Hemos de detenerla.

– ¿Hemos? -inquirió en ese momento el padre Gormán, anonadado.

– Creo que podéis ayudarme.

– ¿Qué puedo hacer? -preguntó con recelo.

– Erais el alma amiga de Muadnat, ¿no es así?

– Prefiero el término romano confesor. Y, sí, era el confesor de la mayoría de gente de Araglin.

– Muy bien. No importa cómo lo llaméis, quiero saber si alguna vez Muadnat os habló de oro.

– ¿Me estáis pidiendo que revele un secreto de confesión? -retumbó el padre Gormán.

– Es una confidencialidad que yo no reconozco, pero respeto vuestro derecho a creer en ella. Dejadme que os haga algunas preguntas. ¿Llevaba Dignait muchos años de criada aquí?

– ¿Dignait? Creía que queríais interrogarme sobre Muadnat.

– Concentrémonos en Dignait por el momento. Llevaba aquí desde que Cranat vino a casarse con Eber, ¿no es así?

– Así es.

– ¿A quién debía su lealtad?

– A la casa de Araglin.

– ¿No a una persona? ¿A Cranat, por ejemplo?

El padre Gormán dudó y se mostró incómodo.

– ¿Y acaso Dignait no odiaba a Eber? -insistió Fidelma.

– ¿Odiar? -preguntó el padre Gormán sacudiendo la cabeza-. No sentía respeto por él, pero eso no es odio. Estaba más unida a la joven Crón que a su madre y hubiera hecho cualquier cosa por ella.

– ¿Hubiera hecho cualquier cosa por Crón? -repitió Fidelma pensativa.

– Que no fuera un crimen -añadió Gormán.

– No. Que no fuera un crimen. -Fidelma se quedó un momento callada-. No os gusta Dubán, ¿no es así? -preguntó con brusquedad.

El padre Gormán estaba molesto.

– ¿Qué tiene que ver lo que me guste o no me guste con este asunto? -preguntó.

– Era simplemente una observación -admitió Fidelma-. Os he visto discutir con él. Sólo me preguntaba por qué os desagradaba.

– Es un hombre ambicioso. Creo que quiere ser el jefe de Araglin. ¿Sabéis que intenta seducir a la joven Crón?

– ¿Seducir? Ésa es una palabra extraña. Atraer, cautivar o embaucar. ¿Os referís a eso?

El padre Gormán levantó la barbilla.