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El abad Cathal la miró perplejo durante un momento y luego se encogió de hombros.

– Es joven. También va una joven con él. ¿Es eso relevante?

– En ese caso, no tiene importancia -contestó Fidelma sacudiendo la cabeza divertida-. Pero creo que si el granjero hubiera sido mayor hubiera sido diferente. Veréis -decidió ofrecer una explicación al abad asombrado-, acabo de dictar una sentencia contra un granjero de mediana edad, un tal Muadnat. Mi compañía pudiera no ser de su agrado.

El abad Cathal todavía parecía sorprendido.

– Pero todos deben acatar las sentencias de la ley -añadió; al parecer el abad no entendía que una sentencia de la ley pudiera causar resentimiento.

– No todo el mundo lo acepta de buen grado, abad -replicó Fidelma-. Pero ahora creo que es hora de que el hermano Eadulf y yo nos pongamos de camino.

El abad Cathal parecía renuente a su marcha.

– Ésta puede ser la última vez que nos veamos, Fidelma; al menos por un tiempo.

– ¿Por qué? -preguntó la joven con curiosidad.

– La semana que viene parto de peregrinaje a Tierra Santa. Hace años que es mi ambición. El hermano Nemon ocupará el lugar de abad aquí.

– ¿Tierra Santa? -preguntó Fidelma con melancolía-. Ése es un viaje que, algún día, también yo espero hacer. Os deseo lo mejor para el viaje, Cathal de Lios Mhór. Que Dios os acompañe en todos los caminos.

Tendió su mano al abad, quien la tomó y la apretó con fuerza.

– Y que Él siga inspirando vuestras sentencias, Fidelma de Kildare -respondió el abad con solemnidad. Sonrió a ambos y levantó una mano en señal de bendición-. Hasta el final del camino, paz y seguridad.

Capítulo III

En el patio enlosado de la abadía encontraron al joven Archú con la joven que estaba con él en la capilla. Esperaban impacientes, sentados a la sombra de los claustros. A su lado había dos caballos ya ensillados. Archú se levantó y se acercó a sor Fidelma cuando ésta apareció. A ella todavía le parecía un cachorro esperando con impaciencia a su amo.

– Me han dicho que necesitáis un guía para llevaros a la tierra de Araglin, hermana. Estoy encantado de poder ofreceros mi ayuda ya que me habéis devuelto mi tierra y mi honor.

Fidelma sacudió la cabeza y contuvo su sonrisa ante aquella dignidad juvenil.

– Ya os lo he dicho anteriormente, tan sólo la ley era el árbitro en este asunto. No me debéis nada.

Fidelma se giró mientras la joven se acercaba con la mirada gacha. Era atractiva, delgada y rubia, y Fidelma calculó que no tendría más de dieciséis años.

Archú la presentó con timidez.

– Esta es Scoth. Ahora que tengo mi tierra, nos vamos a casar. Voy a pedir a nuestro sacerdote, el padre Gormán, que lo arregle enseguida en cuanto lleguemos a casa.

La joven se sonrojó contenta.

– Aunque la sentencia hubiera sido contraria, yo me hubiera casado igual -respondió la joven gentilmente y se volvió hacia Fidelma-. Por eso he seguido a Archú hasta aquí. No me hubiera importado el resultado del juicio. De verdad que no.

Fidelma se quedó entonces mirando a la joven con gravedad.

– Pero el juicio ha ido bien, Scoth. Ahora os vais a casar con un ocáire en lugar de con un hombre sin tierra.

A su vez, Fidelma les presentó al hermano Eadulf. Uno de los hermanos había estado cargando comida y bebida para el viaje en las alforjas de los caballos y ahora se acercaba llevando ambas monturas por las bridas. Fidelma advirtió que tanto Archú como Scoth llevaban un fardo y un bastón de endrino. No había otros caballos en el patio y estaba claro que no tenían montura, ni siquiera un asno.

Archú se dio cuenta de que Fidelma fruncía el ceño y con acierto adivinó lo que pasaba por la mente de la abogada.

– No tenemos caballos, hermana. Hay caballos en la granja de Araglin pero, por supuesto, yo no tenía permiso para traérmelos aquí. Y mi primo Muadnat -dijo vacilante y pronunciando el nombre de éste con cierta amargura- ya se ha marchado con Agdae, su capataz. Así que hemos de regresar como vinimos… a pie.

Fidelma sacudió la cabeza con amabilidad.

– No importa -respondió con alegría-. Nuestros caballos son monturas fuertes y vos sois un peso más que ligero. Scoth puede montar detrás de mí, y Archú detrás del hermano Eadulf.

Era ya media tarde cuando cruzaron las grandes puertas de madera del monasterio y acompañaron a los caballos hasta el sendero que seguía el curso del gran río junto a las montañas que se elevaban al norte.

Archú, sentado detrás de Eadulf, señaló algo por encima de su hombro.

– Araglin está en esas montañas -dijo ansioso-. Tendremos que descansar en algún sitio por la noche, pero mañana antes de mediodía estaréis allí.

– ¿Dónde pensáis pasar la noche? -preguntó Fidelma mientras guiaba a su caballo por el estrecho puente de madera que atravesaba el río en dirección a las cimas del norte.

– Dentro de una milla aproximadamente, dejaremos el camino que va al norte en dirección a Cashel y empezaremos a ascender por un terreno con colinas hacia las tierras de Araglin, siguiendo la ribera oeste de un riachuelo que nace en esas montañas -contestó Archú-. Es una tierra muy boscosa. En ese camino hay una posada donde se podría pasar la noche. Llegaremos allí justo antes del anochecer.

– Entonces el trayecto del día siguiente será fácil -apuntó la joven Scoth, detrás de Fidelma-. No serán más que unas horas; cabalgaremos hasta la cima de la gran cañada y luego descenderemos hasta el valle de Araglin, que os conducirá directamente al rath del jefe local.

El hermano Eadulf giró la cabeza ligeramente.

– ¿Sabéis por qué nos dirigimos allí?

Archú intentó encogerse de hombros detrás del monje.

– El padre abad nos informó de la noticia procedente de Araglin -contestó el muchacho.

– ¿Conocíais a Eber? -preguntó Fidelma.

El joven no se mostraba muy alarmado por el hecho de que su jefe hubiera sido asesinado. A Fidelma le interesaba esa falta de inquietud.

– Había oído hablar de él -admitió Archú-. Es más, mi madre estaba emparentada con él. Pero la mayoría de gente de Araglin está emparentada de alguna manera. La granja de mi madre estaba en un valle aislado conocido como el valle de la Marisma Negra, que está a algunas millas del rath del jefe. No teníamos ningún motivo para ir al rath. Tampoco Eber vino nunca a ver a mi madre. Su familia no aprobó su matrimonio con mi padre. El padre Gormán venía a visitarnos de vez en cuando, pero Eber nunca.

– ¿Y vos, Scoth? ¿Conocíais a Eber?

– Yo era huérfana, crecí como criada en la alquería de Muadnat. Nunca se me permitió ir al rath del jefe local, aunque lo vi varias veces cuando venía por alguna fiesta o a cazar con Muadnat. Y una vez, hace años, vino para alzar al clan en su lucha contra los Uí Fidgente. Lo recuerdo como de la misma pasta que Muadnat; borracho y humillante.

– Mi padre, Artgal, respondió a su llamada y fue a luchar contra los Uí Fidgente, pero nunca regresó -añadió Archú enfadado.

– ¿Así que es poco lo que me podéis contar de Eber?

– ¿Qué es lo que quisierais saber? -preguntó Archú con interés.

– Me gustaría saber qué tipo de persona era. Habéis dicho que era borracho e insultante. ¿Pero era un buen jefe para su gente?

– La mayoría de la gente hablaba bien de él -informó Archú-. Yo creo que gustaba a la gente, pero cuando pedí consejo al padre Gormán respecto a si haces una demanda legal contra Muadnat, me aconsejó que la presentara en Lios Mhór mejor que ante Eber.

A Fidelma le pareció un consejo curioso viniendo de un sacerdote. Después de todo, el primer paso en cualquier contencioso era una petición al jefe del clan; incluso el jefecillo de un pequeño clan tenía derecho a hacer un primer dictamen. Fidelma recordó que Beccan había mencionado que Araglin no tenía brehon para aconsejar legalmente, quizá por eso la recomendación del padre Gormán resultaba bastante lógica y no había que prejuzgar a Eber.