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– ¿El padre Gormán os dio alguna razón para presentarla directamente en Lios Mhór? -preguntó Fidelma.

– Ninguna.

– ¿No resulta curioso que dos personas hayan crecido en el territorio de un clan y apenas hayan visto a su jefe? -preguntó Eadulf.

Archú se echó a reír sorprendido.

– Araglin no es cualquier territorio pequeño. Podríais perderos fácilmente en sus montañas. Es más, podríais pasar toda la vida allí y no encontrar nunca a vuestro vecino del otro lado de la colina. Mi granja -el muchacho hizo una pausa y paladeó la frase-, mi granja, como he dicho, está en un valle aislado y tan sólo hay otra, la de Muadnat.

Scoth suspiró profundamente.

– Es de desear que nuestras vidas sean diferentes ahora. Yo apenas conocía lo que había fuera de la cocina de Muadnat.

– ¿Por qué no os escapasteis de la casa de Muadnat? -preguntó Fidelma.

– Lo hice en cuanto tuve la edad legal. Pero ¿adónde podía ir? Pronto me devolvieron a su granja.

Fidelma alzó las cejas asombrada.

– ¿Os devolvieron a la fuerza? ¿Con qué derecho os obligó Muadnat a regresar? ¿No erais de la clase de los no libres?

– ¿La clase de los no libres? -inquirió Eadulf-. ¿Esclavos, queréis decir? Yo pensaba que no había esclavos en los cinco reinos.

– No los hay -replicó Fidelma inmediatamente-. La clase de los no libres es la clase de los que no tienen ningún derecho dentro del clan.

– ¿Y qué son sino esclavos?

– No lo son. Es la clase constituida por los prisioneros de guerra, los rehenes y los cobardes que desertaron de su clan en tiempos de necesidad. También incluye los que han infringido la ley y no pueden o no quieren pagar la compensación y las multas que se les impusieron. A éstos se les despoja de todo derecho civil, pero no se les excluye de la sociedad. Se les sitúa en una posición en la que tienen que contribuir a su bienestar. Por supuesto, no pueden llevar armas ni ser elegidos para ningún cargo dentro del clan.

Eadulf hizo una mueca.

– A mí me parece esclavitud.

Fidelma mostró su disconformidad.

– La «clase de los no libres» está dividida en dos grupos. Unos pueden alquilar una tierra, trabajarla y pagar impuestos. Los otros no merecen confianza y están siempre rebelándose contra el sistema. Quienquiera que se encuentre en una de esas situaciones puede redimirse trabajando hasta saldar las cuentas con la ley.

– ¿Y si no las saldan? -inquirió Eadulf.

– Entonces se quedan en esa posición, sin derechos civiles, hasta que mueren.

– ¿Así que sus hijos se convierten en esclavos?

– ¡Esclavos no! -volvió a corregir Fidelma-. Y la ley dice que «todo muerto mata sus deudas». Sus hijos se convierten en ciudadanos de pleno derecho.

Fidelma percibió una sonrisa divertida en la boca de Eadulf y se preguntó si no estaría usando su táctica de hacer de abogado del diablo para provocarla. Ella había usado con frecuencia esa estratagema en el pasado con Eadulf. ¿Pudiera ser que finalmente Eadulf hubiera aprendido un humor más sutil? Estaba a punto de decir algo, cuando la joven Scoth intervino.

– Yo no era de la «clase de los no libres» -dijo la muchacha acalorada, recordándoles el origen de la discusión-. Muadnat era simplemente mi tutor legal y yo estaba bajo su tutela hasta alcanzar la edad de la elección. Después no tenía ningún control sobre mí, pero yo no tenía adónde ir. Abandoné su granja pero no pude conseguir trabajo en ningún sitio y tuve que regresar.

– Ahora las cosas serán diferentes -insistió Archú.

– Bueno, yo me cuidaría de Muadnat -advirtió Fidelma-. A mí me pareció un hombre rencoroso.

Archú mostró su aprobación enérgicamente.

– Eso ya lo sé. He de estar vigilante, hermana.

El camino por el que Fidelma y Eadulf guiaban a sus caballos empezaba a ascender rápidamente por las colinas, alejándose del río, en dirección a los picos más altos, redondos y pelados de las montañas que sobresalían de entre los bosques circundantes. La parte más baja de las colinas estaba densamente poblada de árboles, pero el sendero que atravesaba las montañas se venía utilizando desde siglos, de manera que los árboles dejaban un paso libre por el que incluso podía transitar una buena carreta si no llovía.

El aire estaba en calma y sólo los pesados bufidos de los caballos al ascender perturbaban el silencio. De vez en cuando oían el excitado gañido de perros salvajes y el aullido de un lobo que advertía que unos intrusos habían penetrado en su territorio.

El sol se sumergía tras los picos del oeste y las largas sombras se extendían con rapidez. Cuando el sol empezó a desaparecer, el aire se volvió frío. Fidelma recordó que al día siguiente era la fiesta en recuerdo de Conláed, un gran artesano del metal de Kildare que había moldeado los vasos sagrados del monasterio de Brígida. Tenía que acordarse de encender una vela en su nombre. Pero al pensar en eso, se dio cuenta de que ya estaban entrando en el mes considerado como el primero del período estival que terminaba con la fiesta de Lughnasa, uno de los populares festivales paganos que la nueva fe había sido incapaz de abolir. Los caballos subían lenta y pesadamente y Eadulf empezó a lanzar miradas nerviosas hacia el punto de luz que centelleaba detrás de ellos hacia el oeste.

– No tardará en anochecer -observó inútilmente.

– Ya no estamos lejos -le tranquilizó Archú-. ¿Veis esa curva en el camino a la derecha? Allí tomaremos un sendero que se adentra en las montañas, siguiendo el curso de un riachuelo que atraviesa este camino.

Volvieron a quedarse en silencio al penetrar en el oscuro bosque de robles; en el sendero poco frecuentado ya sólo cabía un caballo. Uno detrás de otro, los dos caballos avanzaban con dificultad por el estrecho desfiladero, entre sólidos robles y altos tejos. Pasó una hora más. El crepúsculo descendió con rapidez.

– ¿Estáis seguro de que vamos por el buen camino? -preguntó Eadulf, no por primera vez-. Yo no veo señal de ninguna posada.

Pacientemente, el joven Archú señaló hacia delante.

– La veréis en cuanto alcancemos la próxima curva del camino -aseguró al monje sajón.

Ya había anochecido; de hecho, ya era casi oscuro y apenas podían ver la curva en el sendero bordeado de árboles. Aunque no había nubes en el cielo, los árboles también tapaban una buena parte del cielo nocturno. Tan sólo se veían algunas estrellas brillantes a través del dosel que formaban las ramas. Entre ellas, Fidelma percibió el brillante centellear de la estrella vespertina que dominaba los cielos. Llevaban una hora ascendiendo por aquel sendero, dirigiendo sus pasos precarios entre los árboles que oscurecían el camino y que los rozaban por ambos lados. No habían encontrado a nadie más desde que habían abandonado el camino principal. Incluso Fidelma empezaba a preguntarse si era prudente continuar. Tal vez fuera mejor detenerse, disponer un fuego e intentar pasar así la noche. Estaba a punto de hacer esta sugerencia cuando llegaron a la curva del camino. Enseguida se abrió un sendero más ancho ante ellos. En cuanto llegaron a la curva vieron la luz.

– Ahí está -anunció Archú con satisfacción-. Tal como dije.

A poca distancia delante de ellos, en un lado del sendero, parpadeaba una linterna en el extremo de un alto poste clavado en un trocito de faitche, o hierba, que se extendía frente a un edificio de piedra. Fidelma sabía que, de acuerdo con la legislación, todas las posadas u hostales públicos, llamados bruden, tenían que anunciarse de noche con una linterna encendida.

Hicieron detener a los caballos junto al poste. Fidelma vio el nombre grabado en caracteres latinos sobre un tablón de madera colocado bajo la linterna: «Bruden na Réaltaí», la posada de las estrellas. Fidelma miró al cielo, que el dosel de ramas ya no ocultaba, y vio una miríada de luces plateadas y centelleantes que se extendía por el firmamento. El hostal tenía un nombre apropiado.