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– ¿Perdón?

– Ahí está el meollo de la cuestión -se explicó O'Kelly, asintiendo con cortesía-. La economía China crece espectacularmente a lo largo de la costa: en Shanghai, Guangzhou, Shenzhen y la provincia de Fujian.

– ¿Y en Tianjin? -preguntó Jack Campbell.

– Y en la ciudad de Tianjin -confirmó O'Kelly-. Hay algunas poblaciones en esas zonas donde los ingresos medios son superiores a los de Estados Unidos. Pero si nos adentramos mil quinientos, mil o incluso doscientos kilómetros en el interior del país, encontramos una situación muy distinta.

– ¿No se dedican al cultivo del arroz en el interior?

– A cultivos de todo tipo. Pero los campesinos no ganan más de trescientos cincuenta dólares al año. En China el capitalismo ha creado un cisma económico como no se había conocido hasta ahora. Los problemas que tendrán los chinos a largo plazo son cómo llevar la prosperidad al país entero y, si no lo consiguen, qué harán cuando todos esos campesinos, novecientos millones en total, es decir, una de cada seis personas del planeta, demuestren su descontento. En otras palabras, ¿cómo controlará el gobierno a los pobres, cuando el poder le fue otorgado al gobierno en un principio por los propios campesinos?

– ¿Y Guang tiene la respuesta?

– Quizá. No sólo ha privatizado industrias, y estoy hablando de industrias dedicadas a artículos de primera necesidad como la sal, los productos farmacéuticos y el carbón, sino que las ha llevado al interior, a las provincias más pobres. Está llevando la tecnología moderna al campo y recompensando a la gente que trabaja duro.

– A cambio de beneficios.

– Por supuesto. A los campesinos puede pagarles mucho menos que a los trabajadores de la costa. Al mismo tiempo se está ganando su lealtad y confianza.

– ¿Qué relación tiene eso con el caso? -quiso saber David-. ¿Está sugiriendo que Guang Mingyun intentaba meterse en los negocios de las tríadas en el interior del país? ¿Que secuestraron a su hijo como aviso o a cambio de un rescate? ¿Que se desbarató el plan y se deshicieron del cadáver?

– Aún no lo sabemos. Nos hemos puesto en contacto con Pekín…

– ¿Qué…? -dijo David con aspereza.

– Déjeme decirle antes que nada que el Departamento de Estado conocía ya la desaparición de Guang Henglai. -O'kelly hizo una pausa para que David asimilara esta nueva revelación-. Hace casi un mes que desapareció el chico. Los del Departamento de Estado estábamos al tanto, incluso los turistas que han estado en China recientemente lo sabían. Ha sido noticia en la televisión y los periódicos del país. China es famosa por su habilidad para encontrar a cualquiera en cualquier lugar y en cualquier momento. Durante las últimas semanas se ha montado la mayor caza del hombre de la historia de país. Ni que decir tiene que no hallaron a Guang Henglai ni a nadie que pudiera darles información sobre su paradero.

– Entonces -dijo David-, ¿no hay pruebas de que hubiera juego sucio en territorio chino?

– No es eso, pero dadas las tensiones políticas actuales por el alboroto en el estrecho de Taiwan el año pasado y en Hong Kong este verano, el Departamento de Estado ha creído conveniente notificárselo al gobierno chino, y por tanto a Guang Mingyun, lo antes posible. No queremos que parezca que Estados Unidos está implicado en el caso.

– ¿Cómo vamos a estar implicados? -exclamó David-. Si se halló el cadáver pudriéndose en un carguero chino, ¡por amor de Dios!

– David -le advirtió Madeleine-, escuchémosle.

– Sabemos que el cadáver se halló en el Peonía -prosiguio O'Kelly- Sabemos que Guang Henglai lleva tiempo muerto, pero ¿cómo lo demostramos a los chinos? ¿Cómo les demostramos que no murió a manos de un agente de inmigración en el barco o en Terminal Island? Tal como están las cosas ahora mismo, los chinos tienen motivos para no creernos.

David meneó la cabeza con escepticismo.

– Debo suponer que los padres querrán el cadáver para enterrar a su hijo. Sus propios expertos les dirán cuánto tiempo hace que murió, y que desde luego no fue víctima de una paliza, ni de una herida de bala, ni de cualquier otra cosa que ellos puedan imaginar.

– Permítame añadir un nuevo elemento -dijo O'Kelly-. Si el forense está en lo cierto al afirmar que el chico murió antes de abandonar China, la fecha de su muerte coincidiría con la del hijo del embajador Watson.

Jack Campbell dejó escapar otro suave silbido.

– Me he perdido -dijo David.

– Watson es nuestro embajador en China -explicó O'K.elly-. Se halló el cadáver de su hijo en Pekín a principios de año. Se cerró el caso como un accidente.

– ¿Y no lo fue?

– Como cabía esperar -dijo O'Kelly meneando la cabeza-, las relaciones con China son bastante frías en estos momentos. Sin embargo, cuando nos pusimos en contacto con el Ministerio de Asuntos Exteriores, nuestros homólogos chinos nos informaron de varias cuestiones. En primer lugar, los chinos no caen que fuera un accidente.

– ¿Y existen pruebas que sustenten esa teoría?

– Debo dejar claro que lo que se está hablando aquí es estrictamente confidencial.

– Siga.

– A pesar de lo que haya podido leer en los periódicos, tenemos algunos amigos en China que nos enviaron una copia de la autopsia de Billy Watson. Creo que le interesará observar que existen varias similitudes. Tanto Watson como Guang fueron hallados en agua. Y… -O'Kelly hizo una pausa para conseguir un mayor efecto- ambos chicos tenían una sustancia extraña en los pulmones.

– ¿Qué tenemos, pues? -preguntó Madeleine-. ¿Un asesino en serie chino? -Miró a los otros-. ¿Existe tal cosa?

– Es demasiado pronto para extraer conclusiones. Se ha de seguir investigando, y es necesario que tengamos un agente propio en la investigación. Ahí es donde entra usted, Stark. Al parecer los chinos se han enterado de lo que hizo en el Peonía y están dispuestos a trabajar con usted, sea por respeto, por gratitud, o porque quieren mirarle a los ojos cuando les cuente los detalles del hallazgo del cadáver de Guang Henglai. Creemos…

– Antes de proseguir -le interrumpió David-, tengo un par de preguntas que hacer.

– Dispare.

– ¿Cómo consiguió usted acceso a mis expedientes del caso?

– No creo que eso deba preocuparle.

– Pues yo creo que sí. -David se volvió hacia el agente del FBI-Jack?

– Usted me pidió que hiciera algunas llamadas y yo las hice -le recordó jack.

– Y yo -admitió Madeleine.

– Todos estamos del mismo bando -dijo O'Kelly-. Queremos lo mismo.

– ¿En serio? ¿Y que es?

– Hallar a un asesino -contestó O'Kelly-… Pensaba que estaría usted interesado, no sólo en descubrir al asesino, sino también en conseguir que se condene de una vez por todas a las tríadas.

– Veo que está bien enterado -dijo David, molesto.

Jack Campbell esquivó su mirada. O'Kelly se encogió de hombros cuando David le observó con suspicacia.

– ¿Qué quieren que haga?

– Que vaya a China…

– No hace falta que siga -dijo David-. Jamás me dejarán entrar. He solicitado un visado varias veces y…

– Los chinos le han extendido una invitación oficial -le interrumpió O'Kelly- para que vaya a China y trabaje con sus investigadores. Tiene ya el billete de avión y un visado de entrada múltiple, que en realidad no necesita, puesto que sólo va a hacer este viaje, pero qué más da. Saldrá mañana.

– Espere un momento… -saltó Madeleine.

– No -dijo O'Kelly-, no podemos esperar.

– No creo que sepa con quién está hablando -repuso ella con aspereza.

– Sé exactamente con quién estoy hablando -replicó O'Kelly, recostándose en el asiento-. Espero que la fiscal recuerde que ha sido el gobierno quien la ha designado para el puesto. Todos en esta habitación trabajamos para el gobierno y le hemos jurado lealtad. Ha llegado el momento de que Stark salga de detrás de su mesa para actuar en beneficio de su país.

– ¿Y si digo que no? -preguntó David.

O'Kelly miro a David con algo parecido a la conmiseración. -No dirá que no. Su sentido de la justicia exige que encuentre al que mato a esos dos hombres.

Dos días más tarde, tras cruzar el meridiano de cambio horario y perder un día, David Stark se hallaba en un avión que sobrevolaba Pekín, atestado de hombres y mujeres de negocios, un grupo de baile de Tennessee que iba a actuar en la capital con su two-step,* (Baile de salón con un compás de dos por cuatro, caracterizado por pasos largos. Nota de la T) y el grupo de un museo que pretendía visitar las antiguas capitales asiáticas. El piloto acababa de hacer uno de sus anuncios periódicos. Si se disipaba la niebla, podrían dejar de volar en círculos y aterrizar. «De lo contrario -afirmaba el piloto-, bueno, no tenemos demasiado combustible. Si no aumenta la visibilidad en los próximos veinte minutos, tendremos que dar media vuelta y volver a Tokio. Pasarán la noche allí, y saldrán en cuanto sea posible.» Estas palabras fueron recibidas con gruñidos cansados. ¡otras cinco horas de vuelta a Tokio! Eso lo convertiría en un viaje de diez horas a ninguna parte.