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– Sucede cada dos por tres -dijo la mujer que se sentaba junto a David. Eran las primeras palabras que pronunciaba. Se había pasado las cinco horas de vuelo hasta allí inclinada sobre su ordenador portátil, mirando hojas de cálculo-. Llegas a Tokio, esperas allí una hora más o menos, subes a otro avión, llegas hasta aquí, y la mitad de las veces tienes que dar media vuelta.

– ¿Por qué no podemos ir a… no sé, a Shanghai o a alguna otra ciudad?

– Los chinos no permiten que líneas aéreas extranjeras realicen vuelos internos. Para ir de Shanghai a Pekín tendríamos que coger la CAAC o una de las otras líneas más pequeñas. Créame, no le gustaría. La única alternativa sería coger el tren, pero United no haría nada por nosotros, aparte de dejarnos en tierra. Tendríamos que conseguir asiento en el tren por nosotros mismos, y eso no es nada fácil. Y aunque consiguiéramos asiento, nos quedarían veinticuatro horas de viaje con gallinas y Dios sabe qué más. Es usted libre de probarlo.

– No debería ser demasiado difícil salir de Tokio mañana. ¿No podríamos simplemente coger este avión a primera hora de la mañana?

– ¡Qué va! -dijo la mujer con una carcajada-. Será mejor que se prepare para luchar a brazo partido para bajar del avión si volvemos a Tokio. Puede que tardemos días en salir de allí, porque los asientos se darán a quienes lleguen primero.

– Pero yo tengo que ir a Pekín.

– Como todos los demás. -Ella le observó de reojo-. ¿Es su primer viaje a China?

– ¿Tan evidente es? -repuso Stark con una sonrisa.

– Bueno, veamos. Ha comprobado su pasaporte unas diez veces. Ha repasado los formularios de inmigración y de aduanas otras tantas. No ha dejado de abrir y cerrar su maletín, lo que me hace suponer que también quería comprobar su contenido.

– Sería usted una buena detective.

– En realidad soy vicepresidenta de una empresa de aparatos de refrigeración. Tenemos una fábrica en las afueras de Pekín. Ahora hago este viaje una vez al mes, dos semanas aquí, y dos semanas en Los Angeles, pero cuando empecé a venir me pasaba lo mismo que a usted. ¿Tengo el dinero bien guardado? ¿He rellenado bien los formularios? No quería tener ningún problema con las autoridades, ya me entiende.

– Supongo que sí.

– No se preocupe. Los chinos son muy modernos. No son los monstruos comunistas que nos han hecho creer desde pequeños.

– ¿Y hace usted este viaje sola?

– Por supuesto.

– ¿Es seguro para una mujer viajar sola?

– Un millón de veces más seguro que si fuera a Italia -respondió ella-. Pero tomo las precauciones habituales. Tengo mi propio chófer, que utilizo desde hace tres años. Creo que he comprado su lealtad. Llevo una buena suma en metálico, pero no voy por ahí haciendo ostentación de ella. Cuando me pongo nerviosa, lo que no ocurre casi nunca, utilizo la entrada lateral del hotel. Es un truco que leí en una guía la primera vez que salí de viaje. Pero le diré una cosa, si un chino fuera lo bastante estúpido como para asaltar a un extranjero, en cinco minutos lo cogería la policía y le metería una bala en la cabeza.

La mujer cerró su archivo, bajó la tapa del ordenador portátil y dedicó toda su atención a David. Cuando el piloto anunció por fin que tenía permiso para aterrizar, Beth Madsen había explicado a David qué debía ver, dónde debía ir y qué debía comer. Cuando los ayudantes de vuelo pasaron recogiendo los auriculares y animando a los pasajeros a ocuparse de sus pertenencias, Beth se deslizó entre David y el asiento de delante para ir al lavabo. Cuando pasó junto a él, lo miró sin disimular su interés.

David notó que empezaba a sentir algo en la entrepierna. ¿En qué estaba pensando?

Mientras ella permanecía ausente, él cerró los ojos. Le rondaban por la cabeza todos los consejos recibidos, de Jack Campbell y Noel Gardner, de Rob Butler y Madeleine Prentice, de aquel capullo de O'kelly, y de su compañera de viaje. Los consejos iban desde lo sublime hasta lo ridículo, pasando por lo simplemente aterrador. Si tenía oportunidad, debía ir a la Friendship Store. (Madeleine había comprado unos souvenirs realmente fantásticos allí.) Pero desde luego evitaría el restaurante especializado en serpiente. El consejo de Rob Butler había sido muy sencillo: «No te metas en líos.» Beth Madsen le había dicho dónde podría encontrar seda y jade a buen precio. Por- supuesto, estaría ocupado, había comentado Beth, pero no debía perderse la Gran Muralla. Ella estaría encantada de acompañarle.

Jack Campbell y Noel Gardner le habían llevado a comer hamburguesas en Carl's Jr, al otro lado de la calle, frente a los juzgados. Con su seriedad habitual, Noel se había adherido a la idea de Madeleine y la posibilidad de que los dos chicos asesinados fueran víctimas de un asesino en serie.

– No sabemos dónde mataron a Watson y Guang -había señalado-, pero si encuentra usted ese lugar tendrá que determinar qué elementos dan relevancia a la escena del crimen. Piense en cuál podría ser el móvil del asesino.

David aprendió entonces que los asesinos en serie obraban impulsados por tres motivos principales: dominación, manipulación y control. Rara era la vez que el asesino en serie dirigía su ira contra el foco de su resentimiento. El (los asesinos en serie eran siempre hombres) sería sin duda encantador, con labia, incluso locuaz.

– Si se trata de un asesino en serie, no sabemos si los que tenemos son el primer y el segundo asesinados o el décimo y el undécimo -prosiguió Noel-, pero le garantizo que, si sigue con sus crímenes, cada vez será más fácil encontrar los cadáveres. Le producirá un gran placer retar a las fuerzas de la ley y el orden.

– Pero ¿hay asesinos en serie en China? -preguntó David, haciéndose eco de Madeleine.

– No lo sé -respondió Noel-, pero si encuentra algo que apunte en esa dirección, vaya a la embajada, envíenos un fax, y Jack y yo hablaremos con nuestro departamento de ciencias del comportamiento.

Toda esta conversación, con Noel tomándose en serio la posibilidad del asesino en serie y Jack guardando un silencio ominoso, había desanimado a David. Pero el último consejo de Campbell y O'Kelly tenía un tufillo a película de espías. O'Kelly empezó con una lección sobre protocolo.

– Diríjase siempre a los chinos por su nombre y título. Por un motivo, las mujeres conservan el apellido de solteras; y por otro, porque los chinos son muy formales. Así pues, diga: «Encantado de conocerle, viceministro Ding o subjefe Dong.» -O'Kelly había soltado una alegre carcajada tras esta broma, y luego había vuelto a adoptar un tono amenazador-. Recuérdelo, en China todo el mundo tiene un título. Carnicero Fong, dentista Wong, obrero Hong. Pero si no recuerda el título de una persona, utilice el señor o señora.

Rápidamente, las advertencias de O'Kelly se hicieron más serias.

– Tenga cuidado con lo que dice en su habitación del hotel. -Se suponía que todos los hoteles para extranjeros tenían micrófonos ocultos-. No diga nada importante por un teléfono que no sea seguro. No coma demasiado. -No quería que pareciera un glotón-. No beba demasiado. -Ni un alcohólico-. No se meta en timbas de juego. No juegue al mah-jongg ni haga ningún tipo de apuesta. -En otras palabras, que no pareciera un jugador-. No sea demasiado amigable. Usted no es amigo de nadie.

David preguntó a Campbell por el significado de esta última frase, y el agente tuvo que explicárselo claramente.

– Mantenga la polla dentro de los pantalones. -David supuso que en cierto modo eso entraba dentro de la categoría «no meterse en líos», y así lo dijo.

– Señor Stark, esto no es una broma -dijo O'Kelly-. Se hallará usted bajo una vigilancia constante. ¿Sabe por qué? -Al ver que David no respondía, anadió-: Es usted un objetivo potencial para ellos. Puede que intenten comprometerlo, por beber en exceso o liarse con una mujer, para hacerle chantaje y que espíe para ellos.

David se había reído al oír esto, pero ni Campbell ni O'Kelly habían perdido la expresión seria. Lo que resultaba más desconcertante, ahora que David pensaba en ello, era la falta de humor en todas aquellas conversaciones, combinada con la sensación de que O'Kelly (y, detestaba decirlo, pero también Madeleine, Jack y Noel) sabía mucho más que él. Pero siempre que David intentaba hacer una pregunta u obtener una frase tranquilizadora, sus colegas habían eludido responder, volviendo a sus recomendaciones y advertencias.