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– El Ministerio de Seguridad Pública le ha invitado oficialmente, es decir, el principal servicio de inteligencia chino -le recordó O'Kelly-. Puede que quieran que trabaje para ellos, o incluso pasárselo al Ministerio de Seguridad del Estado, que también se ocupa del espionaje y el contraespionaje en el extranjero.

– Creo que quiero quedarme en casa -dijo David sarcásticamente.

– Nosotros no -dijo O'Kelly con tono tenso.

– ¿Quiénes son nosotros?

– Esta es la primera vez que hemos sido invitados a cooperar con los chinos en una investigación en su terreno -dijo O'Kelly, haciendo caso omiso de su pregunta.

– ¿Qué quiere decir?

– Hemos tenido algunos tratos con China en el pasado. Digamos que las cosas no salieron bien. Ahora mismo la situación política es bastante difícil debido a las amenazas de sanciones comerciales. Este caso, esta invitación, es lo único que va bien entre los dos países. Sencillamente, no queremos que se nos esfume entre las manos, ni tampoco usted.

– ¿Dudan de mi lealtad?

– No estaría aquí si dudáramos. Conocemos su historial. Conocemos a su familia y a sus amigos a través de la investigación del FBI antes de que entrara en la fiscalía. No nos preocupa.

– ¿No puede venir conmigo Jack?

– No me han invitado -dijo Jack, rompiendo su silencio.

– Y tampoco nos parece apropiado mandar al legado de Hong Kong -añadió O'Kelly.

– No me gusta esto.

– Señor Stark nadie le ha pedido que le guste -dijo el hombre del Departamento de Estado-. Usted encontró un cadáver. China, por la razón que sea, tiene interés por ese cadáver. Y nosotros estamos interesados en estabilizar nuestras relaciones diplomáticas con China por el medio que sea. Usted parece ser ese medio.

En el avión, cuando Beth Madsen volvió a pasar junto a David, rozándole esta vez la mejilla izquierda con los pechos, él se preguntó si podía considerar que aquella mujer estaba en su lista de prohibiciones. ¿Podían los chinos realmente poner micrófonos en todas las habitaciones de hotel? Le parecía intimidatorio y aburrido a la vez. ¿Qué podia interesarles de la cháchara de un grupo de baile de Tennessee?

La terminal del aeropuerto estaba lejos de ser un exponente de la nueva y acaudalada sociedad que Patrick O'Kelly le había inducido a esperar. En cambio, mientras seguía a Beth por un desolado vestíbulo hasta una habitación cavernosa, vio numerosos soldados con uniformes pardos, viejas con pañuelos a la cabeza, sentadas juntas y contándose chismes, y viajeros exhaustos aferrándose a bolsas y pasaportes con nerviosismo. Una capa de polvo lo cubria todo y el aire estaba impregnado de olor a tabaco y a fideos. Pero lo que más sorprendió a David fue el frío; incluso en aquel recinto cerrado se convertía en vapor el aliento.

Se situó detrás de Beth para pasar por el control de pasaportes. El hosco agente uniformado no pronunció una sola palabra ni miro siquiera a David cuando éste le tendió el pasaporte para que se lo sellara. David aguardó con Beth a que apareciera su equipaje por la cinta y también con ella se dirigió a la Aduana, donde les indicaron que pasaran con un gesto sin abrirles el equipaje.

– Tengo aquí el coche, si necesita que le lleve -le ofreció Beth.

David echó una mirada más allá de las improvisadas barricadas de madera que separaban la zona de seguridad de la terminal

de la salida, que estaba atestada de chinos: civiles y más soldados

con gabanes verdes. No estaba seguro, tal vez fuera una anomalía acústica, pero le parecía que todos gritaban… Observó a otro pasajero que se introducía en aquel cacofónico hormiguero y al instante se veía asaltado por gente que le preguntaba si necesitaba transporte.

– Se supone que han de venir a buscarme -dijo David con cierto nerviosismo-. ¿Dónde cree que debería ir para encontrarme con alguien?

– Sígame -dijo Beth.

David cogió la maleta con una mano y el maletín con la otra y se adentró en la palpitante multitud. Notó el calor de cuerpos aplastados contra él, pero siguió adelante. ¿Taxi? «Chófer barato.» «iYo llevo a hotel!» David consiguió pasar por fin y salir a la zona despejada.

El ambiente era denso a causa del humo de carbón, los gases de los tubos de escape y la humedad que persistía de una niebla helada. A lo largo del bordillo había inmaculados coches de lujo encajados entre otros desvencijados que parecían juguetes grandes. Allí las familias que acababan de reunirse amontonaban ruidosamente familiares y pertenencias en el interior de los minúsculos coches chinos. Un par de generales, vestidos austeramente con largos abrigos de color verde oliva, se subieron con discreción a sus Mercedes, mientras un grupo de turistas americanas temían por una montaña de maletas que estaban guardando en la parte inferior de un autocar.

– Ahí está mi coche -anunció Beth, señalando un Cadillac Town Car-. Estaré en el Sheraton Gran Muralla si quiere que cenemos juntos algún día o algo parecido.

– Yo también me alojo allí.

¿Está seguro de que no quiere venir conmigo ahora? – preguntó ella, volviendo a lanzarle una de sus ávidas miradas.

– No; será mejor que espere aquí.

Beth se introducía ya en su coche, cuando David se sobresaltó al oír una voz.

– ¿El señor Stark?

David se dio la vuelta y vio a un hombre de veintitantos años, ataviado con traje verde y chaleco de punto. Los lacios cabellos le caían sobre el cuello de la camisa y sus ojos eran intensamente negros. El hombre tomó el silencio de David como una afirmación.

– Soy Peter Sun, detective del Ministerio y su chófer -dijo el hombre en inglés, con un leve acento-. Sígame, por favor.

David quiso sentarse delante, pero Peter se lo impidió, meneando la cabeza.

– No sería correcto que un huésped se sentara aquí. Siéntese atrás, por favor. Ha hecho un largo viaje. Descanse y disfrute del paseo.

Peter anunció que llevaría a David por la pintoresca carretera vieja en lugar de la nueva autopista de peaje. La carretera vieja estaba flanqueada de álamos. Sus desnudos troncos se recortaban como siluetas huesudas en el ciclo gris. Más allá de los árboles, los campos desolados se fundían con los bancos de niebla.

Se cruzaron con campesinos que llevaban sus mercancías a la ciudad. David vio una bicicleta cargada con un cerdo abierto en canal; cada mitad del cerdo estaba atada a un lado de la bicicleta, una niña pedaleaba con tranquila dignidad, aparentemente sin pensar en su sangrienta carga. Un kilómetro más tarde encontraron una carga de neumáticos usados que daban botes y se balanceaban precariamente en la parte posterior de una bicicleta con carro montada por un hombre con profundas arrugas en el rostro. Sentada sobre el manillar frente a él, iba una niña embutida en una chaqueta rosa acolchada. Peter hizo sonar la bocina ante aquel obstáculo, lo sobrepasó con un volantazo y soltó unas cuantas palabras airadas por la ventanilla. Ni la niña ni el padre reaccionaron al epíteto.

Había oscurecido ya cuando llegaron a la ciudad. Aun así, las calles estaban atestadas de gente, bicicletas y coches. Mientras Peter maniobraba el Saab por entre la multitud, lanzando gritos cuando la gente no se apartaba con la suficiente rapidez, David se asombró del aire occidental que percibía. Luces de neón anunciaban Kentucky Fried Chicken, McDonald's, Pizza Hut y Waffle King. Vistosos letreros proclamaban: “Tostadas al momento» y «Pekín te espera». Bajo la ventana de un segundo piso, una pancarta anunciaba el Estudio de los Cuerpos de Ensueño. En el interior, un grupo de mujeres daba saltos al ritmo de una música que David no pudo oír. Cuando comentó que parecía haber mucha actividad, Peter le dijo:

– Aún estamos lejos del centro de Pekín. Mañana, cuando vayamos al cuartel general del MSP, verá la Ciudad Prohibida y la plaza de Tiananmen.

Entraron en el hotel Sheraton Gran Muralla por la entrada de coches. Peter abrió la puerta para que saliera David y le anunció que volvería a las doce del día siguiente, luego se fue a toda velocidad. Un botones se hizo cargo de la maleta de David y juntos traspasaron la puerta giratoria del hotel. El vestíbulo, un atrio de seis pisos, mostraba tanta actividad como la ciudad. De camino a la recepción, David oyó hablar en inglés, alemán, español, japonés y, por supuesto, chino. Vio letreros que señalaban la dirección de restaurantes separados en los que servían comida de cuatro provincias chinas distintas.

En el ascensor, el botones enumeró la lista de instalaciones del hoteclass="underline" pistas de tenis, gimnasio, piscina cubierta, cafetería y bar con sala de fiestas. Al final de su monólogo preguntó:

– ¿A qué tipo de negocios se dedica?

– Soy abogado.