– ¿Necesita ayuda? ¿Quiere xiahai, zambullida en el mar?
– Creo que no.
– Tengo buenas guanxi, buenas conexiones. Puedo conseguirle todo lo que quiera.
Stark pensó que el botones intentaba ofrecerle una prostituta.
– No necesito nada de eso.
– Conozco gente -dijo el botones, mirándole con curiosidad-. Que quiere encontrar un buen edificio para una fábrica, mi tío puede ayudarle. Que quiere ayuda para conseguir contratos, tengo un primo que puede ayudarle. Si yo le ayudo, usted me ayuda. Podemos ser socios. Podemos zambullirnos en el mar juntos.
– No, no, nada -dijo David cuando el ascensor empezaba a detenerse.
– Paraguas. -El botones siguió parloteando mientras caminaban por el corredor-. ¿Qué le parecen los paraguas? Llueve en todas partes del mundo. Podemos montar negocio. Algo así como Paraguas Imperiales de China o Regios Paraguas de China.
David puso unos cuantos billetes en la mano del capitalista en ciernes y cerró la puerta tras él. La habitación estaba ridículamente caldeada. David cerró la calefacción e intentó abrir la ventana sin éxito. Decidió entonces encender el aire acondicionado y quedarse en ropa interior.
Aún era temprano, pero David se tumbó en la cama. Estaba agotado, pero absolutamente despierto. Era el cambio de horario. David pensó en llamar a la habitación de Beth, pero de inmediato desechó la idea. No tenía hambre, no quería beber y, definitivamente, no era un buen momento para considerar las alternativas. Su cabeza era un torbellino de pensamientos. Los acontecimientos de la semana anterior habían sacudido ciertamente su vida cotidiana.
Y él, que había intentado aferrarse a ella con todas sus fuerzas. Había seguido viviendo en la casa que antes compartiera con Jean, cuando todo lo que conseguía con ello era recordar la soledad en que se encontraba. Se había negado a salir con otras mujeres, con la idea de que aún no estaba preparado y, en contrapartida, se había sumergido en el trabajo, a sabiendas de que precisamente eso era lo que le impedía pensar en su ex mujer, pero también lo que lo había separado de ella. En realidad, se había aferrado a una idea de Jean que tenía poco que ver con ella, o incluso con él mismo.
Antes de salir de viaje hacia China (Dios, ¿cuándo había sido eso?, ¿hacía dos días?) la había llamado por teléfono. Jean había suspirado al oír su voz, pero su resignación se había convertido rápidamente en impaciencia.
– Estamos divorciados, David, no sé por qué sientes la necesidad de contarme todo lo que vas a hacer.
– Pensaba…
– David, piensas demasiado y trabajas demasiado. ¿Por qué no intentas vivir para variar?
La queja no era nueva. David tenía la impresión de que sus peleas siempre habían girado en torno al trabajo, las responsabilidades, los principios. Por supuesto, Jean tenía una perspectiva muy diferente sobre sus desavenencias. «Nuestra vida en común no puede depender únicamente de tu carrera, de que vayas a cargarte a los malos y salvar a los buenos -solía decir-. ¿Qué hay de mí, David?»
Unos años atrás, cuando él aún estaba en Phillips y MacKenzie, había seguido la pista a los bienes ocultos de un dictador depuesto. Había viajado hasta Manila, Hong Kong, Londres, Cannes y Francfort. Se había apasionado con el caso, entrevistando a cualquiera que pudiera ayudarles, llegando a visitar Washington para hablar con un grupo de senadores a través de los cuales podría conseguir ayuda del extranjero. Era estimulante sentir que podía cambiar las vidas de miles de personas a las que ni siquiera conocía.
Después de una ausencia de dos semanas, había vuelto a casa excitado por el éxito. Ahora sabía que había sido una estupidez, pero eligió aquel momento para preguntarle a Jean si deberían ampliar la familia.
– ¿Ampliar? ¿Hijos? -se había burlado ella-. No lo dirás en serio. Ni siquiera tienes tiempo para mí.
– ¿No tendrás nada en contra de mi trabajo? Es muy importante. Lo que hago…
– Es aplicar tu exceso de principios a mí y a nuestro matrimonio -dijo ella, terminando la frase por él.
– Pero estoy ayudando a todo un país.
– Sí, cierto, a expensas de nuestra relación.
– Pero tengo que hacer lo correcto.
– David -suspiró Jean-, es terriblemente difícil vivir todos los días según tu código moral. No puedo acurrucarme junto a él en la cama. No me consuela después de un duro día de trabajo.
– ¿Dudas de mis sentimientos hacia ti?
– Por supuesto no había empleado la palabra amor. Jamás la había usado con Jean.
– No soy lo primero para ti -había dicho ella, mirándole a los ojos-. ¿Es que no te das cuenta? ¿Cómo podría traer al mundo unos hijos que tampoco serían lo primero para ti?
Aquél había sido el punto de inflexión de su matrimonio. Más tarde, David intentó defender su posición como si estuviera ante un tribunal, pero no tuvo demasiado éxito. Jean era testaruda, inteligente y audaz, y merecía un marido que le diera todo su amor.
Durante aquella última llamada telefónica David hubiera querido contarle las cosas que le habían sucedido, pero ¿por dónde empezar? ¿Cuántas, además, no eran secretos de Estado? Precisamente ésa era otra de las causas de los enfados de Jean cuando estaban casados. «¿A quién crees que se lo voy a contar? ¿Al New York Times? ¿Al National Enquirer?», le preguntaba. Pero muchos de sus casos eran materia reservada, y no le estaba permitido hablar de ellos. De ese modo, se había levantado otro muro entre ellos.
Cuando David consiguió vencer la cautela de Jean y le dijo que se iba a China, se produjo un largo silencio hasta que por fin Jean volvió a hablar. «Espero que encuentres lo que andas buscando», le dijo en voz baja, y colgó.
Fuera, tras las paredes del hotel, había todo un mundo nuevo. Tal vez lo encontrara.
30 de enero, Ministerio de Seguridad Pública
David despertó bruscamente a las tres de la madrugada. Durante un rato dio vueltas en la cama, intentando volver a dormirse. A las cuatro se levantó, buscó un folleto donde se detallaran las instalaciones y horarios del hotel, y descubrió que el desayuno no se servía hasta las siete. Demasiado cansado para leer o realizar algún trabajo, encendió el televisor para ver el canal internacional de la CNN. Qué extrañas resultaban las noticias en aquella parte del mundo. Vio un reportaje sobre críquet en Inglaterra y fútbol en la India. Vio un documental sobre el sultán de Brunei, y escuchó con vago interés un reportaje sobre varios ciudadanos chinos a los que habían arrestado cuando intentaban introducir componentes para un disparador nuclear en el norte de California.
A las seis, descorrió las pesadas cortinas y observó un amanecer frío y sepulcral. Justamente por debajo de su ventana, discurría sinuoso el río Liangma. Al otro lado del río, que no parecía más que un canal, se alzaban el hotel Kempinski y los Grandes Almacenes Kempinski, de capital alemán. A la izquierda de David, al otro lado de una amplia carretera y una autopista elevada, distinguió el hotel Kunlun.
David sabía que sólo el ejercicio le despejaría la mente. Se puso un chándal y bajó a recepción para preguntar por un lugar donde pudiera correr. Cuando el recepcionista le sugirió que utilizara el aparato del gimnasio del hotel, David decidió arriesgarse a salir al exterior.
Antes de abandonar Los Angeles había buscado información meteorológica de Pekín en los periódicos. Aun así, no estaba preparado para el frío glacial con que se encontró en cuanto traspasó la puerta giratoria del hotel. Dos porteros observaron a David con asombro cuando éste les saludó con una inclinación de cabeza y salió corriendo por el sendero que bordeaba el río. El frío le hirió los pulmones y los ojos, pero cuando sus músculos empezaron a calentarse con el ejercicio y su cuerpo adoptó un ritmo cómodo, empezó a mirar en derredor. Donde acababan los jardines del hotel empezaba una serie de edificios bajos que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Aquel barrio residencial parecía antiguo, ennegrecido por el paso del tiempo, separado del mundo moderno. Asomándose a las pocas calles que se intercalaban entre los edificios, vio ropa congelada sobre palos de bambú, montones de basura, una bicicleta apoyada en una tinaja de barro. En una ocasión tropezó con la mirada de una mujer que arrojaba el contenido de un cubo por la puerta de su casa. Vio a un viejo cargando grandes cestos en un bote. Algunos los llevaba cómodamente a la espalda, pero otros le hacían inclinarse hasta tocar casi las rodillas con el rostro.
Cuanto más corría David, más gente veía. Eran los madrugadores, abrigados con gruesas chaquetas acolchadas, que pedaleaban en sus bicicletas o caminaban pesadamente hacia el trabajo o la escuela. David vio rostros curtidos por la edad y las penurias. Vio los dulces rasgos de niños que parecían salidos de los libros de cuentos, pero que caminaban, se deslizaban y reían a lo largo del sendero con sus mochilas y carteras al hombro. Los pocos adolescentes con los que se cruzó parecían a punto de morir de frío. Vestían lo que David comprendió que debía de ser su versión de la última moda. Las mujeres llevaban mallas y pañuelos de brillantes colores; los hombres llevaban tejanos y pañuelos negros; ambos sexos completaban su atuendo con chaquetas de cuero y botas del ejército.