– Otro paquete especial para usted, inspectora -dijo Fong, el patólogo, alzando la vista con una sonrisa.
Habían depositado a la víctima, un joven blanco, sobre una sábana blanca y limpia. Los trabajadores que habían llevado a cabo la espantosa tarea de sacar el cadáver del lago a golpes de escoplo habían puesto mucho cuidado y el cadáver se hallaba aún envuelto en una delgada mortaja de hielo. El cuerpo estaba con un brazo doblado en un extraño ángulo. Tenía las uñas de color púrpura y los ojos y la boca abiertos. La mortaja de hielo era blanca en el resto del cuerpo, pero en la boca, donde los dientes parecían horribles perlas negras, y en las ventanas de la nariz el hielo estaba teñido de rosa. Aparte de eso, Liu Hulan no vio signos externos de lesiones.
– ¿ Le ha dado ya la vuelta?
– ¿Cree que soy un novato? -replicó Fong-. Pues claro que le he dado la vuelta. No he visto nada, pero eso no significa que no vaya a encontrar nada cuando lo examine en el laboratorio. Aquí no puedo quitarle todo el hielo sin dañar el cuerpo, así que tendremos que esperar. Cuando se derrita podré averiguar más.
– Pero ¿usted qué cree?
– Quizá estaba borracho. Quizá salió anoche antes de la helada. Quizá tropezó y se golpeó la cabeza. No veo huellas de nada eso, pero es posible.
Liu Hulan sopesó las posibilidades antes de hablar.
– Parece muy joven. Aunque se cayera al agua, o incluso atravesara el hielo, ¿no habría tenido fuerza suficiente para salir?
– De acuerdo, inspectora, hora de clase -repuso el patólogo Fong con tono áspero. Nunca le había gustado que Hulan pusiera en duda su competencia. Se puso en pie y la miró. Era unos centímetros más bajo que ella y eso tampoco le gustaba-. Tomemos a una persona de tipo medio. Hablo de un hombre de estatura media para un extranjero, de metro setenta y cinco más o menos, que lleva ropa cotidiana. En este caso veo que sólo lleva tejanos, camisa suéter.
– ¿Y bien?
– Pues este hombre, vestido con ropa de calle y gozando de buena salud, debería resistir al menos unos cuarenta y cinco minutos en el agua que está a menos de dos grados centígrados. Algo le impidió abrirse paso hasta la orilla.
– ¿Cree que pudo ser el alcohol?
– Tal vez. También pudo ser una sobredosis.
– ¿Y suicidio?
– Se me ocurren métodos mejores -dijo Fong y sonrió al volver a acuclillarse junto al cadáver.
Liu Hulan se inclinó para examinar a la víctima más de cerca.
– ¿De qué es esa sangre en la boca? ¿Tiene que ver con que haya muerto congelado?
– No, no sé a qué se debe. Quizá se mordiera la lengua, o tal vez se rompió la nariz al caer. Se lo diré más tarde.
– ¿No le preocupa que no lleve abrigo? ¿Podría ser que lo arrastraran hasta aquí y lo echaran al agua?
– Todo lo que se refiere a este caso preocupa -respondió el patólogo- pero si está pensando en un asesinato tendrá que esperar al resultado de la autopsia.
– Una última pregunta. ¿Es él?
– Aún no he podido registrarle, pero se parece a las fotos que nos dieron. -Señaló la orilla con el mentón-. Estaba esperando a que llegase. Creo que será mejor que hable usted con ellos.
Liu Hulan siguió su mirada y vio a una pareja extranjera sentada en un banco de hierro forjado.
– Mierda.
Fong resopló.
– ¿Le sorprende?
– No. -Liu Hulan suspiró-. Pero desearía no ser yo la que tenga que decírselo.
– Por eso precisamente la ha enviado a usted el viceministro.
– Lo sé, pero no tiene por qué gustarme. -Tras una pausa, Hulan añadió-: ¿Cómo se han enterado?
– Su hijo desapareció hace más de una semana y la víctima parece tener su edad, además de ser de su raza. El viceministro la llamó a usted después de enviarles el coche a ellos.
Hulan asimiló las implicaciones políticas de esta información y apoyó una mano en el hombro de Fong.
– Me pasaré luego por el laboratorio -dijo-. Gracias. -Miró el cadáver una vez más y luego a la pareja extranjera de la orilla. Tendrían que esperar unos minutos más.
Como solía hacer en la escena de un crimen, se alejó del cadáver andando hacia atrás. Con cada paso ampliaba la visión de la escena. A pesar de la extrema dificultad de sacar el cuerpo, los trabajadores habían formado un pulcro montículo con el hielo junto al agujero excavado. Aunque antes había docenas de patinadores sobre el lago, el hielo estaba tan duro que seguía completamente liso y sólo se veían las huellas de dos patinadores. Uno había dejado profundos surcos, el otro apenas había arañado la superficie. Liu Hulan no vio huellas de lucha, ni sangre, ni ninguna otra imperfección sobre el hielo o en él.
Finalmente dio media vuelta y caminó a buen paso hacia donde aguardaban un anciano y una niña. El anciano rodeaba los hombros de la niña con un brazo protector. Todavía llevaban patines.
– Buenas tardes, tío -dijo Hulan, honrando al desconocido con aquel tratamiento cortés.
– Nosotros no hemos hecho nada -dijo el anciano.
Hulan se fijó en que temblaba y se dirigió a uno de los policías de uniforme.
– ¿Por qué tiene a este hombre aquí fuera? ¿Por qué no lo han llevado dentro y le han dado té?
– Creíamos que… -dijo el agente, azorado.
– Pues han creído mal. -Hulan volvió a mirar a la pareja que tenía ante ella y se inclinó hasta quedar a la altura de la niña-. ¿Cómo te llamas?
– Mei Mei -contestó la niña. Le castañeteaban los dientes por el frío.
– ¿Y quién es él?
– El abuelo Wing.
– Abuelo Wing -dijo Hulan, incorporándose-, ni hao ma, ¿cómo está usted?
– Nos han dicho que nos detendrían, que iríamos a la cárcel. Nos han dicho…
Liu Hulan miró al agente de policía, que bajó la vista.
– Tendrá que perdonar el celo de mis colegas. Estoy segura de que han sido muy descorteses con usted.
– Nosotros no hemos hecho nada malo -repitió el anciano.
– Por supuesto que no. Por favor, no tema. Usted cuénteme sólo lo que ha ocurrido.
Cuando el anciano terminó de hablar, Hulan dijo:
– Ha hecho usted lo que debía, abuelo Wing. Bien, ahora vuelva a casa con su nieta.
– Xie-xie, xie-xie -repitió el anciano una y otra vez, dándole las gradas. Su expresión de alivio delataba el terror que había sentido.
Luego cogió a la nieta por la manita enguantada y se alejaron los dos patinando lentamente.
Hulan se volvió hacia el policía.
– ¡Y usted vaya a donde retienen a los demás patinadores! Quiero que los suelten inmediatamente.
– Pero…
– No tienen nada que ver con el caso. Y una cosa más. Quiero que haga una autocrítica ante su superior. Cuando termine, quiero que le diga que no deseo que lo asignen a ninguno de mis casos.
– Inspectora, yo…
– Muévase.
El agente se alejó. Mientras lo contemplaba, Hulan lamentó tener que mostrarse brutal. Mao había dicho que las mujeres sostienen la mitad del cielo, pero los hombres chinos seguían ocupando los cargos más poderosos.
Hulan se dirigió a la orilla y poco a poco distinguió mejor a la pareja de blancos, ambos de cincuenta y tantos años. La mujer llevaba abrigo de visón con sombrero a juego. Estaba horriblemente pálida e incluso desde la distancia se notaba que había llorado. El hombre era realmente atractivo, como solían comentar los periódicos. Tenía la piel bronceada, pese a hallarse en pleno invierno en Pekín, y sus duras facciones evocaban las praderas y los vientos secos de su lugar natal, donde había sido ranchero y después senador.
– Buenos días, señor embajador, señora Watson. Soy la inspectora Liu Hulan -dijo en inglés, prácticamente sin acento, y estrechó la mano de ambos.
– ¿Es nuestro hijo? ¿Es Billy? -preguntó la mujer.
– Aún no lo hemos identificado, pero creo que sí.
– Quiero verlo -dijo Bill Watson.
– Por supuesto -aceptó Liu Hulan-, pero primero tengo que hacerles un par de preguntas.
– Hemos estado en la comisaría -dijo el embajador-. Les hemos dicho todo cuanto sabemos. Hace diez días que nuestro hijo desapareció y ustedes no han movido un dedo.
Liu Hulan no hizo caso de esas palabras y miró a Elizabeth Watson a los ojos.
– Señora Watson, ¿quiere que le traiga alguna cosa? ¿No preferiría esperar dentro?
La mujer se echó a llorar y el marido fue hasta el borde del lago a grandes zancadas. Hulan sostuvo las manos de Elizabeth Watson durante unos minutos mientras ella hacía un esfuerzo por volver a aparentar indiferencia.