– Gracias por tu cortesía. Pero realmente debo regresar a casa.
Habían tenido esta misma conversación durante muchos años en las raras ocasiones en que él volvía a casa temprano o ella se había demorado. Hulan sabía ya lo que vendría después.
– Tu madre se sentiría muy honrada si te quedases.
Por mucho que ella protestara y afirmara que había cenado ya, o que había tomado té, o que tenía que ir a algún sitio, su padre no descansaba hasta que cedía. Hulan prefirió no discutir y volvió a quitarse la chaqueta.
– Bien -dijo él-. Podrás ayudarme a hacer la cena.
En la cocina, la encimera brillaba bajo el resplandor de la intensa luz. El padre de Hulan se arremangó y se dispuso a pelar y trocear jengibre y ajo. Hulan lavó el arroz hasta que el agua salía clara y luego lo echó en una olla decorada con peonías de color rosa. Después lavó varios cogollos de coles chinas para quitarles la suciedad y los restos de estiércol. Finalmente, contempló a su padre mientras éste asaba trozos de cerdo en un wok humeante. Las manos de Liu se movían con rapidez. Los músculos de sus brazos se tensaron cuando levantó sin esfuerzo el wok y su aromático contenido, que vertió en un gran plato llano.
En el comedor (tan occidental con su araña, su mesa oval y sus sillas y su mueble vitrina lleno de platos Melmac), el viceministro Liu eligió los trozos más exquisitos del plato y los depositó en el cuenco de su mujer. Cuando alzó los palillos hacia la boca de Jinli, carraspeó. Fuera de la rígida etiqueta de su relación profesional, las conversaciones entre Hulan y su padre giraban siempre en torno a la obediencia y la responsabilidad. Para ser un hombre moderno, un líder del Partido con un excelente historial revolucionario, Liu demostraba una clara adhesión a las creencias de Confucio.
– Hulan -empezó-, ¿cuántas veces te he pedido que vengas a casa a vivir con nosotros?
– Viceministro, yo no considero que ésta sea nuestra casa. Ahora vivo en nuestra auténtica casa.
– Ese sitio es viejo. Estamos en una nueva era. Tu auténtica casa está junto a tus padres. -Se encogió de hombros-. Pero tú sabes que no me refiero a eso. Estoy hablando del deber que tienes hacia tu familia.
– La lealtad filial es una de las viejas costumbres.
– Eso es cierto. Mao no creía en las viejas costumbres. Tuvo muchas amantes y esposas. Cuando tenían hijos, él no vaciló en dejárselos a campesinos de las aldeas que encontraba por el camino. Pero Mao está muerto. No hace falta que te lo diga.
– No, no hace falta, viceministro.
– La familia es un santuario. En China no existe ambigüedad sobre quién es cada uno. Tu madre y yo estamos unidos por nuestros antepasados, como tú estás unida a nosotros, que somos tus mayores.
– Baba.
Esta ruptura de lo que era norma habitual hizo que su padre la mirara. Hulan respiró profundamente y volvió a intentar.
– Baba, tengo una gran deuda contigo y con mamá por criarme. Sé que jamás podré pagároslo. -El significado de sus palabras fue tan claro para el viceministro como si ella lo hubiera expresado con todas las letras: «Vosotros me enseñasteis. Me disteis ropa y alimento. En toda vuestra vida, aunque fuera varón, quizá no podría pagar la deuda del deber hacia vosotros. Pero en vuestra muerte, me encargaría de que tuvierais un entierro adecuado. Si fuera varón, me encargaría de que se quemaran ropas de papel y papel moneda para que fuerais ricos en el más allá. Y cada año, en el Festival de Primavera, haría que mi esposa y mis hijas os prepararan un pollo entero, un pato entero y un pescado entero como símbolos de unidad y prosperidad para la familia. Encenderíamos incienso para vosotros. Como hijo varón, podría chu xi, devolveros con interés el don de la vida. Pero sólo soy una hija.»
– Una hija no es una cosa tan mala -dijo su padre, deslizando una seta arrugada en la boca abierta de Jinli-. Nuestra familia ha dado nombre a sus hijas durante siglos.
– Veo a mamá cada día.
– No es lo mismo. Estás soltera. -Lo que quería decir era: «De soltera, obedece a tu padre. De casada, obedece a tu marido. De viuda, obedece a tu hijo.»
– También trabajo, viceministro.
– No necesitas ese trabajo -bufó él.
– Tú me contrataste.
– Nadie esperaba que hicieras algo más que servir el té. ¿Investigar? -Hizo una mueca-. No es correcto. Deberías hacer algo más limpio. Puedo arreglarlo.
– ¿No he cumplido con mi trabajo?
– No se trata de eso. Eres una princesa roja. No tienes por qué trabajar en absoluto.
– Soy buena en mi trabajo.
– Sí lo eres -admitió él-. Pero tu madre te necesita. Ven a casa con nosotros. Cuida de ella.
Hulan no aceptó ni siguió discutiendo. Pero mientras estaba sentada allí, comiendo los últimos granos de arroz de su cuenco, sabía que todo lo que su padre había dicho era cierto.
31 de enero. Los padres
La embajada americana estaba formada por varios edificios amplios de color beige sucio y tejados de tejas grises. En las esquinas de cada alero, una cámara de vídeo hacía su metódico barrido de un lado a otro. El complejo en sí estaba rodeado por una alta verja de hierro forjado interrumpida a intervalos regulares por pilares grises. Inmediatamente después de la verja crecían unos setos ralos y unos árboles letárgicos alzaban sus ramas hacia el cielo sombrío. A lo largo de uno de los lados del complejo, cientos de bicicletas formaban pulcras hileras.
La entrada principal estaba flanqueada por garitas. La de la izquierda servía como la primera de muchas paradas para aquellos chinos que desearan obtener un visado para entrar en Estados Unidos. Varios guardias malhumorados con uniforme verde y negros sombreros de pieles mantenían a raya a sus compatriotas. Al otro lado de la calle, frente a la embajada, la gente aguardaba que le permitieran pasar a la cola preliminar para el visado o a ser llamada para una entrevista. A su derecha, la calle giraba hacia Silk Road, donde destellos de púrpura, rojo y amarillo daban vida a los puestos al aire libre.
Hulan y David cruzaron la puerta, así como varias barreras humanas y físicas, y llegaron a una recepción donde les presentaron a Phil Firestone, secretario del embajador y su mano derecha. A pesar del traje azul de rayas y de la corbata roja de lunares, los cabellos rubios de Phil y su rostro que conservaba aún algo de su redondez infantil le daban un aire decididamente juvenil. Su sonrisa era cordial.
Mientras esperaban a que el embajador atendiera a una visita previa, Phil charlaba sobre su casa y sobre su peripecia para llegar a China.
– Mi familia también es de Montana, de modo que conocemos al embajador y a su familia desde hace tiempo. Mi madre trabajó en la campaña senatorial de Bill Watson y yo tuve la suerte de entrar a formar parte de su personal en Washington. Cuando el presidente nombró embajador al senador Watson, aproveché la oportunidad para venir a Pekín…
– Está usted casado? -preguntó David por seguir con la conversación.
– No, supongo que por eso no me importa estar desarraigado. Puedo seguir al embajador sin preocuparme por el efecto que eso causaría en una mujer o unos hijos. Sé lo difícil que puede ser esta vida para algunas familias. -Al darse cuenta de que quizá sus palabras no eran excesivamente diplomáticas delante de Hulan, Phil intentó enmendar su error-. No quiero decir con eso que Pekín no sea maravilloso. Personalmente adoro a su gente.
– No se preocupe, señor Firestone -dijo ella-. También yo he vivido en el extranjero. Sé lo difícil que es estar lejos de casa. Creo que sobre todo eché de menos la comida.
– Madre mía, lo que daría yo por una hamburguesa a veces.
– Aquí hay McDonald's.
Phil Firestone rió afablemente y luego consultó su reloj.
– El embajador debe de estar libre -dijo, y los condujo a un despacho contiguo-. Si esperan aquí, el embajador estará con ustedes enseguida -añadió, y se fue, dejándolos solos.
David estaba algo irritado, pero Hulan mantenía la apariencia de una absoluta serenidad. Su cuerpo permanecía inmóvil y contenido, pero sus ojos vagaron por la habitación, desde la bandera de Estados Unidos, que colgaba tras la mesa, hasta los sellos y placas oficiales de las paredes y el cowboy de bronce de Frederic Remington que había sobre la mesa. Sin embargo, por dentro Hulan estaba furiosa. El embajador tenía la inteligencia suficiente para saber que los chinos valoraban en mucho la puntualidad, por lo tanto, su grosería era intencionada.
– Lamento haberles hecho esperar. -La voz del embajador les llegó antes incluso de que hubiera entrado en la habitación-. He estado ocupado todo el día con los problemas que tenemos ahora mismo. -Extendió la mano-. David Stark, supongo. He oído hablar muy bien de usted.