Выбрать главу

– Sigue siendo un americano arrogante.

– ¿De modo que por eso le provocó?

Hulan sonrió por fin y lanzó una mirada furtiva a Peter, que por una vez había abandonado los epítetos pintorescos para oír mejor.

– En el MSP tenemos libertad para interrogar a los testigos a nuestra manera.

– Eso he oído -dijo David irónicamente.

– Pero yo procuro que los testigos hablen por sí solos. Somos un pueblo reticente, señor Stark. Todo el mundo en este país conoce el poder del MSP, pero algunas veces no hay presión más efectiva que la de la dominación. Yo lo llamo el poder del silencio.

– Yo también lo utilizo. Un testigo se siente obligado a llenar ese silencio. De ese modo he conseguido algunos de mis mejores resultados.

– Sí, eso también, pero yo hablo de algo más. En China, cuando te permiten pensar, cuando te conceden la libertad de hablar cuando quieras, se crea una situación en la que bajas la guardia y empiezan a fluir tus pensamientos.

– ¿Cree usted que eso no serviría con el embajador?

– Los americanos tienen toda la libertad que necesitan., quizá demasiada. Creo que el embajador usaría ese tipo de silencio para inventar una buena historia.

– Pero ¿por qué?

– No lo sé.

– Cuando miro a ese hombre, veo a un político, nada más.

– Creo que lo que pasa es que no le gusta.

– Eso es cierto. Hay algo en ese hombre que… ¿cómo lo dicen los americanos? Me da mala espina.

– Yo diría que es lo contrario -dijo David.

– Quizá. -Volviendo a mi primera pregunta, ¿es diferente?

– Actúa de la misma forma; es el mismo fanfarrón, desde luego.

– A mí no me ha parecido un hombre que acaba de perder a su hijo.

– La gente se enfrenta al dolor de muchas maneras -dijo Hulan pensativamente, y se volvió para mirar el tráfico. Peter lanzó una elocuente ristra de frases por la ventanilla.

Las oficinas centrales de China Land and Economics Corporation eran una resplandeciente torre de cristal y granito blanco. En el vestíbulo se exponía una colección fotográfica de las muchas inversiones de la corporación: presas que contenían la fuerza de ríos traicioneros, satélites que navegaban por el espacio, municiones saliendo de una cadena de montaje, miles de obreros fabricando zapatillas deportivas, saludables campesinos utilizando maquinaria moderna para aumentar la productividad agrícola, médicos prescribiendo medicinas a madres sonrientes con sus hijos. En el centro del vestíbulo, en unas vitrinas de cristal y cromo se ponían de relieve las diferentes divisiones y filiales de la corporación: la Compañía de las Diez Mil Nubes fabricaba parkas y sombreros y botas para la lluvia; la Compañía el Tiempo de Hoy fabricaba relojes chinos rojos que tenían brazos de políticos eminentes como manecillas; la Compañía Farmacéutica Roya del Panda envasaba ginseng, polvos de hierbas, flores secas y cornamenta de ciervo desmenuzada.

A David y a Hulan los acompañaron directamente al elegante despacho de Guang Mingyun. Los muebles de palo de rosa y línea moderna tenían un cálido brillo. Varios ramos de nardos y lirios rojos llenaban la habitación con su fragancia. Los cuadros de las paredes (telas de color carmesí con caracteres en negro) ponían un contrapunto espectacular y totalmente moderno a la vista que se observaba por encima de los muros rojo sangre de la Ciudad Prohibida.

– Huanying, huanying -saludó Guang Mingyun, levantándose para recibirlos-. Bienvenidos, bienvenidos -añadió, pasando a un inglés impecable.

– Qué tal está usted, señor Guang? -dijo Hulan-. Permítame presentarle al ayudante de fiscal David Stark.

– Estoy en deuda con usted por haber venido hasta aquí. Pero, siéntense, por favor, siéntense. ¿Han comido ya? ¿Les apetece té?

– Señor Guang, hemos comido ya. Y ya hemos tomado té antes de venir -dijo Hulan.

Mientras Guang Mingyun seguía debatiendo cortésmente con Hulan si bebía o no bebía té, David comprendió por qué el hombre de negocios había tenido tanto éxito. Patrick O'Kelly le había dicho que Guang tenía setenta y dos años, pero por su aspecto parecía un hombre en la flor de la edad: dinámico, en buena forma física y astuto; estrechaba la mano con firmeza. Era el primer chino que conocía David (cierto es que no había conocido a muchos) que hablaba con seguridad, que no parecía preocuparle que alguien espiara sus conversaciones. La tristeza de sus ojos marrones era el único signo de duelo.

– Tomarán té -decidió Guang Mingyun, y su secretaria salió discretamente del despacho andando hacia atrás.

– Señor Guang -dijo Hulan con las manos delicadamente posadas sobre el regazo-, lamentamos molestarle en estas circunstancias…

– Quiero darles al fiscal Stark y a usted toda la información que tenga.

– ¿Tiene la menor idea de por qué su hijo se hallaba en el Peonía de China?

Jamás había oído hablar de ese barco, y estoy seguro de que mi hijo tampoco. Es algo que me tiene absolutamente perplejo y me es imposible explicarlo.

– ¿Es usted consciente, señor Guang, de que la muerte de su hijo puede estar relacionada con la del hijo del embajador?

– Lo soy, pero también me tiene perplejo. ¿Cómo es posible que tanto a Billy como a mi hijo les ocurriera algo tan terrible?

– Conocía usted a Billy Watson? -preguntó David con incredulidad.

– Por supuesto que conocía a Billy Watson. Era el mejor amigo de mi hijo. Siempre estaban juntos.

– Hábleme de ellos -pidió Hulan, sin sorprenderse-. ¿Cómo se conocieron? ¿Qué hacían juntos?

Guang Mingyun bajó la voz al describir la relación de los dos chicos. Se habían conocido durante el primer verano de Watson como embajador en China. Guang Mingyun había celebrado una fiesta en su casa a la que había asistido toda la familia Watson. Poco después, los dos chicos eran amigos y pronto Billy se convirtió en visitante asiduo en la casa de Pekín de los Guang y en su villa de recreo en la playa de Beidaihe.

La conversación se interrumpió cuando entró la secretaria de Guang Mingyun para servir el té en tazas de cerámica de Cantón, exquisitamente decoradas a mano con escenas femeninas entre pagodas, y disponer los cuencos de semillas de melón, cacahuetes y ciruelas saladas. Guang Mingyun reanudó su relato en cuanto salió la secretaria. Dos años atrás, tras graduarse en la Escuela Secundaria 4 (donde se educaban los hijos de las familias principales de Pekín), Henglai había solicitado el ingreso en la Universidad del Sur de California y había sido aceptado. Guand Mingyun había permitido a su hijo que se fuera a estudiar a Los Angeles únicamente porque Billy Watson también estudiaría allí. Un año después, cuando Henglai decidió que no quería seguir estudiando y que quería volver a Pekín, su padre se alegró sobremanera. Nuestro hijo era lo más importante para mi mujer y para mí. Nunca nos gustó que estuviera lejos de casa.

– Cuando volvió, ¿qué hizo? ¿Trabajó con usted?

– A mi hijo no le interesan los negocios, pero es joven -respondió Guang Mingyun, pasándose al presente sin darse cuenta-. Tiene su propio apartamento. Tiene sus amigos. Aún es un muchacho. Todo es diferente hoy en día, no es como en la época en la que crecimos usted y yo, inspectora. Estos chicos no saben lo que es luchar. No entienden lo que es trabajar duro. Así que, me digo a mí mismo, si quiere divertirse con sus amigos, sobre todo con Billy, ¿qué mal le puede hacer? En la actualidad, debería alentarse la relación entre los dos países. Todos nos beneficiaremos de amistades como ésas, y mientras tanto, mi hijo crecerá.

– ¿Existe posibilidad de que su hijo intentara huir a América? -preguntó Hulan-. ¿Quería emigrar?

– No, aquí tenía todo lo que podía desear.

– Algunos jóvenes quieren irse de China.

– Inspectora Liu, si lo que intenta es que diga algo en contra de nuestro país, no lo conseguirá. Mi hijo tenía todas las oportunidades del mundo en China. Además, podía ir y venir de América siempre que quisiera.

– ¿Quiere decir que seguía visitando Estados Unidos?

– Desde luego. -Guang Mingyun se levantó, se dirigió a su mesa y la abrió-. Aquí tengo el pasaporte de mi hijo. Como puede usted ver, no tenía problema alguno para obtener los visados. Eso era porque siempre volvía a casa.

Hulan cogió el pasaporte, pero no lo abrió.

– ¿Puedo quedármelo?

– Por supuesto.

– Hábleme de sus amigos -pidió Hulan después de meterse el pasaporte en el bolso.

– ¿Qué voy a contarle? Usted ya sabe quiénes son. Y ya sabe dónde encontrarlos.

– Señor Guang, gracias por su ayuda. -Hulan se levantó para marcharse.

– Perdóneme -dijo David-, pero yo tengo algunas preguntas. ¿Qué negocios tiene usted en Estados Unidos?