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– ¿Tenía alguno de ustedes negocios con él? -Dado que no respondía nadie, Hulan preguntó-: ¿Saben en qué estaban metidos?

– No -respondió la señora Yee.

– Hulan me ha dicho que a menudo viene por aquí gente de las tríadas -comentó David-. ¿Los conocían los chicos?

– Todo el mundo viene aquí alguna vez: el presidente, la hija de Deng, el embajador americano, su jefe -dijo Nixon, señalando a Hulan-, incluso el gran Guang Mingyun. Pero ¿las tríadas? ¿Quién sabe? Todos los que estamos aquí somos personas honradas. ¿Cómo podemos saber lo que ocurre tras las puertas cerradas?

– Todo lo que dice Nixon es cierto -añadió la señora Yee-. Pero yo vi a Billy y a Henglai con Cao Hua muchas veces. Los otros emitieron murmullos de asentimiento.

– No le conozco -dijo Hulan.

– No es uno de los nuestros -continuó la mujer-. Tiene nuestra edad, pero hace dos años era el dueño de un puesto en Silk Road y ahora es millonario.

– ¿Cómo hizo fortuna?

– Yo sé qué hace usted. Usted sabe qué hago yo -dijo Nixon Chen-Así ha sido siempre China. Pero hoy en día las cosas han cambiado, y Cao Hua era muy bueno guardando secretos.

– Tienen que saber algo -insistió Hulan.

– ¿Es la amiga quien lo pregunta o el ministerio?

– La amiga.

– Cao Hua hace negocios para la familia Guang -respondió la señora Yee al fin-. De qué tipo, no lo sé, pero viaja mucho.

A Estados Unidos, a Corea, a Japón. Es muy arrogante, muy rico. Ya conoce el tipo.

– ¿Está aquí hoy?

– ¿Cao Hua? Seguramente está fuera.

– En Suiza, ¡gastándose el dinero! -concluyó otro.

Todos se echaron a reír.

– ¿Dónde tiene su oficina?

Los amigos de Hulan volvieron a reír.

– ¡Cao Hua no tiene oficina! -explicó Nixon Chen entre risotadas-. Se mueve por aquí y por allá. No hay quien le sujete al suelo.

– Debe de vivir en alguna parte -insistió Hulan-. Puedo averiguarlo o pueden decírmelo.

– En la Capital Mansion, en el mismo edificio que Guang Henglai.

10

Más tarde, apartamento de Cao Hua

En el coche, David sacó a colación un tema del que estaba seguro que podía hablar tranquilamente delante de Peter.

– ¿Liu Hulan, mártir revolucionaria? -dijo-. ¿Por qué no me comentó nunca que le habían puesto su nombre?

– No fue más que algo romántico que hicieron mis padres -dijo Hulan con la misma indiferencia que había mostrado en el restaurante-. No tiene mucho que ver con quien realmente soy.

Hulan pareció contentarse con dejarlo ahí, pero Peter se metió rápidamente en la conversación.

– La inspectora Liu es muy modesta -dijo-. Todos conocemos la historia de la auténtica Liu Hulan y mucha gente trata de emularla. También yo, como muchos, he memorizado sus consignas.

– ¿Quién era?

– Sólo una muchacha que tuvo la desgracia de morir joven -dijo Hulan.

– ¡Era mucho más que eso! Debería relatar sus hazañas al fiscal Stark.

– ¿Y bien? -preguntó David, dado que Hulan no decía nada-. ¿Qué hizo?

– Nació hace más de sesenta años en la aldea de Yunchounhsi en la provincia de Shansi -respondió Peter una vez más-. La familia de Liu Hulan era muy pobre. Derramaban sangre, sudor y lágrimas en la tierra que labraban. Hulan trabajaba en los campos bajo un sol abrasador como una hoguera. Cuando su hermanita se cansaba, Hulan la enviaba a casa para protegerla del calor y seguía trabajando sola. -Peter hizo una pausa antes de añadir-: Mis padres solían contarle esta historia a mi hermana mayor, pero aun así ella era mala conmigo.

Peter explicó que Hulan hilaba algodón para hacerse sus propias ropas y ayudaba a su madre en las tareas domésticas cuando los demás se iban a dormir en las tardes calurosas.

– Un día -prosiguió-, mientras Hulan recogía hierbas silvestres con otros niños de la aldea, el hijo del terrateniente intentó ahuyentarlos. Ella hizo frente a aquel matón. Le dijo: «Los terratenientes se alimentan de arroz, harina, pescado y carne, pero a nosotros no se nos permite recoger hierbas silvestres para comer. ¡Bueno, pues lo haremos!» Sólo era una niña, pero no tenía miedo.

Una comitiva nupcial al estilo tradicional, compuesta por varias carretillas de mano y bicicletas cargadas con el ajuar de la novia, se cruzó por delante del coche. Mientras Peter esperaba a que pasara, sus ojos se encontraron con los de David por el espejo retrovisor.

– Cuando vinieron los japoneses, Liu Hulan espió a los traidores de la aldea. Aprendió que era «mejor morir que convertirse en esclavo». Cuando llegó el Kuomintang, se usó esa misma consigna.

Cuando la comitiva acabó de pasar, Peter giró a la izquierda para entrar en una amplia zona de aparcamiento y se apresuró a acabar la historia al acercarse a la entrada de la Capital Mansion.

– Un día un soldado comunista fue a la aldea a curarse de sus heridas. Hulan ayudó a ocultarlo. Dijo a los demás niños: «Ha luchado y derramado su sangre en bien del pueblo. Ahora nosotros tenemos que cuidarlo y darle tantos huevos como podamos para que vuelva al frente.» Una cosa condujo a la otra y los dos se enamoraron. Corría el año 1945 y ella tenía trece años.

Hulan ordenó a Peter que esperara en el coche, luego ella y David entraron en el rascacielos. Al principio, el ascensor estaba lleno, pero a partir del quinto piso, David y Hulan se quedaron solos. David se acercó a ella, apoyó las manos en la pared a ambos lados de su cabeza y se inclinó sobre ella. Hulan no podía escapar, pero no lo hubiera intentado aunque pudiera. Sus miradas se encontraron.

– Bueno -dijo ella con desenfado-, al parecer Billy Watson y Guang Henglai tenían secretos para sus padres.

– Ummm -fue la respuesta de David. Cogió un mechón de cabellos de Hulan que le caía sobre la frente y se lo apartó con delicadeza-. No quiero hablar de ellos. Cuéntame más cosas de Liu Hulan.

Consciente de que no podría eludir el tema por más tiempo, Hulan dijo:

– Hay un refrán que dice: «El revolucionario marcha contra la tormenta.» Eso fue lo que hizo Hulan. Fue a un curso de entrenamiento para mujeres, y luego volvió a su aldea y enseñó a las mujeres a economizar en su vida cotidiana. Las organizó para confeccionar zapatos y recoger cuerda para el Ejército Popular. Aunque Hulan era muy joven, sabía ya que todo aquello no bastaba. Lo importante para asestar un golpe definitivo al enemigo era proteger la revolución a toda costa, luchar hasta el final.

La voz de ella se convirtió en un susurro cuando David trazó el contorno de su pómulo con un dedo.

– El ejército del Koumintang, cuando éramos niños nosotros los llamábamos los bandidos del Kuomintang, estaba cada vez más cerca de la aldea, hasta que por fin invadieron Yunchounhsi. Los soldados exigieron que todos los aldeanos se concentraran en la plaza. Hulan quiso ocultarse con una parturienta, pero luego comprendió que si la descubrían los matarían a todos. Hulan dijo: «Si debo morir, iré al sacrificio yo sola», y salió a la plaza.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Por un momento, David permaneció inmóvil, luego se apartó.

– Después de ti -dijo con una sonrisa. Salieron al caluroso pasillo y las puertas del ascensor se cerraron. Hulan echó a andar, pero David la retuvo-. Acaba la historia.

– Ya te he dicho que no tiene importancia -dijo ella con impaciencia.

– Dame ese gusto -pidió él-. Cuéntame quién eres.

Hulan aspiró profundamente y luego siguió recitando de memoria.

– El oficial del Kuomintang dijo a los aldeanos que si la persona que simpatizaba con los comunistas no se daba a conocer, muchos de ellos morirían. Hulan entregó a su madre su anillo, un pañuelo y una lata de ungüento, y luego, con la cabeza muy alta, los ojos claros y el espíritu inquebrantable, se acercó a los soldados. Uno de ellos le preguntó: «¿No lamentas morir cuando tienes tan sólo quince años de edad?» Ella respondió: «Por qué habría de tener miedo? No voy a rendirme ante la muerte. Jamás someteré mi mente. He vivido quince años. Si me matáis, dentro de otros quince años habré renacido y seré tan vieja como ahora.» Se acercó valientemente a la hoz y le cortaron la cabeza. Aún no había pasado un mes cuando el ejército de la Octava Marcha recuperó el control del municipio de Wenshui. Cuatro años más tarde, los asesinos fueron detenidos y castigados. Mao Zedong alabó a Liu Hulan: «¡Una gran vida! ¡Una muerte gloriosa!» La nombraron miembro de pleno derecho del Partido Comunista a título póstumo.