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Hulan miró en derredor. Los otros estaban en la sala de estar con el cadáver.

– Hay mucha inestabilidad en el gobierno -dijo en voz baja-. La gente prefiere tener su dinero en lugar seguro.

– Pero ¿cómo sabemos que este dinero procede de China? Podría tratarse de dinero americano.

– Si es así, ¿de dónde sale ese dinero?

– Esa es la cuestión -dijo él, cogiéndola por el codo-. Ven y mira esto. -La condujo hasta la puerta de la sala de estar. Un par de investigadores buscaban huellas dactilares. El patólogo Fong estaba inclinado sobre el cadáver-. ¿En qué se diferencia este asesinato de los otros?

Hulan miró los intestinos del suelo y el arco rojo de la pared.

– ¿Es sangriento? -aventuró.

– Es más que sangriento. Es ostentoso.

– Aún no sabemos qué mató a Billy y a Henglai -le advirtió ella-. Por lo que sabemos, también sus asesinatos fueron ostentosos.

David consideró esa posibilidad.

– Si., los dientes ennegrecidos, los órganos deshechos. Pero ninguno de nuestros patólogos pudo determinar la causa de la muerte de esos chicos. ¿Existe algún veneno en el que tu gente no haya pensado? Hablo de algo esotérico, algo exclusivamente chino, algo ostentoso.

– Existe la medicina tradicional china de hierbas -dijo ella dubitativamente-, pero es medicina.

– Las medicinas pueden ser tóxicas si no se utilizan correctamente.

– David, puede que tengas razón -dijo Hulan tras reflexionar unos instantes. Lo cogió del brazo-. Vamos. Tenemos que ir a ver a una persona.

Hulan dio varias órdenes a los otros investigadores, dijo unas palabras al patólogo Fong, llamó a Peter y luego echó una última mirada a la escena del crimen para memorizar los detalles. En el ascensor, dijo a Peter que iban al Instituto de Medicina Herbaria China de Pekín.

– Mis padres tienen una gran fe en la medicina tradicional china -explicó a David-. Mi padre dice que el doctor Du es el séptimo mejor médico en medicina herbaria china de todo el país.

Como la mayoría de los edificios más antiguos de China, el instituto de seis plantas no tenía calefacción. Los suelos estaban barridos, pero no los habían fregado quizá nunca. Hacía mucho tiempo que habían pintado las paredes y tenían huellas de dedos, manchas de líquidos y quién sabía qué más. El edificio era de hormigón armado y David, que era del sur de California, pensó con temor en la posibilidad de un terremoto. Aquél era justamente el tipo de estructura que se desmoronaba sobre sí misma con sólo que hubiera un terremoto de seis grados en la escala Richter.

No había letreros ni indicación alguna. Ambos caminaron por un pasillo sin ver a nadie. Giraron hacia otro pasillo en el que todas las puertas estaban cerradas. Por fin Hulan asomó la cabeza en un par de habitaciones de pacientes para preguntar por el doctor Du. En aquel momento, él vio la diferencia entre el concepto de convalecencia chino y el americano. En el instituto las habitaciones estaban amuebladas con sencillas camas de armazón metálica. Las sábanas parecían limpias, pero viejas y gastadas por el uso. Las colchas, de colores desvaídos y zonas remendadas, parecían haberse usado durante décadas. En todas las habitaciones los parientes se apiñaban en torno a la cama del enfermo, charlando, riendo y comiendo de cuencos humeantes llenos de fideos o arroz con verduras. Tanto visitantes como pacientes llevaban jerséis o chaquetas acolchadas para protegerse de la baja temperatura del hospital.

Por fin encontraron a una enfermera que les informó de que el médico se hallaba en su despacho del último piso. El ascensor no funcionaba, por lo que subieron a pie los seis pisos. En el último estaban los consultorios, y en cada uno de ellos había un médico sentado tras una mesa. Algunos parecían tomarle el pulso a un paciente, otros estaban simplemente sentados, mano sobre mano esperando a sus clientes. Llegaron al despacho del doctor Du, cuyas paredes estaban cubiertas de diagramas del cuerpo humano en los que se habían trazado las líneas de acupuntura. Las cortinas de las ventanas estaban rotas y descoloridas.

El doctor Du, un hombrecillo rechoncho, se levantó para saludarlos. Unas grandes patillas que le llegaban casi hasta la mandíbula hacían su rostro aún más redondo. Bajo los ojos tenía sendas bolsas en forma de media luna. Cuando Hulan se presentó, Du sonrió cordialmente y preguntó por su madre. Luego, por cortesía hacia David, pasó al inglés.

– He estado muchas veces en Estados Unidos -dijo-, para visitar a colegas de medicina china y disertar en sus universidades.

También he estado en Disneylandia y en el monte Rushmore. ¿Ha estado usted en esos lugares?

Al oír que David no había visitado el monte Rushmore, el doctor Du sacó unas cuantas fotos. Mientras David las miraba, Hulan explicó el motivo de su visita. Cuando terminó, Du se dirigió a David.

– Está usted en lo cierto. Muchas de nuestras hierbas y minerales son muy peligrosos si se toman en exceso. El cinabrio, por ejemplo. Sabes que tranquiliza el corazón y calma el espíritu. Piensas, me tomaré un poco más. Entonces enfermas gravemente, o mueres, porque el cinabrio contiene mercurio. ¿Conoce el ginseng? Se puede comprar en cualquier parte, incluso en un drugstore americano, ¿no? Piensas, eso ayudará a aumentar mi longevidad. Esto me hará más hombre. Te lo llevas a casa, lo calientas con un poco de agua y bebes mucho. Al día siguiente tienes la nariz ensangrentada. La vida se te escapa en lugar de aumentar.

– Si quisiera matar a alguien muy rápidamente -preguntó Hulan-, ¿qué usaría usted?

El viejo médico dio una palmada al comprender que la visita se debía a un asunto del MSP.

– ¡Ustedes quieren que les ayude! ¡Esto me gusta! Tenemos que tomarnos un té y lo pensaré. -Gritó hacia el pasillo y entró una mujer joven que sirvió té en vasos de agua y salió de la habitación de espaldas.

Du inquirió sobre las características físicas generales de las víctimas.

– Ambos eran hombres de veintipocos años.

– Muy jóvenes para morir, ¿no? -comentó el doctor Du, meneando la cabeza-: ¿Buscaron rejalgar en sus laboratorios? ¿Conocen esa palabra? Nosotros lo llamamos Amarillo Macho. El principio activo es el arsénico.

– Estoy segura de que lo comprobaron.

– Pueden decirme en qué estado se hallaban los cadáveres? Mientras Hulan le hacía un resumen clínico, el doctor se levantó para pasearse por la habitación. De repente se detuvo.

– ¡Lo sé! Tenemos un escarabajo en China que es muy vene noso. Nuestro escarabajo es negro con rayas amarillas. En Occidente también lo tienen. Nosotros lo llamamos ban mao. Ustedes lo llaman cantárida.

– ¿El afrodisíaco? -preguntó David.

– Podría servir para eso, o para hongos en la piel, dolores musculares, o quizá frito con arroz como tratamiento para el cáncer. Pero sólo con treinta miligramos -el doctor Du se señaló la punta del meñique para demostrar lo pequeña que era esa dosis-, ya estás muerto.

– ¿Síntomas?

– Exactamente los que acababan de decirme. Hemorragia estomacal, los riñones y el hígado se deshacen. Muy doloroso. ¡Deseas morir! ¿Y deja rastros el ban mao? El cuerpo te llega en un espantoso caos. Sólo un médico muy bueno, quizá tan sólo diez médicos en todo el mundo comprenderían lo que están viendo.

– ¿Y usted lo sabría por el daño causado a los órganos?

– No, no, no. -El doctor agitó el dedo de un lado a otro y una pequeña sonrisa asomó a las comisuras de su boca-. Lo sabría porque los dientes y las uñas se volverían negros.

– Igual que los de Billy y los de Henglai -dijo David.

El rostro redondo del doctor Du se ensanchó en una amplia sonrisa y una vez más dio una palmada de deleite.

La siguiente parada de Hulan y David fue el Ministerio de Seguridad Pública, donde visitaron al jefe de sección Zai. Pese a su título, el despacho de Zai era tan sencillo y poco agradable como el de Hulan. Zai escuchó con expresión grave mientras ella describía el hallazgo del cadáver de Cao, el descubrimiento subsiguiente de sus libretas bancarias y su pasaporte y la reciente visita al doctor Du. De vez en cuando Zai desviaba su atención hacia David para observar sus reacciones. A Hulan le habían advertido que no dejara que el narizotas viera cosas desagradables. Un cadáver con las tripas esparcidas por el suelo infringía claramente esa orden.

– Hemos seguido la información que se nos ha proporcionado -explicó Hulan. Relató las entrevistas con el embajador Watson y Guang Mingyun. Cuando mencionó que este último y su padre habían estado en el mismo campo de prisioneros de la provincia de Sichuan, Zai no pareció especialmente interesado.

– Sí, su padre y Guang Mingyun estuvieron juntos en Pitao. A mí también me enviaron allí, ¿sabe? Por supuesto, para entonces ellos ya se habían ido.