Universidades privadas como la USC cobraban grandes sumas de dinero como matrícula, y aceptaban donativos de familias ricas e influyentes como los Watson. También se concedían becas. No obstante, Billy Watson había decidido abandonar la universidad voluntariamente. En una carta del 14 de agosto comunicaba a la dirección que no regresaría en septiembre y solicitaba que se le devolviera el importe de la matrícula mediante cheque a su nombre. De eso hacía dos años.
– Bien, ¿qué hacía entonces? -preguntó David cuando volvieron al coche-. ¿Dónde vivía?
– Me extraña que sus padres no supieran lo que ocurría. El embajador Watson dijo que enviaba un cheque para pagar la matrícula cada año. Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo es posible que no supiera que su hijo no estaba en la universidad?
– No lo sé, Hulan. Hace un año más o menos, hubo un caso que ocupó las portadas de todos los periódicos. Durante cuatro años, unos padres de Fort Lauderdale pagaron la matrícula de su hijo en la Universidad de Michigan y le enviaron dinero para gastos. El les escribía cada mes, comentando las asignaturas que estudiaba, las notas que obtenía y dando detalles de sus planes de futuro. Entonces llegó el día de la graduación. Los padres fueron a Michigan para asistir a la ceremonia. El nombre de su hijo no estaba en el programa. Después lo buscaron entre la multitud, sin resultado. Fueron a la secretaría de la universidad y descubrieron que hacía tres años que su hijo no estudiaba allí. Tampoco vivía donde les había dicho que vivía. De hecho, el chico no aparecía por ninguna parte. No recuerdo qué ocurrió después, si al chico le había pasado algo o si era todo un montaje de él mismo para embaucar a sus padres.
– ¿Crees que eso le pasó a Watson? -preguntó Hulan con tono dubitativo.
– Empiezo a creer que todo es posible.
David condujo mientras Hulan aprendía a utilizar el teléfono del coche. La inspectora llamó a información para pedir el número de la oficina del sheriff de Butte, Montana, lo marcó y apretó el botón del altavoz. Por supuesto, el sheriff Waters conocía a la familia Watson. De hecho, conocía a Big Bill desde el instituto y había trabajado en todas sus campañas. Cuando Hulan preguntó por Billy, se produjo una pausa al otro lado del hilo telefónico.
– Claro que conocíamos a Billy -dijo el sheriff al fin con cautela.
– ¿Sabe que ha muerto?
– Sí, y es una tragedia. Bill y Elizabeth deben de estar pasándolo muy mal.
– Escuche, sheriff -dijo David al tiempo que tomaba la autopista de Hollywood-, intentamos reunir la mayor cantidad de información posible sobre Billy. Si llegamos a comprenderle, quizá podramos descubrir quién pudo asesinarlo…
– Ya, ya, incluso un agente de la ley de un pueblo perdido como yo ha estado en el laboratorio de ciencias de la conducta que el FBI tiene en Quántico.
– Así pues, ¿puede ayudarnos?
Por un momento, David pensó que la comunicación se había cortado, pero la voz del sheriff Waters volvió a sonar con tono cansado.
– Tiene usted que comprender que los Watson son buena gente. No merecían tener un hijo como Billy. Era problemático de nacimiento, y supongo que también murió así.
– Háblenos de él.
– ¿Cómo un tipo como yo va a meterse con un pobre e inocente niño? Eso era lo que yo solía pensar cuando los Watson traían a Billy a las reuniones infantiles y él hacía alguna burrada como volcar la mesa de los helados o hacer caer a la pequeña Amy Scott en la fuente. La gente de por aquí solía decir que Billy no era más que un niño mimado; yo solía decir que se le pasaría cuando creciera. Pero, ese chico llegó al instituto y no dejó de meterse en líos. Nada peligroso, nada por lo que pudiera encerrarle, sólo travesuras estúpidas, tentando siempre los límites hasta los que podía llegar.
– ¿Qué clase de travesuras?
– Ah, demonios, pues conducir a toda velocidad con un paquete de cervezas en el asiento delantero del coche el día del baile del instituto; disparar a un alce el día antes de que se levantara la veda para la temporada de caza; una vez, y hay que reconocer que el chico tenía ingenio, llenó la parte de atrás de su furgoneta de neumáticos viejos, se fue al centro de la ciudad en medio de la noche y, no sé cómo, consiguió meter los neumáticos en el mástil de la bandera. Tardamos días en conseguir sacar los malditos neumáticos de allí. Mire, con esos disparates volvía locos a sus padres, y a mí también, si quiere que le sea sincero.
– ¿Cuándo lo vio por última vez? -preguntó Hulan, siguiendo una corazonada.
– Creo que en otoño. Le gustaba venir aquí con aquel amigo suyo de ojos oblicuos. Se metían en el rancho para hacer lo que sea que les guste hacer a esos mocosos de los demonios hoy en día. A mí me parece que se pasaban la vida de fiesta en fiesta.
– ¿Quiénes asistían a esas fiestas? -preguntó David.
– Pues no lo sé. Chicas guapas y vaqueros. Demonios, no se qué hacían tanto tiempo con aquellos vaqueros. Cualquiera diría que Billy les pagaba por estar allí.
Silverlake es uno de los barrios más antiguos de Los Ángeles. El lago que le da nombre se encuentra rodeado de pequeñas colinas entre Echo Park y Burbank, cerca del centro de la ciudad. Las angostas calles zigzaguean colina arriba por entre casas de estilo español colonial y otras más nuevas y grandes de alta tecnología. La mayoría de los residentes son los primeros compradores que se establecieron y criaron sus familias allí, Muchos de ellos son chinos, ya que Silverlake fue uno de los primeros barrios del sur de California, aparte de Chinatown, que flexibilizó los requisitos de residencia tras la Segunda Guerra Mundial. Aquel enclave resultaba atractivo para la sensibilidad china por su feng shui: agua y viento; el viento susurraba entre los bambúes, los bol y los caquis que plantaron allí para recordar su país natal, y el agua del lago resplandecía bajo sus ventanales.
Cuando David aparcó el coche, Hulan repasó sus compras de la mañana y sacó una lata de galletas danesas.
– No sería cortés que no lleváramos un regalo -comentó.
Bajaron un corto tramo de escaleras y llamaron con el pesado aldabón de hierro forjado a la puerta de entrepaños cubierta de manchas oscuras. Esperaron. David volvió a llamar con el al aldabón. Esperaron un poco más.
Por fin se abrió la puerta. Un anciano diminuto apareció ante ellos. Hulan se presentó y le ofreció la caja de galletas. El hombre volvió a la sala de estar muy despacio, arrastrando los pies, y les indicó que se sentaran en el canapé. Preguntó si querían té y al recibir una respuesta afirmativa, gruñó una orden en chino a alguien que estaba en la cocina. Daba lástima contemplar sus movimientos cuando se sentó en una silla de madera entre crujidos.
Mientras el señor Guang se sentaba, ambos tuvieron tiempo para observar la casa, que no había sido modernizada. Seguramente la sala de estar se había decorado por primera y última vez cuando los Guang entraron a vivir en ella. El tapizado del bajo canapé era de un tejido práctico, pero feo, que a duras penas había resistido el paso de cincuenta años. La chimenea estaba hecha con los azulejos de colores apagados que tanto se habían utilizado en los años veinte, pero aquélla era la única concesión interior a la arquitectura original de la casa. Aquí y allá se veían antiguallas chinas (nada de valor, sólo viejas). En el suelo, frente al ventanal, había varios cestos de azaleas en flor y un tiesto con un arbusto de fortunelas envuelto en una cinta roja; eran los preparativos para la celebración del Año Nuevo chino en la familia Guang. Sobre la repisa de la chimenea, en el lugar de honor, había unas fotografías de graduación de los que Hulan supuso que eran los nueve hijos de Sammy Guang, si es que los había contado bien.
– ¿Quieren hablar de Número Cuatro? -preguntó el anciano, entrecerrando los ojos. Su acento era uno de los más cerrados que había oído David en su vida.
– ¿Guang Mingyun es su cuarto hermano? -preguntó Hulan.
– Número Cuatro está en China. Yo soy Número Uno. Dos hermanos muertos muchos años; uno en América, uno en China. Un hermano más, Número Cinco, vive ahí cerca. -Sammy alzó una mano deformada por la artritis para señalar al otro lado del lago-. ¿Quiere hablar también con Número Cinco?
– Sí, su hermano de China también nos dio su nombre.
– ¿Quiere que yo lo llamo, le digo venir aquí?
– Si no es mucha molestia.
Sammy se levantó lentamente de la silla y fue arrastrando los pies hasta el viejo teléfono, que era de los que todavía tenían disco para marcar. Sammy estudió los números intentando distinguirlos. Tuvo que realizar tres tentativas para conseguir comunicarse con su hermano. Después colgó y miró en derredor.
– Anciana -dijo en chino alzando la voz-, trae el té. ¡Tardas años! -Luego volvió hacia su silla arrastrando los pies al tiempo que aparecía una mujer con el rostro arrugado como una pasa, que traía una bandeja con tetera, tazas y un platillo de semillas de melón. Caminó encorvada con paso inseguro desde la cocina hasta donde se hallaban David y Hulan, sin decir una sola palabra.