Poco a poco los viajeros pasaron el control de pasaportes y entraron en la zona de equipajes. Los pasajeros de primera clase parecían increíblemente frescos tras una noche completa de sueño. El resto parecía no haber dormido en un año. Melba se acercó para susurrar que Hu Qichen, una de las personas que aparecía tres veces en la lista, había llegado en aquel vuelo. Se lo señaló discretamente a David y luego se lo notificó a los demás. David se mantuvo a una distancia prudencial de Hu Qichen, que vestía traje gris de poliéster y chaleco azul marino de punto. Tenía el rostro redondo y una negra mata de pelo. Al igual que la mayoría de los demás viajeros, Hu Qichen llevaba una bolsa de mano, un abrigo y una bolsa de plástico con regalos.
David escudriñó la multitud buscando a Hulan. La divisó al otro lado de la cinta transportadora cerca de un chino que sujetaba dos bolsas de plástico entre los pies. Hulan pasó junto a él, volvió, se inclinó y le dijo algo.
De repente los acontecimientos se precipitaron. El chino miró rápidamente a uno y otro lado. Al ver que uno de los agentes uniformados daba unos cuantos pasos hacia él, se marchó de repente, tropezando casi con sus propias bolsas, y se lanzó por entre los demás pasajeros.
– ¡Deténganlo! -gritó Hulan.
Algunos pasajeros se agacharon instintivamente, otros despejaron el camino. David vio que dos agentes aferraban a Hu Qichen. El otro chino corría de vuelta hacia el control de pasaportes. David echó a correr tras él.
El chino derribó a una mujer que vestía un traje pantalón amarillo y se hallaba junto a una de las cabinas de inmigración. David saltó por encima de la mujer tendida en el suelo y gritó:
– ¡Consigan ayuda, por lo que más quieran! -Pero todos parecían demasiado aturdidos para moverse.
El fugitivo corrió por un pasillo y subió un tramo de escaleras. Cuando parecía que David iba a darle alcance, llegó a una doble puerta, la abrió de un empujón y desapareció. David la traspasó a su vez y de repente se encontró en una pista del aeropuerto bajo el vientre de un 747. El ruido de los motores era ensordecedor.
Se detuvo un momento para orientarse, buscando desesperadamente al fugitivo o a los guardias de seguridad. Vio un camión de combustible alejándose y varios mozos arrojando maletas una cinta transportadora que conducía al gigantesco avión. Tapándose los oídos con las manos, David dio unos cuantos pasos. Uno de los mozos lo vio y empezó a dar gritos, pero David no oyó una sola palabra. Se dirigió apresuradamente hacia unas puertas que había más allá del avión. El chino corría junto a la pista, de un ala a otra de la terminal. David echó a correr. Por fin alcanzó al hombre y, al ponerle las manos encima, ambos perdieron el equilibrio y cayeron. Por un momento, permanecieron inmóviles, jadeando, intentando recobrar el aliento. Luego el hombre empezó a debatirse. David no había golpeado jamás a nadie y no quería empezar, de modo que intentó sujetarle los brazos.
David oyó una voz que decía: «¡No deje que escape!» Luego otra voz chilló en mandarín. El hombre se quedó inmóvil bajo el cuerpo de David, que lo soltó lentamente, se echó hacia atrás y se levantó con rodillas temblorosas.
– No está mal, Stark -dijo Jack. El agente del FBI apuntó al chino con su pistola, al igual que otros tres hombres uniformados-. Inspectora Liu, hágame el favor de decirle a este tipo que se levante muy despacio, ponga las manos en la cabeza y no intente ningún otro truco.
Hulan bramó las órdenes. Tan pronto el chino se puso en pie, uno de los agentes le agarró las manos y lo esposó.
Los dos pasajeros chinos fueron introducidos en salas de interrogatorio separadas. Se envió a unos inspectores en busca de sus pertenencias. Melba se apresuró a transmitir las hojas impresas por el ordenador en las que se reflejaban los datos que habían dado los dos hombres al pasar por inmigración. Ambos afirmaban vivir en Pekín. Hu Qichen había declarado que tenía dos mil dólares en su poder, mientras que Wang Yujen, el hombre que había intentado la huida a la desesperada, sólo llevaba cincuenta. Ambos habían afirmado que se hallaban en Los Angeles en viaje de placer y que regresarían a su país natal al cabo de tres días. Y ambos habían afirmado que se alojarían en casa de parientes en lugar de un hotel.
En una sala, Jack Campbell, Peter y un par de funcionarios hacían lo posible por interrogar a Hu Qichen, cuyas respuestas eran circunspectas. Se hallaba en la ciudad para visitar a unos familiares. (Pero no quiso dar un nombre ni una dirección.) Llevaba unos cuantos regalos, todos dentro de los límites legales. (Pero no quiso decir para quién eran.) Cuando le preguntaron por sus frecuentes y cortos viajes a Los Angeles, alzó el mentón con gesto evasivo. De modo que así es como se encogen de hombros los chinos, pensó Campbell.
Lo que a Hu Qichen le faltó en respuestas, quedó más que compensado por su arrogancia.
– Adelante -dijo-. Registren mi equipaje. No encontrarán nada. Pero si me detienen, les prometo que presentaré una queja formal en mi embajada.
Dos agentes de aduanas registraron efectivamente su equipaje y no hallaron nada más que ropa, unos cuantos souvenirs, una olla para cocer arroz y un termo. Esta acción dio pie a que Hu Qichen vociferara nuevas quejas. El investigador Sun le cerró la boca con un fuerte puñetazo en la mandíbula, lo que provocó consternación entre los agentes de la ley americanos.
En la otra sala habían pedido un botiquín de emergencia. David se había rasgado la piel de las manos con el asfalto de las pistas y Hulan le ponía mercuriocromo en las heridas. La inspectora vendó luego las rodillas y los codos a Wang Yujen, que parecía aturdido y desorientado.
– Quizá sufra una conmoción -dijo David.
– Me importa muy poco -repuso Hulan con frialdad-. Tiene que responder a unas preguntas. -Volvió su atención hacia el hombre y le habló en madarín. Estaba infringiendo todos los códigos personales que valoraba, pero, al igual que David en China, se sentía fuera de sí-. ¿Para quién trabajas? ¿Conoces a Guang Henglai? ¿Conoces a Billy Watson? ¿Eres miembro del Ave Fénix? ¿Cómo pensabas quedarte tres días en Los Angeles con tan sólo cincuenta dólares? ¿Con quién tenías que encontrarte? Si es verdad que tienes familia aquí, como le has dicho al inspector, ¿quiénes son? ¿Dónde viven?!Responde a mis preguntas! -gritó al ver que Wang Yujen no contestaba.
Wang Yujen temblaba convulsivamente.
– Hulan, no puedo permitir que hagas esto -dijo David.
– iEntonces sal de aquí!
– Sabes que ni puedo ni voy a hacer eso.
Jack Campbell asomó la cabeza por la puerta.
– ¿Va todo bien por aquí? -preguntó. Ella le lanzó una mirada asesina, pero Campbell prosiguió-. Ahí al lado ya hemos sacado todo lo que podíamos. ¿Podemos entrar y registrar el equipaje de Wang?
Jack y los otros inspectores entraron en la habitación. Abrieron la maleta y encontraron un par de camisas blancas dobladas, un traje, ropa interior y artículos de aseo. Luego los inspectoresa se dedicaron a las bolsas plástico que Wang había abandonado en su huida. Encontraron una botella de whisky y un carton de Marlboro comprados en la tienda duty-free de Tokio, media, docena de abanicos de madera de sándalo, una olla para hervir arroz y un termo.
– Un momento -dijo Jack al ver esos dos últimos objetos-. El otro tipo también tenía esto.
– Por aquí pasan a menudo -dijo Melba-. A los chinos les gusta traerlos como regalo para sus familiares de aquí.
– Este hombre no tiene parientes aquí -dijo Hulan.
– El dice que sí -la corrigió Melba, mirando la hoja impresa de ordenador.
– Miente.
– Miren, señoras, no discutamos. En vez de eso, pensemos en estos dos objetos. -Jack cogió la caja que contenía la olla para arroz, la sopesó y le dio una leve sacudida. Luego sacó la olla de la caja. No parecía tener nada extraordinario, tan sólo un cilindro de metal interior, una tapa transparente, y un exterior de plástico decorado con flores-. No veo nada extraño en esto. Veamos el termo. -También el termo parecía normal.
Mientras Jack inspeccionaba los objetos, David contemplaba a Wang Yujen. Los temblores del hombre aumentaron y empezó a sudarle el labio superior. Cuando Jack sacudió la olla, dejó escapar un débil gemido.
Sin apartar los ojos del chino, David cogió de nuevo la olla. Levantó la tapa, sacó el enchufe, sacudió el aparato. Examinó detenidamente cómo estaba hecho y luego preguntó:
– ¿Tiene alguien un destornillador?
Un par de minutos después, desatornilló el aparato. El cilindro interior quedó suelto y David lo sacó. Sujetos a los lados en el espacio vacío entre la parte exterior y el cilindro había pequeños frascos de cristal.