Intentaron trabajar con calma y en silencio delante del inmigrante chino, pero todos estaban muy excitados y tenían una opinión sobre lo que Zhao debía o no debía decir, sobre las preguntas que debía o no hacer, y sobre cómo debía responder a las que le hicieran a él.
– Dígales que hemos arrestado a Hu Qichen -dijo David-. A usted le interrogamos, pero no abrimos su olla para arroz ni su termo. Cuando por fin le liberamos, no había nadie esperándole. No sabía qué hacer. Esperó en la terminal.
– Finalmente vio a un compatriota -siguió Hulan-. Se acerco a él y le dijo que se había perdido. Ese hombre fue muy amable. Le dijo que…
– Que cogiera un autobús, y eso hizo. -David pareció confundido-. El dinero. ¿Cómo consigue dinero?
– Wang Yujen llevaba encima unos cincuenta dólares, los cambió en el aeropuerto y luego cogió el autobús.
– Llamaré a la estación de autobuses para preguntar qué auto-buses hay desde el aeropuerto hasta Chinatown -se ofreció Gardner.
– No, espere -dijo David-. Quizá debería ir a Monterey Park. Sabemos que el Ave Fénix tiene negocios en ambos lugares. Pero, ¿dónde acabará Zhao? ¿En casa de alguien? ¿En un cuartel general? No sabemos dónde están esos lugares, pero apuesto a que esos tipos no viven en Chinatown. Seguramente viven en alguna colina sobre Monterey Park aprovechándose del feng shui.
Cuando Gardner fue a hacer la llamada sugerida, David volvió a tomar el hilo de la historia.
– Va a Monterey Park y empieza a hacer preguntas… -David pareció de nuevo desconcertado-. Y luego, y luego… Y luego estará solo.
– Diga que tiene un paquete para Spencer Lee o Yingyee Lee -sugirió Hulan-. Hágase el tonto.
– Y cuando llegue a donde sea, intente decirnos dónde está si puede -pidió Jack Campbell-. Nosotros le estaremos escuchando. Usted no podrá oírnos, pero le prometo que no le dejaremos solo. Si nos necesita, grite. Llegaremos inmediatamente.
– Y una cosa más -dijo Hulan-. Pregunte por Guang Mingyun.
Por primera vez, un estremecimiento sacudió al inmigrante. Sin pronunciar palabra, negó con la cabeza, pero Hulan se mantuvo firme.
– Pregunte cómo está involucrado Guang Mingyun, cuánto dinero hace con este comercio y a quién usa en China para sacar los productos del país.
El colega del MSP había empezado a captar lo que ella sugería. Peter discutió con Hulan en chino, pero ella le cortó en inglés con vehemente resolución.
– Yo me hago responsable. -Luego puso la mano amablemente sobre el hombro huesudo de Zhao-. Pregunte por Guang Mingyun si cree que puede hacerlo.
Viajaron juntos en una furgoneta de vigilancia proporcionada por el FBI. Durante el largo recorrido por la ciudad, Zhao empezó a asimilar la gravedad de su situación. Cuando lo dejaron en un cruce a dos paradas de autobús del centro de Monterey Park, el inmigrante estaba pálido y abatido. Dio unos cuantos pasos, luego se volvió y sonrió valientemente. Noel Gardner le gritó una vez más:
– ¡Estaremos con usted todo el tiempo! ¡No se preocupe!
El plan se desarrolló con asombrosa precisión. Zhao había sido la elección perfecta, puesto que no tenía que fingir ignorancia de la ciudad en la que se hallaba. Caminó por las calles de Monterey Park, que eran muy diferentes de las dos manzanas que le habían permitido ver en el transcurso de sus entregas. Reconoció los caracteres chinos de los letreros de las tiendas, pero el resto, los grandes restaurantes, los coches de lujo y las mujeres enjoyadas, todo era nuevo para él.
Estaba perdido y lo parecía. Varias mujeres se acercaron a él, tomándolo por un vagabundo, para ofrecerle unas monedas. Una matrona le preguntó el nombre. Al oír el de Wang Yujen, ella le sugirió que fuera a la casa de la asociación de la familia Wang. Le indicó cómo llegar, le puso un billete de un dólar en la mano, y luego siguió caminando con paso vivo, lanzándole unas palabras finales para tranquilizarle:
– Ellos le ayudarán.
Zhao no fue a la casa de la asociación de la familia donde un inmigrante podía encontrar ayuda y donde los chinos del clan Wang nacidos en Estados Unidos podían hallar compañerismo e intereses comunes. Se dirigió en cambio hacia un local de juegos recreativos, donde la transmisión de su micrófono se perdió en medio del ruido de las batallas simuladas, las carreras de coches y los chillidos de deleite, rabia, ánimo y triunfo de los jugadores. Pero, de nuevo de vuelta en la calle, Zhao parecía saber exactamente adónde debía ir. Alguien en el salón de juegos debía de haberle dado información.
Entró en un 7-Eleven y preguntó por Spencer Lee o Yingyee Lee. Al principio el dependiente negó conocerlos, pero cuando Zhao insistió, alzando la voz con frustración para explicar que tenía que hacer una entrega a uno de los Lee, que lo habían detenido en el aeropuerto, que había ido hasta Monterey Park completamente solo, extranjero y completamente nuevo en la ciudad, el dependiente cedió.
– Espere aquí -dijo-. Haré una llamada.
Cuando volvió, dijo a Zhao que esperara fuera. Alguien pasaría a recogerlo enseguida.
Desde su privilegiado punto de observación en la furgoneta, David y Hulan vieron a Zhao esperando con inquietud en la esquina. Cambiaba el pie de apoyo continuamente, daba unos pasos en una dirección y volvía. Luego, en un aparente esfuerzo por tranquilizarse, se puso en cuclillas, dejando la pequeña maleta y las bolsas al lado. De aquella guisa, podría haberse hallado en cualquier esquina de cualquier ciudad china.
Un Mercedes negro con los cristales de las ventanillas ahumados aparcó frente a él. El conductor bajó su ventanilla y preguntó: -Eres Wang Yujen?
Zhao asintió con énfasis.
– Tiene que hablar -dijo David dentro de la furgoneta con un gemido-. La cinta no recogerá sus movimientos de cabeza.
Zhao abrió la puerta de atrás del coche, metió sus pertenencias en el interior y, sin echar una sola mirada a la furgoneta, se metió delante junto al conductor.
– Hueles como si no te hubieras duchado en mil años.
– Lo siento, lo siento mucho.
Manteniéndose a una distancia prudencial, Jack Campbell siguió al Mercedes por el distrito comercial hasta llegar a una zona residencial. El Mercedes subió por una carretera sinuosa. Las casas empezaron a hacerse más grandes, pasando de las casas con terreno de los años cincuenta a las ostentosas mansiones demasiado grandes para el terreno que ocupaban.
– ¿Hay chinos viviendo en estas villas? -preguntó Peter. Cuando le dijeron que sí, meneó la cabeza con incredulidad. Lo que en Pekín se llamaba villa no era nada comparado con el tamaño de aquellas monstruosidades de estilo español colonial.
El Mercedes redujo la marcha, aguardó a que las dos verjas electrónicas (con el carácter chino para la felicidad en hierro forjado) se abrieran, y luego entró. El conductor no se molestó en volver a cerrarlas. Cuando se bajó del coche, David reconoció a Spencer Lee. Aquella noche vestía elegantemente: camisa de seda, pantalones crema y zapatillas de deporte.
– Date prisa -ordenó.
Zhao sacó sus cosas del coche y siguió a Spencer Lee por las escaleras de mármol para entrar en la casa. A través del micrófono, se oía a Zhao proferir exclamaciones a cuenta del vestíbulo y la sala de estar.
– Silencio -le espetó Lee-. Demasiado ruido. Siéntate y cuéntame por qué estás aquí.
Los minutos siguientes fueron los más duros para el equipo que escuchaba a Zhao desde la furgoneta, a través de la traducción de Hulan, y la historia de sus desaventuras a manos de la ley. A David le sonaba como un chapucero servil. Zhao no era más que un pobre campesino. No comprendía nada de lo ocurrido. Tenía miedo cuando el diablo extranjero fue hacia él y se lo llevó. Pensaba que iban a ejecutarlo. En otras palabras, David creía que Zhao sonaba creíble, pero Spencer Lee no era tan fácil de contentar.
– Cogen a Hu Qichen. A ti te meten en otra habitación. Muy bien. Lo comprendo. Pero ¿por qué estás aquí? ¿Por qué no veo a Hu Qichen?
La reacción de Zhao sorprendió a David.
Que se joda mi madre! Alguien dice, ve a América, vuelves a casa, ganas un poco de yuan. Yo pienso, quizá gano bastante para comprar un coche. Quizá pueda ser chófer para extranjeros. Pero le diré lo que ocurre. Vengo a América. El policía me mira la boca. Me mete los dedos en el culo. Yo pienso, lo próximo que hace este hombre es meterme una bala en la cabeza. Mis hijos se quedarán sin padre. Mi mujer se casará con Zhou, el de los fideos. Hace muchos años que tiene los ojos puestos en ella. Pienso, quizá no quiero comprar un coche. Quizá quiero seguir vivo. Mejor ser un hombre pobre en China que un muerto en este horrible lugar. ¡Que se joda su madre!