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A las tríadas, claro está, les movía el dinero. Un barco de las dimensiones del Peonía de China podía transportar cuatrocientas personas con relativa comodidad. Para aquel viaje, habían llenado el barco con quinientos pasajeros. Cada uno de ellos tendría un contrato de una media de veinte mil dólares por llegar a Estados Unidos. Algunos, como Zhao, seguramente habían acordado pagar hasta treinta mil dólares por el privilegio de un sitio en cubierta, al aire libre. Los viajeros menos afortunados habrían acordado entre diez y doce mil dólares por apiñarse en las bodegas. En total, los ingresos brutos ascenderían a unos diez millones de dólares.

El problema para el gobierno norteamericano era la insignificancia de aquella captura. El Servicio de Inmigración y el Departamento de Estado calculaban que, por cada chino que entraba en el país legalmente, otros tres llegaban de manera ilegal. Un mínimo de cien mil chinos cruzaban la frontera cada año ilegalmente por todos los medios imaginables, desde aeroplanos a pesqueros y cargueros como aquél.

Mientras David hacía estas reflexiones, advirtió que algo no cuadraba en la situación del Peonía de China. ¿Por qué el Ave Fénix había dejado escapar, a la deriva más bien, diez millones de dólares?

Se hallaba a medio camino de vuelta hacia el helicóptero cuando se encontró con Gardner. El rostro del joven mostraba un horrible tinte verdoso.

– Lo sé -dijo David-. La tripulación se ha ido. ¿Se lo ha dicho a Campbell?

– Si, se lo he dicho. Ahora está hablando por radio.

– Tengo que hablar con él. Es preciso que saquemos a toda esta gente del barco.

Los hombres y mujeres apiñados en torno al helicóptero abrieron un pasillo cuando se acercaron los dos hombres blancos. Campbell y el piloto estaban dentro del helicóptero con las puertas cerradas y los auriculares puestos, turnándose para hablar a gritos por la radio y garabatear notas. De vez en cuando se miraban el uno al otro y hacían muecas. Por fin Campbell se quitó los auriculares con enojo y abrió la puerta.

– Malas noticias. La tempestad se está echando encima más deprisa de lo que esperaba el servicio meteorológico. No podemos despegar. El servicio de guardacostas no llegará hasta mañana por la mañana. ¡Se vuelven al puerto! Y yo no sé qué opinarán otros, pero dudo mucho que este cascarón aguante toda la noche.

Esta última noticia hizo que Gardner se precipitara hacia la barandilla y vomitara por la borda. Campbell buscó en el helicóptero y tendió a David un par de biodraminas.

– Tendrá que tomárselas en seco. No creo que quiera beber agua del barco, si es que la hay.

David cogió las tabletas y las tragó.

– Gardner estará fuera de combate un buen rato -prosiguió Campbell-, así que Jim, usted y yo tendremos que hacernos cargo de la situación. -Una amplia sonrisa llenó de arrugas el negro rostro de Campbell. Sostuvo en alto el papel con sus notas-. Aquí tengo las instrucciones para mantener esta bañera a flote. Veamos si funcionan.

A las seis de la tarde había anochecido y empezaba a llover. David y Jack Campbell habían encontrado a unas cuantas personas, además de Zhao, que tenían nociones de inglés. Se les reclutó como intérpretes.

– Tenemos que encontrar a alguien que sepa algo sobre barcos -les dijo Campbell-. Cualquiera, un marino, un pescador. Encuéntrenlos.

Milagrosamente, encontraron a un electricista y a un mecánico. Estos dos hombres, Wei y Lau, bajaron a la sala de máquinas para intentar ponerlas en marcha. Su informe fue inequívoco: había demasiada agua en las sentinas y las bombas estaban estropeadas.

Por primera vez, David bajó a las bodegas, donde la situación era aún peor que en cubierta. El aire era denso, húmedo y sofocante, hasta el punto de escocerle los ojos. En las vastas bodegas, David halló a docenas de personas debilitadas por los mareos, la falta de agua fresca y las raciones escasas. Algunos hombres habían vomitado o defecado sin moverse del sitio. Las mujeres estaban demasiado débiles para ponerse en pie, y menos aún para salir a cubierta y descubrir por qué se había armado tanto revuelo. Unos cuantos deliraban; otros parecían sumidos en un profundo sueño. A estas condiciones infrahumanas se sumaba el miedo que impregnaba aquel lugar malsano. Aquellas personas sabían que estaban acabadas; su sueño de encontrar una nueva vida en Estados Unidos se había esfumado.

Una vez más David tuvo la sensación de que allí había algo más. Aquellos inmigrantes, los que estaban sanos por lo menos, parecían más asustados que otros a los que había visto detener y deportar en ocasiones anteriores. Tal vez temieran al Ave Fénix, organización que tenía fama de aplicar castigos brutales. Pero tampoco eso tenía sentido, porque los mismos que iban a sacar provecho de aquella valiosa carga la habían abandonado. Tal vez los inmigrantes temían sencillamente que el barco se fuera a pique. David hizo una mueca; él mismo estaba aterrorizado. Todos tendrían que arrimar el hombro si querían mantenerse a flote durante la noche. Mientras se movía por los intestinos de la nave, vio que algunos de los hombres más fuertes se habían atado trapos alrededor de la cabeza para taparse nariz y boca y habían formado una hilera desde la primera cubierta hasta la parte más baja del barco. Se pasaban cubos de mano en mano, lentamente, con dificultad, para achicar el agua de la sentina y arrojarla por la borda. No sabiendo qué otra cosa hacer, David ocupó un sitio en la hilera.

Cuando el mar se embraveció, algunos hombres se marearon y vomitaron, pero ninguno abandonó la fila. Su único alivio llegaba cuando se alternaban los sitios cada veinte minutos más o menos. Los que se hallaban en lo más profundo del barco se trasladaban a veinte pasos más cerca del aire fresco, y los que se hallaban en cubierta pasaban a la sentina, donde el nivel del agua (en la que espumeaba el aceite y Dios sabía qué más) no parecía bajar ni un ápice. No hablaba nadie. Los hombres trabajaban con aire lúgubre y rostros contraídos por la determinación.

A menudo oían los motores obstruidos, que se ponían en marcha un momento y luego volvían a callar. Los hombres no hacían sino aumentar el ritmo de sus esfuerzos. Al cabo de cinco horas habían vaciado una sentina.

Los hombres mostraron a David dónde se hallaban las otras sentinas, dado que él se sentía perdido en aquella inmensidad. El aire era fétido, impregnado del olor de vapores de petróleo, excrementos humanos y lo que David supuso ratas muertas. Los rincones estaban sumidos en la oscuridad. Las escaleras de hierro no parecían llevar a ninguna parte. Los corredores terminaban de manera abrupta. David caminaba con un grupo de cinco o seis hombres, recorría la mitad de un corredor, luego el grupo estallaba en una gran algarabía. Los hombres se gritaban unos a otros con voces ásperas y gesticulaban impidiéndole el paso. Finalmente, Zhao pronunciaba unas cuantas palabras en inglés:

– Éste no es el camino. Vamos por otro.

Y todos daban media vuelta y volvían por donde habían llegado. David tenía la impresión de que caminaban en círculos, y sin embargo hallaron cinco sentinas más en las que el agua les llegaba hasta la cintura.

Hacia la medianoche, cuando la tempestad zarandeaba ya al Peonía, los motores tosieron y volvieron a la vida. A lo largo y ancho del barco se lanzaron vítores de alegría, pero ésta no duró demasiado, pues aún quedaba mucho por hacer. Al cabo de unos minutos se pusieron en marcha las bombas con un rítmico zumbido. David abandonó a los hombres con quienes había estado trabajando y fue en busca de Campbell, al que halló en la sala de máquinas. El agente del FBI estaba sudoroso y sucio de grasa, pero no había disminuido su energía ni su buen humor.

– Menuda pinta lleva, qué asco -dijo Campbell, y se echó a reír.

David se miró la ropa por primera vez. En algún momento de la noche se había quitado la chaqueta y la había dejado en alguna parte. Tenía la camisa llena de manchas y se le había roto la costura de una manga. Los pantalones, empapados de agua de la sentina, se le pegaban a las piernas. David sonrió, pero aquel instante de relajación se disipó rápidamente.

– Bien, ésta es la situación -dijo Campbell-. Tenemos los motores en marcha…

– Eso lo sé.

– Tenemos las bombas en marcha. ¿Funcionan? ¿Lo sabe?

– Sí, y desde luego hacen más deprisa el trabajo que unos cuantos hombres con cubos.

– Wei me ha dicho que si mantenemos la proa a favor del oleaje y sellamos todos los compartimientos, saldremos de ésta.

David miró a Wei. Era un hombre bajo, de un metro sesenta quizá, flaco y desdentado.