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El se ducho, se afeitó y se puso un traje. Salieron temprano para que ella pudiera ir a su hotel a cambiarse. Desde el Biltmore se dirigieron al Tribunal Federal y estacionaron el coche en el aparcamiento destinado a los ayudantes de la fiscalía. David le rodeo los hombros con el brazo para entrar en el edificio. En el duodécimo piso, Lorraine les abrió la puerta. Encontraron a Jack Campbell, a Peter Sun y a docenas de otros agentes especiales del FBI esperándoles en la puerta del despacho de David. Jack tenía un aspecto terrible. Llevaba las ropas arrugadas, iba sin afeitar, con los ojos hinchados y enrojecidos y una resaca espantosa. Apestaba como si hubiera sudado todo lo que había bebido la noche anterior, una corrosiva mezcla de whisky, cerveza y café.

David y Hulan fueron presentados a los demás agentes. Los había blancos, negros, jóvenes, viejos; pero en general parecían idénticos en sus trajes, corbatas, camisas almidonadas, pistolas al sobaco y la rabia impotente que expresaban a voces.

– iSilencio! -pidio David por fin-. Tenemos una vista preliminar dentro de media hora para la fianza de Spencer Lee. Y se lo digo claramente, ese hombre saldrá de aquí tranquilamente a menos que puedan darme algo, alguna prueba determinante que lo relacione con la muerte de Noel.

– Y la del senor Zhao -añadio Hulan, pero el inmigrante estaba muy lejos de los pensamientos de los agentes allí congregados.

Repasaron las escasas pruebas circunstanciales de que disponían.

– Creo que tenemos que enfrentarnos a los hechos -dijo David finalmente-. Lee estará en la calle dentro de dos horas, lo que significa que disponen de ese tiempo para establecer la debida vigilancia. Puede que no cometiera los crímenes, pero es la clave para resolverlos y no quiero perderlo de vista ni un minuto.

Llegado este punto, Madeleine Prentice llamo a David, Hulan y Peter a su despacho. Rob Butler se hallaba también allí.

– Bien -dijo Madeleine-. Quiero que todo el mundo vea esto.

– Encendió el televisor con el mando a distancia, paso de un canal a otro deteniéndose en los noticiarios de la mañana.

En una cadena el alcalde honorario de Chinatown tranquilizaba a la población asegurándoles que seguía siendo un lugar seguro. En otra, el cónsul general de China en Los Angeles atacaba con virulencia a las fuerzas de la ley, a la ciudad, al Estado, la nación y al presidente por la muerte de un compatriota chino, y por poner en peligro la vida de dos agentes del Ministerio de Seguridad Pública que habían sido invitados por Estados Unidos. En una de las cadenas, Patrick O'Kelly opinaba con tono meloso que aquellas muertes no estaban relacionadas con la venta de componentes de disparador nuclear de la semana anterior. Y, por supuesto, se pasaron imágenes de la noche del crimen en la escena del mismo: bolsas con los cadáveres; agentes embutidos en cazadoras con las siglas FBI impresas en amarillo eléctrico en la espalda; Hulan y David al abandonar el restaurante, negándose hacer comentarios, metiéndose en el coche para alejarse; Jack Campbell, con el rostro enrojecido y los ojos hinchados, tapando furiosamente con la mano la lente de una cámara.

– Tenemos varios problemas a la vez -dijo Madeleine, apagando el televisor-. David, creo que debes presentarte ante el juez dentro de unos minutos. Volveremos a eso enseguida. Me estoy ocupando de Washington lo mejor que puedo, pero debo decir te que me has colocado en una difícil situación. Y alguien tendrá que hablar con la prensa. Tenemos que dejar oír nuestra voz, controlar los daños en la medida de lo posible. ¿David?

– ¿No podemos quitarnos de encima a la prensa?

– ¿Estás loco? Perdona, pero no cortan en pedazos a un agente del FBI para cocinarlo todos los días, y está el pequeño asunto del ilegal. ¿Cómo se llamaba?

– Zhao.

– Eso, Zhao. ¿En qué estabas pensando? ¿Cómo se te ocurra, usar a alguien como él? Al menos, deberías haberme consultado. ¡Joder! ¿Es que no ves las noticias? Tenemos una crisis internacional en marcha y no vas y envías a un chino ilegal a una misión clandestina.

– En ese momento me pareció una buena idea… -se justificó David.

– Bueno, pues tu buena idea se ha convertido en un incidente internacional. Washington se sube por las paredes por la muerte del agente especial Gardner. El alcalde de Chinatown amenaza con poner una demanda; con qué base, no sabría decirlo, pero ha estado muy ocupado en las últimas horas. 0 sale en todos los noticieros de la mañana, como ya has visto, o me llama por teléfono para gritar y protestar sobre el perjuicio causado a su comunidad. -David fue a decir algo, pero ella alzó una mano para impedírselo-. No he terminado. Teniendo en cuenta todo lo dicho, he pedido ayuda al consulado. -Apretó el botón del intercomunicador de su mesa y su secretaria introdujo a dos chinos en el despacho. Tras hacer las presentaciones, Madeleine prosiguió.

– Nosotros fuimos los que patrocinamos este fiasco y personalmente lamento mucho lo ocurrido. El señor Chen y el señor Leung han tenido la amabilidad de venir a esta reunión. Les preocupa la seguridad de la inspectora Liu y del investigador Sun y creen que deberían volver a su país inmediatamente.

– Necesitamos todavía a la inspectora Liu para que nos asesore sobre el caso -dijo David, dispuesto a impedir la marcha de Hulan.

– Estoy de acuerdo -dijo Peter. David y Hulan lo miraron con sorpresa-. La necesitan aquí.

– Pekín quiere que vuelva -dijo Chen.

– Volverá cuando se haya cerrado el caso -replicó Peter.

– Ambos regresarán hoy mismo -ordenó Chen.

– Perdone -dijo Hulan tras carraspear-, pero ¿no se me permite opinar?

– Hemos recibido ordenes…

– Ustedes han recibido órdenes, yo no. Y hasta que el jefe de sección Zai o el viceministro Liu me las comuniquen personalmente, el investigador Sun yo nos quedaremos aquí para cumplir con nuestra obligación.

Los dos hombres del consulado discutieron con Hulan en chino, pero ella se mantuvo en sus trece. Entonces ellos se levantaron, inclinaron la cabeza brevemente ante Madeleine y se fueron. La fiscal dejó escapar un suspiro.

– ¿Qué hay de la prensa? -preguntó.

– Tengo que presentarme ante el tribunal dentro de un par de minutos -dijo David-. Luego quiero quedarme con el FBI. Madeleine lo miró decepcionada.

– Recuerdo un día no muy lejano en que dijiste que querías seguir con esto siempre que fuera tu caso. Nosotros te dimos mucha cuerda. -Afortunadamente no añadió que se estaba ahorcando con ella-. Yo me ocuparé de la prensa, ¿de acuerdo? Tú preséntate ante el tribunal y haz todo lo posible para que Spencer Lee siga detenido.

Cuando terminó la reunión, David se dirigió apresuradamente a la sala del tribunal con Hulan y Peter siguiéndole los pasos.

– Creo que le debo una disculpa -dijo ella, pensando en toda las veces que le había mantenido al margen de sus investigaciones.

– No es necesario, inspectora.

Hulan apretó el botón del ascensor.

– Lo que ha hecho ahí dentro… -No hallaba palabras par expresarse.

– Sólo hacía mi trabajo.

– Gracias -dijo Hulan, mirándole a los ojos, y luego extendió la mano. Tras unos instantes, él se la estrechó.

Cuando Hulan y Peter llegaron al tribunal, los agentes del FBI se habían instalado ya en las dos primeras filas de bancos de la derecha. Su aspecto era intimidante, y a David le preocupó que al juez Hack le molestara ver tal despliegue de fuerza en su tribunal, pero nada podía hacer al respecto. De hecho, los agentes estaban allí para intimidar; nada de lo que David les dijera les induciría a marcharse. En el lado de la defensa había cuatro mujeres chinas, jóvenes y extremadamente hermosas. Eran amigas de Spencer Lee o simplemente habían sido contratadas para parece inocentes y compasivas; David no podía saberlo.

En la parte izquierda del estrado se hallaba sentado Spencer Lee con su abogado. Lee había cambiado su uniforme de la prisión por un terno exquisitamente cortado de la más fina lana Zegna. Llevaba una corbata de oscuro tono rojo y un pañuelo de seda a juego en el bolsillo del pecho. Parecía descansado y contento, y sonreía y charlaba amigablemente con su nuevo abogado. Desde la víspera, Lee había sustituido al lacayo de la tríada por Broderick Phelps, uno de los abogados más caros del país, que además tenía un historial de dos décadas como abogado defensor de docenas de delincuentes famosos v bien provistos de dinero.

El juez Hack cedió la palabra a David. Este debía ceñirse al caso principaclass="underline" el contrabando de bilis de oso por valor de un cuarto de millón de dólares, que violaba la Ley sobre Especies en Peligro de Estados Unidos. Consciente de lo ajeno que le había resultado aquel delito al oír hablar de él por primera vez, David explicó con cierto detalle en qué consistía la importación de bilis de osos: que su valor en la calle era mayor que el de la cocaína o la heroína y que se obtenía de especies en peligro protegidas por tratados internacionales.