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A las nueve de la mañana, agentes del FBI recorrieron las calles de Chinatown para registrar todos los negocios que Lee había visitado durante su paseo del día anterior. La mayoría de empresas en aquella parte de Chinatown pertenecía a viejas familias, algunas de las cuales llevaban cien años o más en Estados Unidos. Escuchaban a los agentes y les ofrecían cuanta ayuda les fuera posible. Si, recordaban la visita de Spencer Lee. No, no lo conocían personalmente, pero a lo largo de los años habían conocido a otros semejantes a él, muchas veces.

Sin embargo, en una papelería el propietario insistió en que jamás había oído hablar del Ave Fénix. Los agentes del FBI observaron que en el Papel de la Peonía Radiante no parecían haber atendido jamás a un solo cliente, lo que resultaba extraño teniendo en cuenta la gran actividad que tenían las demás tiendas. Al ver una puerta al fondo, uno de los agentes preguntó qué había en la trastienda. El propietario se negó a contestar; los agentes se precipitaron hacia aquella puerta (al demonio con las órdenes de registro), bajaron unas escaleras v descubrieron que allí se falsificaban documentos. Tras unos minutos y cierto exceso de fuerza, tenían el alias de Spencer Lee.

Veinte minutos más tarde, como Hulan había pronosticado, ese nombre se hallaba en la lista de pasajeros de un vuelo directo a Pekín. El avión había salido de San Francisco a la una de la madrugada, lo que significaba que Lee llevaba nueve horas de viaje y le faltaba poco para llegar a Pekín. Hulan llamó al Ministerio de Seguridad Pública.

– iEncuentren al viceministro Liu, encuentren al jefe de sección Zai! Se ha de arrestar a una persona en el aeropuerto.

Un par de horas más tarde, se pasó una llamada para Liu Hulan al despacho de David. El no entendió lo que hablaba, pero comprendió por su expresión que Spencer Lee había sido arrestado. Cuando Hulan colgó se hizo el silencio.

– Crees que Spencer Lee es el responsable de todo esto -preguntó ella al fin-. ¿De las muertes de Pekín, de la carga del Peonía, de la bilis de oso y de los asesinatos de Zhao y Gardner?

– No creo que sea lo bastante inteligente ni lo bastante duro. Tenemos una palabra para definir lo que es, Hulan. Spencer Lee es un primo.

– Opino lo mismo, porque con lo complicado que ha sido todo esto, con lo retorcido… -No terminó la frase. Se apartó unos mechones de pelo de la cara. Parecía exhausta-. Quieren que Peter y yo volvamos a casa.

– Creía que habíamos decidido que no volveríais.

– Lo sé, David, pero pensémoslo bien. Cinco personas han muerto. Alguien está ganando mucho dinero con personas, con medicinas. Creíamos que la respuesta estaba aquí, pero nos equivocábamos. Creo que tenemos que volver a empezar. Tengo volver. Es mi deber. Lo entiendes, ¿verdad?

Entenderlo no lo hizo sentir mejor.

– Entonces iré contigo.

A Madeleine Prentice no le gustó la idea.

– Me han llamado tanto del Departamento de Estado como del Ministerio de Seguridad Pública. Todo el mundo está satisfecho porque el culpable ha sido arrestado. El FBI, claro está, no lo tiene tan claro, pero creo que se consolarán sabiendo que los chinos tienen un sistema judicial muy distinto al nuestro.

– El no es el asesino.

– Ahora es una cuestión política, David -dijo Madeleine, encogiéndose de hombros-. Dejemos que los chinos se ocupen de eso. Spencer Lee es la cabeza de turco. Acéptalo. Confórmate. Intenta olvidar todo este desastre.

Mientras caminaba por el pasillo, David meditó en las palabras de Madeleine. Hulan le esperaba en su despacho. -Vamos -dijo él.

La cogió de la mano y fueron en busca de Peter. Los tres abandonaron el edificio del Tribunal Federal en dirección al coche de David. Cuando llegaron a su casa, David abrió la cartera, sacó su tarjeta de American Express y reservó tres plazas en el vuelo de la United a Pekín vía Tokio.

Más tarde, cuando pasaron por el banco para sacar la mayor cantidad posible de dinero en metálico, David y Hulan no hablaron. Corrían un gran riesgo. Además, la carrera de David en el gobierno estaba acabada, pero eso le daba una estimulante sensación de libertad.

Sin embargo, le preocupaba Hulan. En la última semana, a medida que surgían a la luz nuevos datos sobre la venta de componentes del disparador nuclear, la situación política entre Estados Unidos y China había retrocedido a sus peores momentos desde la caída del Telón de Bambú. Casi todos los empleados de la embajada estadounidense, así como de los consulados de otras partes de China, habían sido repatriados; los chinos habían respondido haciendo lo mismo con la mitad de su personal acreditado en Estados Unidos. Aunque no había hecho público un anuncio oficial desaconsejando viajar a China, el Departamento de Estado había declarado que los que visitaran ese país debían «tener cuidado», o mejor aún, posponer su viaje indefinidamente.

David y Hulan volvían a China. Iban a seguir aquel asunto hasta el final. ¿Y luego? La respuesta estaba fuera de su alcance, más allá de lo que él podía siquiera imaginar.

17

10 de febrero, Pekín

– Estás a punto de ver por qué no practico la abogacía -dijo Hulan cuando ella y David ocuparon dos asientos en el Tribunal del Pueblo de Pekín.

La sala era grande y, como siempre, fría. Varios observadores permanecían con los abrigos y bufandas puestos. Pero el ambiente era extrañamente sofocante debido al humo de los cigarrillos, y también, según supuso David, debido al miedo. En cuanto a él, que contemplaba cómo un trío de jueces con uniforme militar juzgaba varios casos y dictaba sentencia con asombrosa rapidez, le pareció que toda la escena tenía un aire surrealista.

El primer juicio del día concernía a un hombre acusado de atracar un banco. El fiscal expuso los hechos a gritos mientras el acusado permanecía de pie cabizbajo. No se presentaron testigos y el acusado prefirió no hablar. Su mujer y sus dos hijos, sin embargo, se hallaban presentes en la sala y escucharon al juez principal cuando éste anunció la decisión menos de cuarenta cinco minutos después.

– No eres un hombre honrado, Gong Yuan -dijo-. Intentabas encaramarte a un nuevo nivel de prosperidad robando a tus compatriotas. Eso no puede permitirse. La única justicia para ti es la ejecución inmediata.

El segundo caso era el de un ladrón de casas reincidente que había llegado a Pekín procedente de Shanghai. Esta vez, después de que el fiscal hubiera enumerado las acusaciones, el juez hizo varias preguntas al acusado. ¿Conocía a sus víctimas? ¿Se hallaba en Pekín de manera legal? ¿Sabía que si confesaba sería tratado con mayor benevolencia? Las respuestas fueron no, no y sí. Aun así, el acusado decidió declararse inocente. El juez indicó que veinte años de trabajos forzados tal vez le harían ver las cosas de otro modo.

Así se sucedió un juicio tras otro.

Aquellos juicios, explicó Hulan, eran el resultado de la campaña «Asestar un duro golpe» que se había iniciado hacía poco más de un año. Alentado por el aumento de los delitos de tipo económico, el gobierno había tomado una serie de medidas enérgicas que habían conducido a decenas de miles de arrestos y a más de mil ejecuciones.

– Una vez condenados -dijo Hulan-, los delincuentes son conducidos por las calles, exhibidos en estadios deportivos y en la televisión. Llevan letreros colgados del cuello en los que se enumeran sus delitos. Sus carceleros los llaman bárbaros y las masas los increpan. Luego los envían a un campo de trabajos forzados o a la muerte.

Aquella justicia cruel tenía una larga tradición en China. En épocas pasadas, dos veces al año se pegaban carteles en todas las ciudades del país (no en lugares públicos donde pudieran verlo, los extranjeros, sino en el interior de los barrios) donde se enumeraban los nombres de los ejecutados y sus delitos.

– Las familias de los que se ejecutan han de pagar la bala -añadió Hulan.

– Pero todo eso debe de ser por delitos muy graves -dijo David.

– Incluso los delitos menores reciben sentencias extremadamente duras -dijo Hulan meneando la cabeza-. Que lo despidan a uno del trabajo y no encuentre otro medio de vida, negarse a aceptar un empleo o un cambio de domicilio, o sencillamente «causar problemas», pueden dar lugar a una sentencia de cuatro años de trabajos forzados.

– Y muchos de esos campos -dijo David- proporcionan mano de obra barata a fábricas de propiedad estadounidense que operan en China.