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– Son las cajas de empaquetar que usamos en Panda Brand.

– Puede leernos lo que pone en la etiqueta?

– Dice… -La voz de Guang sonaba agraviada-. Dice «Bilis de oso de Panda Brand».

– Lo repetiré -dijo Hulan-. Clemencia para los que confiesan. Los ojos de Guang estaban húmedos.

– El año pasado me llegaron informes de que alguien estaba usando nuestra fábrica para manufacturar embalajes falsos como este. Cuando iniciamos la investigación, descubrimos también que alguien había estado robando bilis de oso de nuestras existencias. Como ya le he dicho, no hay nada ilegal en lo que nosotros hacemos. Producimos bilis de oso únicamente con fines científicos.

– ¿Qué hizo cuando descubrio que faltaban existencias?

– Aumentamos las medidas de seguridad. No hubo más pérdidas.

– ¿Sospecho de su hijo?

Esta última pregunta fue más de lo que Guang pudo soportar. Un ronco gemido surgio de sus entrañas. Luego se estremeció y aspiró profundamente antes de contestar.

– No hasta que desapareció.

– Encontró algo en su apartamento,¿verdad? -dijo Hulan. Guang asintio con expresión grave.

– Su nevera estaba vacía -dijo Hulan-. Pensé que había enviado usted a alguien para que recogiera los alimentos perecederos.

– Eso hice. Cuando el hombre al que envié lo trajo todo a casa, vi la bilis de oso. No sé por qué Henglai la guardaba en la nevera.

– Seguramente los chicos pensaron que así no la vería nadie -dijo Hulan, pero Guang no la escuchaba.

– Volví al apartamento yo mismo -dijo-. Encontré mas bilis. Más de la que nosotros hemos manufacturado jamás.

David se aclaro la garganta. Los tristes ojos de Guang se volvieron hacia él.

– Ayer supimos que hay muchas granjas de osos ilegales en los aledaños de Chengdu. ¿Es posible que su hijo tuviera relación con alguna de ellas?

– No lo sé, pero no pudo hacer todo eso él solo.

– Billy le ayudaba -le recordó David.

– No, me refiero a nuestra fábrica. Alguien de dentro tuvo que ayudarle. Si quieren saber la verdad, deberían investigar allí.

– Pero primero tenemos que detener la ejecución -dijo Hulan-. Para salvar la vida de Spencer Lee, prestaría declaración ante el tribunal sobre las actividades de Henglai?

Guang Mingyun asintió lentamente.

Antes de abandonar el despacho de Guang, Hulan intento llamar a la cárcel, pero los teléfonos no funcionaban en esa zona de la Ciudad. Llamo entonces al MSP con la esperanza de hablar con Zai o con su padre, pero le dijeron que ambos se habían ausentado. No había modo de saber si la solicitud de aplazamiento de la ejecución había sido aceptada. Eran las once cincuenta. David y Hulan tendrían que ir a la cárcel en persona si querían detener la ejecución.

Peter condujo a toda velocidad por calles secundarias y callejas, intentando evitar el tráfico de mediodía en las vías principales. Después de unos treinta y cinco minutos, giraron hacia la rotonda que tenían que rodear para llegar a la cárcel. El mercado al aire libre de cada mañana estaba a punto de cerrarse. La mayoría de los buhoneros vendían sus últimas mercancías a bajo precio, mientras que otros guardaban ya sus cosas para volver a casa. Entre el mercado y las puertas de la Cárcel Municipal 5, había gente parada, bloqueando el tráfico, chismorreando, ajustando las compras en las cestas de sus bicicletas, corriendo tras un niño o dos. Esperaban algo.

Hulan se bajo del Saab, parándose el tiempo justo para pedirle a Peter que no apagara el motor. Luego se abrió paso por entre la multitud, instando a David a seguirla. No habían llegado muy lejos cuando una camioneta descubierta entro en la plaza circular. Hulan vio a Spencer Lee de pie en la parte posterior de la camioneta, con las manos atadas a la espalda y un letrero de madera, también en la espalda, en el que se enumeraban sus delitos en gruesos caracteres rojos. Era un asesino, un conspirador, un contrarrevolucionario corrupto, una mancha negra en la Republica Popular China. El tradicional «desfile» de la ejecución acababa de empezar.

La muchedumbre que había en la rotunda reacciono como si un circo acabara de llegar a la ciudad. Los buhoneros abandonaron sus puestos, sabiendo que nadie les robaría. Las madres dejaron sus cotilleos, cogieron en brazos a sus hijos y se apiñaron en torno a la camioneta, siguiendo su avance, deliberadamente lento, alrededor de la plaza. David y Hulan se abrían paso a codazos mientras la multitud se volcaba de buena gana en el papel que se esperaba de ella.

– iCorrupto!

– iMuerte al asesino!

– i0jo por ojo!

Y Spencer Lee, que jamás había rehuido dar un buen espectáculo, puso toda la carne en el asador. Grito a la muchedumbre que eran unos cobardes. Grito a una atractiva joven que era una preciosidad y que le encantaría tomarla por esposa. Su propuesta fue recibida con gritos de «Excremento de vaca!» y «Criminal!». Lee mantuvo la cabeza Bien alta y sonrió de oreja a oreja, luego empezó a cantar un aria de una opera de Pekin. Su público estaba encantado. Era uno de los mejores condenados que habían visto.

David y Hulan llegaron a un costado de la camioneta. Hallaron sendos agarraderos y se dejaron conducir por la camioneta a través de la multitud para enfilar la calle que llevaba a la carcel.

– iSpencer! -grito Hulan-. iSpencer Lee!

Al oir su nombre americano en medio del bullicio, el joven escudriño los rostros.

– Spencer, estamos aquí abajo. iAquí!

– ilnspectora Liu, fiscal Stark! -Lee solto una carcajada enloquecida-. Voy camino de la muerte. Están aquí para celebrarlo, ¿no?

– iNo! Spencer, escuche. Estamos aquí para impedirlo -dijo Hulan.

– iCallaos! -grito una voz-, iDejad que cante!

Spencer miró a la masa de gente que se apiñaba contra la camioneta, haciendo más lento su avance, y luego volvió a mirar a Hulan. Le abandono su bravuconería y de repente pareció lo que era: un hombre muy joven que iba a morir.

– Es demasiado tarde, inspectora.

– iYo puedo impedirlo!

– No puede -dijo Lee con una amarga sonrisa-. Yo tampoco. Mire, estaba equivocado.

– iHabla en chino! -grito alguien-. iTodos queremos enterarnos!

– iSoy del Ministerio de Seguridad Publica! -chillo Hulan-. iDéjenme pasar! iEste hombre es inocente!

– Debe de ser su esposa -dijo alguien. Se oyeron risas.

David no entendió lo que dijeron, pero comprendió que no llegarían jamás a las puertas de la prisión a menos que la gente les dejara pasar.

– iMuévanse! -grito-. iQuitense de en medio!

David noto que alguien le daba un codazo en el costado, haciendo que se soltara de la camioneta y se quedara atrás.

– Fuera, extranjero. No tienes nada que hacer aquí -siseo un hombre. David lo aparto de un empujón y volvió a aferrarse a la camioneta.

– Cuéntanos la historia de tus crimenes -pidio alguien-. Confiesa antes de morir. -La multitud emitió un fuerte rugido de aprobación, pero Spencer Lee no les hizo caso y miro más allá de la camioneta hacia su destino final. No quedaba mucho tiempo antes de que llegaran a las puertas del final de la calle.

– Yo no maté a nadie -dijo al fin.

– Lo sabemos -dijo David.

– Solo hice lo que me ordenaron. Me prometieron protección. ¿Comprenden?

– ¿Quién? iDinos quién!

– Todo lo que dijo sobre el Peonia era cierto -dijo Lee, eludiendo responder a la pregunta de David-. Yo fleté el barco. Yo estaba allí cuando los inmigrantes subieron a bordo. Yo les hice firmar los contratos. Pero eso fue todo.

– ¿Y la bilis de oso?

– Un negocio nuevo para nosotros. Un error para mi, obviamente.

– Vamos a detener esto -le prometió Hulan.

– No puede -dijo Lee, mirándola-. Estaba planeado. Estaba planeado desde el principio.

– ¿Como?

– La embajada. Su ministerio. ¿Qué importa ahora? La muchedumbre empezaba a impacientarse.

– iAsesino!

– !Corazon negro!

– iCriminal! Criminal! Criminal!

– iCateto!

Esta ultima imprecacion captó la atención de Lee. Alzo el mentón. Escudriñó los rostros y hallo al hombre, un vendedor de verduras, que volvió a gritar el insulto.

– iTu! -chillo Lee-. ¿A quién llamas cateto? Ni siquiera puedes comprarte un palillo para tocar el tambor. iTienes que usar el pene! -La masa prorrumpió en vítores. Incluso el vendedor se echo a reir-. iLlévate tus palabras malolientes como un pedo a tu retrete! -chilló Lee-. iEstás dando hedor a toda la ciudad!

La gente felicito al vendedor por extraer semejante diversión del reo de muerte.

– Hice lo que me ordenaron -dijo Lee, volviendo su atención hacia Hulan y David-, y me garantizaron protección. Me mintieron. Fuí un idiota.