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La camioneta se detuvo. Los guardias apartaron a la gente a empellones intentando despejar la zona para que pudieran abrirse las puertas de la cárcel.

– Ya no hay tiempo -dijo Lee.

– iSoy del MSP! -grito Hulan a los guardias-. iDejadme pasar!

Pero los guardias no podían oirla. Aún había docenas de personas entre ella y la parte delantera de la camioneta.

– Spencer… -balbuceo Hulan con pesar. Ya nada podía hacer. -Haga que esto sirva para algo -dijo David-. Díganos con quién trabajaba en China.

– No puedo. No lo sé.

– Entonces dígame quién era la cabeza del dragon en Los Angeles -pidió David-. El le traicionó. Dígame su nombre.

– Lee Dawei -respondió el joven. La camioneta avanzo, luego volvió a pararse.

– Déme algo que pueda usar para cogerlo.

El joven negó impulsivamente con la cabeza.

– No puedo.

– !El Chinese Overseas Bank! -espetó David-. Creemos que la organización tiene su dinero allí. Déme nombres. Déme números de cuentas. Hágales pagar por traicionarle.

La camioneta volvió a ponerse en marcha. Mientras avanzaba con dificultad, Spencer Lee empezó a vociferar nombres y números que obviamente había memorizado hacia tiempo en forma de rítmica cantinela. La camioneta entró en el patio de la cárcel, las puertas se cerraron y la muchedumbre callo. Hulan se abrió paso y aporreó las puertas. No contestó nadie.

Todos, salvo David, sabían qué ocurriría dentro del recinto. Quitarían el letrero al condenado y lo arrojarían al suelo. Luego le obligarían a arrodillarse con brutales empujones. El verdugo se colocaría detrás del chico, apuntaría a la nuca con la pistola y dispararía.

Cuando el tiro rasgó el aire con su penetrante estrépito, varias personas hicieron muecas. La diversión había terminado. La muchedumbre empezó a dispersarse.

De repente una explosión ensordecedora sacudió la tierra. La onda expansiva hizo estallar los cristales de las ventanas, haciéndo que los fragmentos salieran volando para incrustarse en las personas. La calle se convirtió en un pandemonio con la gente echando a correr en todas direcciones. Hulan y David consiguieron reunirse, y luego se vieron conducidos por la corriente de seres humanos que corrían hacia una columna de humo que se elevaba formando una densa nube de olor acre. Todos se precipitaron en tropel hacia la plaza circular. Los mercaderes, heridos o no, se abalanzaron sobre sus puestos, esperando que sus mercancías estuvieran intactas. Unas cuantas personas se desplomaron, abrumadas por el mero alivio de estar vivas. Algunas sangraban. Otras gemían de miedo o de dolor. Unas cuantas gritaban frenéticamente el nombre de seres queridos.

En un lado de la plaza circular, el Saab se habia convertido en un amasijo de hierros retorcidos. El olor de gasolina, goma, cuero, plástico y carne quemados se elevaba hacia el cielo. Dentro del coche, David y Hulan vieron a Peter, cuya carne devoraban las llamas, Hulan echó a correr hacia el coche, pero David la retuvo.

– Es demasiado tarde. Ha muerto. -Hulan hundió el rostro en el pecho de David y el la abrazó fuertemente, incapaz de discernir el temblor de su cuerpo del de ella.

Entonces exploto uno de los neumáticos, provocando un nuevo coro de gritos de la multitud. Unos buenos samaritanos fueron corriendo en busca de mangueras para apagar el fuego.

David y Hulan permanecieron abrazados en la rotonda con la vista fija en el coche humeante, con la respiración entrecortada y los corazones desbocados. Sabóan que deberóan ser ellos los muertos.

El fuego se había extinguido. Los campesinos recogieron sus cosas e iniciaron el camino de regreso al campo. Los obreros volvieron a sus fábricas. Las madres regresaron a casa para preparar la comida. Tan solo unos cuantos niños con la cara sonrosada tiznada por el humo, formaban pequenos grupos ruidosos en la rotonda.

También David y Hulan recobraron poco a poco la serenidad, de modo que, cuando el director del Comité de Barrio, un hombre de ochenta y tantos anos, les informó de que había enviado a alguien a avisar a la policía, se habían tranquilizado lo bastante para planear su siguiente movimiento. Hulan estaba a punto de ir en busca de un teléfono para llamar al MSP cuando vio al director del Comité de Barrio hurgando en los restos del coche con un palo. Hulan le dijo que se apartara, que podía destruir pruebas, y el anciano se alejó. Luego Hulan, seguida de David, fue caminando hasta una estación de servicio para llamar a Pekin, pero las líneas seguían sin funcionar.

Volvieron fuera y se sentaron en el bordillo. Hulan revolvió en su bolso, saco un cuaderno de notas y un bolígrafo y se los entregó a David. El anotó los nombres y números que le había gritado Spencer Lee.-¿Servirá de algo? -pregunto Hulan cuando él terminó.

– Si, si ha dicho la verdad, y creo que lo ha hecho. Por la forma en que ha cantado esos nombres… -Meneó la cabeza al recordar el paseo final de Lee.

Cuando regresaron a la plaza circular, vieron al anciano con la cabeza metida bajo el capó del coche. Hulan quiso ahuyentarlo con una ristra de amenazas, pero en lugar de atemorizarse, el anciano la invitó a comer en una cafetería. El hombre venció la reticencia de la inspectora asegurándole que hacia seis meses que la línea telefónica con Pekin se mostraba caprichosa, que la policía local era corrupta e indiferente, y que podía vigilar la rotonda y el coche desde la cafetería.

El director del Comité de Barrio los condujo a una cafetería al aire libre decorada con banderines y pareados de Año Nuevo. Les presentó a su bisnieta, propietaria y cocinera del sencillo establecimiento. Hulan la acompañó a la cocina y la vigilo mientras preparaba tres cuencos de fideos. Advirtió a la mujer que usara agua hervida para el caldo a fin de evitar que el extranjero enfermara. La mujer cortó y frió rodajas de jengibre, ajo y guindillas en el fondo del wok, echo cerdo en tiras (fresco del día, aseguró a Hulan), luego añadió agua caliente de un termo y unos fideos. En el ultimo momento, la mujer batió unos huevos en un cuenco y los vertió sobre la sopa, donde instantáneamente se disgregaron en pétalos de flor. Una vez hervido todo de nuevo a satisfacción de Hulan, la mujer sirvió la sopa en tres cuencos, echo un poco de aceite de ají caliente por encima y los llevó a la mesa, al aire libre, donde los dos hombres se hallaban sentados junto a un brasero.

David hubiera jurado que no tenia hambre, que jamás volvería a comer, pero el primer sorbo del caldo caliente y fuerte le calentó el cuerpo de inmediato. Durante unos minutos no habló nadie, pues prefirieron degustar los fideos con tranquilidad. Luego el anciano empezó a hablar, criticando a su biznieta por ser mala cocinera y anunciando que, cuando el muriera, seguramente la mujer se moriría de hambre. Hulan aceptó sus palabras como una forma de conversación cortés.

Luego el director del Comité de Barrio empezó a contar recuerdos de la guerra civil y de su participación en ella al modo de los viejos veteranos. El se había encargado de llevar mensajes de un campo a otro. A su mujer la había conocido cuando marchaba de vuelta a Pekin.

– Solo tenia un problema -explicó-. No hablaba mi dialecto. Mis camaradas me dijeron: Eso es bueno. No entenderás sus quejas. Durante treinta y cinco años, así fue. Solo nos preocupaban las palabras del dormitorio que no se pronuncian.

Cuando Hulan tradujo sus palabras a David, éste se sorprendió a sí mismo con una carcajada. Pero pronto su sonrisa se desvaneció. ¿Como puedo reir, pensó sintiéndose culpable, cuando la muerte me rodea? Hulan le apretó el brazo.

– Somos humanos, David -dijo-. Todo lo que podemos hacer es comer, respirar y quizá reírnos un poco. Eso demuestra que seguimos vivos.

Mientras tanto, el director del comité peroraba sobre sus hazañas bélicas. Hulan había oído todas aquellas tonterías muchas veces. Si todos los veteranos que afirmaban haber estado en la Larga Marcha hubieran participado en ella de verdad, todas las aldeas y ciudades de China se hubieran quedado vacías. Luego el anciano rió entre dientes al decir que no había visto una bomba como aquélla en cuarenta años o más. Hulan volvió a prestarle atención.

– Es muy fácil de hacer -decía el anciano-. Cualquier soldado, cualquier campesino puede fabricarla, y es lo bastante mortífera para conseguir la Liberación. Es tan fácil poner en hora el cronóimetro, alejarse y dejar que haga ibam! Por eso le gustaba tanto a Mao.

– ¿De qué está hablando?

– Su bomba me trae muchos recuerdos. Cualquier veterano como yo recordará como se hacían. Solo un veterano como yo puede apreciar el trabajo manual.

– ¿Usaban bombas como esa durante la guerra? -preguntó Hulan.

– Si, a Mao le gustaban. Pero usted habrá visto ya cuál es el problema.