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– Si eso dice, lo haremos.

– Fantástico. Haga que bajen todos a las bodegas y, como dicen en las películas, cierren escotillas.

Parecía una tarea fácil, pero resultó la más ardua. Muchos de los inmigrantes (entre ellos Zhao, que había vuelto al sitio que ocupaba antes y estaba sentado con una lona alrededor de los hombros) se negaban a abandonar la cubierta.

– ¡Vamos, Zhao! -insistía David, gritando para hacerse oír en medio de la tormenta, acribillado por la recia lluvia que los fuertes vientos del oeste lanzaban sobre el barco-. ¡Necesito su ayuda! Tenemos que llevar a todo el mundo abajo.

– Yo estar aquí fuera todo el viaje.

– ¡Va a morirse aquí fuera, eso es lo que va a pasar! -David señaló el mar. El barco cabeceaba violentamente, sacudido por olas enormes. A cada instante se oían las hélices elevarse por encima del agua-. Acabará barrido por el agua.

– Yo llegar hasta aquí. Yo llegar hasta el final.

– ¡Le necesito, Zhao! -dijo David, acuclillándose junto a él-. Necesito que me ayude con los demás. Si me ayuda ahora, le prometo ayudarle más tarde.

– ¿Cómo sé si fantasma blanco dice la verdad? -preguntó el chino tras sopesar su oferta.

– Yo siempre digo la verdad -replicó David, tendiéndole la mano para cerrar el acuerdo formalmente.

A las cuatro de la madrugada, lo peor de la tormenta había pasado. Campbell había llamado a tierra para informar que se mantenían a flote y pedir que movieran el culo y les mandaran un remolcador. Aquí y allá, los hombres dormitaban intranquilos. Otros formaban grupitos para fumar y cuchichear. Gardner seguía mareado y descansaba en el camarote del capitán. Campbell se había quedado dormido sobre la larga mesa de la cocina de la tripulación, con la cabeza apoyada en el brazo izquierdo doblado y el brazo derecho balanceándose al ritmo de los movimientos del barco.

David se echó en la litera superior de un camarote que debían de haber ocupado cuatro tripulantes. Se quitó las prendas que aún llevaba y las extendió a los pies de la litera para que se secaran. Desde las literas inferiores, dos hombres lanzaban ligeros ronquidos. El piloto ocupaba la otra litera superior, pero se había vuelto de cara a la pared. David contempló el techo, donde había unas cuantas postales pegadas con celofán. Quienquiera que durmiese allí, había permanecido largo tiempo en alta mar. Una postal mostraba a una joven china de rostro dulce posando junto a un vistoso ramo de claveles. Las otras eran del puerto de Hong Kong, de una calle de Tokio iluminada por las luces de neón y del Golden Gate. Cansado, David se preguntó dónde estaba el marinero esa noche. ¿Se lo había tragado el mar cuando la tripulación abandonó el barco? ¿0 estaba en Chinatown, cantando en un karaoke?

Cerró los ojos y escuchó la tranquilizadora cadencia de los motores. Podía afirmar con toda sinceridad que jamás en su vida había tenido un día como aquél.

En ese estado que oscila entre la vigilia y el sueño, una duda se abrió paso lentamente en su mente. ¿Qué era lo que habían intentado ocultarle en las sentinas? Abrió los ojos.

– Jim, ¿estás despierto? -susurró. El piloto no se movió.

David saltó al suelo, se puso las ropas húmedas y luego abrió sigilosamente la pesada puerta del camarote para salir al desierto corredor. Giró hacia la izquierda y bajó un tramo de escaleras.

Se detuvo para observar las figuras dormidas. No vio ningún movimiento. Siguió bajando por otro tramo de escaleras y otro más. En realidad éstas no eran más que empinadas escalas metálicas. La atmósfera era húmeda, viciada y la luz del corredor mortecina. David cerró los ojos e intentó visualizar los lugares donde había estado. En uno de ellos en particular, los hombres le habían impedido el paso repetidamente. Allí era donde deseaba ir. Pasó de largo las sentinas en las que tantos esfuerzos habían empeñado. Dobló un recodo y se encontró en una enorme sala vacía con un tanque de hierro de tres metros de altura situado contra un tabique. Había estado allí antes, pero sólo para ser alejado una y otra vez.

Se acercó al tanque y le dio unos golpes. Le pareció hueco, pero si algo había quedado demostrado durante aquel día, era que no sabía nada sobre el mar ni sobre barcos. La puerta del tanque estaba pintada de un tono verde pardusco. Bisagras y pernos rezumaban orín. David probó con la manivela circular, que giró fácilmente en sus manos. Le dio una vuelta y luego otra, pasando mano sobre mano.

Una fuerza le hizo retroceder, derribándolo. Un chorro de agua le golpeó y luego formó un charco en el suelo. El olor fétido de la podredumbre impregnó el aire. Junto a David yacía un montón de carne putrefacta. El cadáver, humano, estaba muy hinchado, con los ojos y la lengua salidos. Los labios, retraídos, dejaban al descubierto unos dientes negros. Lo que quedaba de piel estaba cubierta de algas ennegrecidas. La correa de un Rolex relucía en la carne descompuesta de la muñeca.

David se apartó del cadáver deslizándose por el suelo resbaladizo. Vio que en el pecho tenía algo parecido a un guante. Intentó sacudírselo de encima, pero lo tenía pegado a la camisa. Entonces comprendió qué era. La piel y las uñas del cadáver se habían despegado de la mano. Presa del pánico, David hizo un esfuerzo para volver a mirar el cadáver. La carne de pies y manos se había desprendido, como si se tratara de guantes y calcetines.

Fue suficiente para que David se pusiera en pie tambaleándose. Salió de la sentina dando traspiés, trepó a toda prisa por las estrechas escalas sin preocuparse por el ruido que hacía, hasta que por fin traspasó una última puerta y salió a cubierta. La lluvia caía con fuerza v el barco seguía cabeceando. David se agarró a la barandilla v vomitó violentamente.

Sin embargo, al tiempo que lo hacía y deseaba con todas sus fuerzas restregarse el cuerpo para limpiarse la horrible inmundicia de aquella sala, otra parte de su cerebro ya había empezado a trabajar. Temblando, con la cabeza colgada sobre la barandilla y el cuerpo empapado, repasó el procedimiento: pedir la autopsia; hacer que Campbell llamara al FBI, mejor aún, al Departamento de Estado, para indagar sobre posibles desapariciones en China; y pedir más interrogadores en Terminal Island. Porque dos cosas eran seguras: aquel reloj no pertenecía a un inmigrante vulgar, y los ilegales a bordo del barco conocían la existencia del cadáver.

3

21 y 22 de enero, Terminal Island

Las diez horas siguientes fueron una pesadilla borrosa. David sólo recordaba vagamente que había vuelto tambaleándose a la cocina de la tripulación para despertar a Jack Campbell. Recordaba cómo lo había tranquilizado Jack para conseguir que le explicara lo ocurrido, y que luego el agente del FBI había bajado a aquel horrible lugar. Recordaba que Campbell había sellado el tanque, dejando el cadáver medio hundido en la inmundicia. Recordaba también que el piloto del helicóptero había sacado una botella de licor del botiquín de primeros auxilios, así corno el sabor del áspero líquido al deslizarse por su garganta. Estaba ansioso por quitarse la ropa que llevaba y lavarse con agua de mar, pero Campbell no se lo había permitido, aduciendo que podían destruirse pruebas.

Después esperaron. David recordaba haber estado sentado en cubierta contemplando el frío y gris amanecer que se abría paso en el cielo. La lluvia seguía azotando la cubierta, pero el océano se había aplacado y el agua apenas se rizaba. Por fin apareció Jim caminando a grandes zancadas hacia su helicóptero para llamar a tierra. David recordaba haberle oído decir que los guardacostas llegarían a las pocas horas para remolcar el barco hasta el puerto, y que él estaba listo para partir con el helicóptero. Campbell quiso que se fuera con él, pero David se negó. Cuando Jim y Noel Gardner se fueron, Jack y David empezaron a interrogar a los inmigrantes.

La noche anterior, David había trabajado codo con codo junto a muchos de aquellos hombres, afanándose con ellos para salvar la vida. Por la mañana, la mayoría no querían hablar con él y ninguno le miraba a la cara. Nada de lo que dijera consiguió hacerles hablar; incluso Zhao le volvió la cara.

Cuando llegaron a puerto por la tarde, los acontecimientos se desarrollaron con rapidez. Funcionarios del Servicio de Inmigración y de los guardacostas abordaron el barco y hablaron en mandarín y cantonés a través de altavoces. Los inmigrantes recogieron sus escasas pertenencias, bajaron silenciosamente por la pasarela y entraron en lo que parecía un gigantesco almacén. A David se lo llevaron en una ambulancia. El se resistió, repitiendo: «Tengo que quedarme allí. Llévenme de vuelta», hasta que por fin el sanitario que le asistía le tapó la boca con una mascarilla de oxígeno. En el hospital recibió tratamiento por la conmoción y por deshidratación, y le pusieron la vacuna del tétano. Luego se quitó las ropas con la ayuda de un experto forense del FBI, para que las metieran en bolsas con sus correspondientes etiquetas. Lo dejaron marchar a las dos de la madrugada. David no se había sentido tan solo en toda su vida como cuando entró en su casa vacía. Con esfuerzo, calculó que había permanecido cuarenta y tres horas sin dormir. Se duchó, se puso unos pantalones de chándal y un suéter, y cayó en un sueño irregular.