– Phil Firestone.
Nerviosa por no saber qué otros funcionarios del MSP podían estar implicados, y no queriendo perder tiempo en rellenar un impreso para solicitar un coche, Hulan hizo parar un taxi a la puerta del Ministerio. Rápidamente atravesaron la ciudad en dirección a la zona de las embajadas a lo largo de Jianguomenwai. El taxista tocaba la bocina para abrirse paso entre la multitud que se apiñaba en el exterior de la embajada americana, y los dejó en la puerta. Los acompañaron luego hasta el despacho del embajador, donde les dijeron que éste se hallaba «fuera de la ciudad» y que su ayudante se encontraba en la residencia oficial haciendo los preparativos para una fiesta de San Valentín con la señora Watson.
Unos minutos mas tarde llamaban a la puerta del austero edificio que los Watson llamaban hogar. Les abrió una mujer china, que los condujo a un salón para recibir invitados. La habitación Lucía una decoración que podría describirse como «diplomacia americana., un estilo que se permitía escasas concesiones al país de residencia. El tapizado de sillas y sofás ostentaba variedad de tejidos de damasco azul y moaré de seda, con cojines de brocado azul y pesados flecos dorados. Sobre las mesitas bajas de estilo americano primitivo había cuencos de cerámica china azul y blanca con ramos de flores, bandejas de plata con caramelos de menta, y unos cuantos libros de fotografías que ensalzaban la belleza natural de estados como Vermont, Colorado, Alaska y, por supuesto, Montana.
Habían pasado dos meses desde que Hulan viera a Elizabeth Watson por primera vez, sentada en un banco de hierro en lo más crudo del invierno, esperando a saber si el cadáver que había bajo el hielo del lago Bei Hai era el de su hijo. Mientras se hacían las presentaciones, Hulan volvió a sorprenderse de la reserva de la señora Watson. Su dolor se traslucía aun en la tristeza de su mirada, en sus grandes ojeras y su tez levemente cetrina. Sin embargo, llevaba uno de esos típicos peinados de mujer de un político, con abundante laca. Su severidad se compensaba con la elegancia desenfadada de los pantalones de gabardina, la blusa de seda, la chaqueta de piel de camello y el collar de perlas. Tenía el aire de una persona que había estado muy ocupada planeando menús y distribuciones de mesas, poniéndose al día con la correspondencia, quizá incluso charlando al teléfono con una o dos amigas de Montana. Lo que no parecía era una mujer que, según su marido, estaba tan abrumada por el dolor que no podía recibir visitas ni responder preguntas sobre su hijo.
– Phil acaba de marcharse -dijo Elizabeth-, pero volverá enseguida. Si regresan ustedes a la embajada, seguramente llegaran cuando él ya se haya ido. Así que tomemos el té y charlemos un rato.
La señora Watson sirvió té de una pesada tetera de plata y tendió las delicadas tazas con platillos a sus invitados. Durante ese tiempo, mantuvo una conversación que era prácticamente un monólogo sobre el tiempo, los planes para la fiesta que se iba a celebrar y sus visitas a las guarderías de las fábricas de la provincia de Sichuán, donde los negocios eran florecientes tanto para los empresarios chinos como para los americanos. David y Hulan la dejaron hablar, sabiendo que, como la mayoría de padres que acaban de padecer la pérdida de un hijo, su conversación acababa desembocando en el.
– Era un muchacho tan brillante y teníamos tantas esperanzas puestas en él -dijo al final, con los ojos húmedos-. Sólo le quedaba un año más en la USC, y recuerdo que la última vez que nos vimos hablamos de lo que podía hacer después.
David y Hulan se miraron el uno al otro, comprendiendo que el embajador Watson no le había dicho a su mujer que Billy habia dejado los estudios. Sin decir nada decidieron ver a donde les llevaba aquella conversación.
– Yo no dejaba de subrayar la importancia de una educación -prosiguió Elizabeth Watson-. «Sigue en la universidad», le dije.
Le sugerí ciencias políticas, historia, quizá incluso derecho. Pero Billy tenía otras ideas. «Mamá, estoy harto de estudiar. Quiero empezar a vivir por mi cuenta, poner un negocio, labrarme mi propio futuro.» Verán, creo que siempre fué muy duro para Billy crecer en una comunidad pequeña en la que su padre era tan importante, tan poderoso, si entienden lo que quiero decir. Al igual que muchos otros chicos, Billy rechazaba todo lo que su padre representaba. Pero yo siempre pensé que no era más que una etapa.
– Parece que usted y su hijo estaban muy unidos -dijo David.
– ¿Unidos? -Se echo a reír-. Ya lo creo que estábamos unidos. Ser la esposa de un político es un trabajo muy solitario. Ser el hijo de un político es aúm peor. Billy y yo nos quedábamos solos en Montana la mayor parte del tiempo. Alguien tenía que quedarse allí para cuidar del rancho. Ese alguien era yo. Y no iba a dejar que Billy se fuera a Washington con su padre. Pero les diré una cosa, creen que el invierno es duro aquí? No sabrán lo que es un invierno hasta que no vivan el de Montana. -La señora Watson se controló de repente-. Perdónenme, me he ido por las ramas. Sencillamente, Billy y yo teníamos un vínculo muy estrecho, ¿comprende?
– ¿Quiere decir que Billy no se llevaba bien con su padre? Elizabeth les lanzo una mirada calculadora.
– Han venido para hablar de Billy,no es asi? Creía que el caso se había cerrado.
– Y así es -mintió Hulan-. Pero tenemos algunos cabos sueltos.
– Si hay algo en lo que pueda ayudarles…
– Háblenos de Billy y su padre.
– Supongo que se habrán enterado de que Billy se metió en algunos líos. -Elizabeth espero a que ambos asintieran para continuar-. Los padres pueden ver esas cosas desde muchos puntos de vista. En mi opinión, Billy no hizo nunca daño a nadie. Siempre pensé que todas aquellas tonterías las hacía para llamar la atención de su padre. En ese sentido funcionó. Big Bill se ponía como un loco. Le pegaba cuando era pequeño. Le soltaba peroratas de horas cuando se hizo mayor. Big Bill amenazo con desheredar a Billy, con borrarle de su testamento y de su vida para siempre si no se enmendaba. Lo irónico del caso es que mi marido andaba siempre presionando a Billy para que se hiciera cargo del rancho. «En diez apos será tuyo», le decía, y esa clase de cosas.
– Eso debió de tranquilizarla -dijo David.
– iQué va! Lo último que yo quería para mi hijo era que terminara en aquel maldito rancho. Por qué demonios iba a querer yo que se pasara la vida compilando estadísticas de reproducción, supervisando la selección anual de ganado y sufriendo por las fluctuaciones del mercado del buey? No, Billy era demasiado inteligente para esa vida. Tenía todo el futuro por delante y podría haber hecho lo que hubiera querido.
– ¿Qué opinaba Billy de todo eso?
– No lo sé. Estaba en la universidad, pero no creo que le gustara demasiado. Durante las vacaciones aparecía por aquí unos cuantos días y luego volvía al rancho con aquel amigo suyo.
– ¿Qué amigo?
– Ya saben, el otro chico que murió, Guang Henglai. -Al ver la mirada que intercambiaban David y Hulan, pregunto-: ¿Qué?
– Su marido nos dijo que Billy no conocía a Henglai.
– No sé por qué habría de decir algo así. Big Bill les ayudaba en su pequeño negocio.
– ¿Qué negocio, señora Watson? -pregunto Hulan.
– Pues no sé. Algo relacionado con la caza. Creo que era una especie de servicio de guía, algo así como llevar gente de ciudad al rancho, hacerles pasar un buen rato y llevarlos a cazar.
– ¿Osos? -pregunto Hulan.
– Ciervos, diría yo. Pero tiene usted razón, lo que a Billy realmente le gustaba era rastrear osos. Lo heredo de su padre, ¿saben? Con un par de rifles, un par de chaquetas de caza de color naranja para que no se disparasen el uno al otro y unas cuantas hectáreas de terreno de caza, ya eran felices. -Sus ojos se empañaron al añadir-: Después de tantos años de problemas, ese negocio de la caza por fin los había unido.
– ¿Donde esta su marido ahora?
Elizabeth alzo la cabeza como un resorte al oír el tono de voz de David.
– Se ha ido a Chengdu. Pensaba que lo sabían. Ahora hay allí tantos ciudadanos estadounidenses que abrimos un consulado hace unos años. Y menos mal, si quieren oír- mi opinión. Todo el mundo anda temeroso por esos disparadores nucleares y nerviosos por lo que pueda ocurrir con sus inversiones si la situación política no mejora.
David y Hulan se levantaron.
– Gracias por su hospitalidad, señora Watson, pero tenemos que irnos.
– Pero creía que querían ver a Phil.
– No importa. Ya lo veremos más tarde. Gracias de nuevo.
– ¿Es por algo que he dicho? -preguntó ella, siguiéndoles hasta la puerta-. ¿Hay algo sobre Billy o sobre el embajador que yo debiera saber?