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Hulan se dio la vuelta y cogió la mano de Elizabeth Watson: sentía lástima por aquella mujer que creía haber experimentado el más completo dolor, pero estaba a punto de descubrir que no había hecho mas que empezar.

– Si necesita algo, más adelante, quiero decir, llámeme por favor. Elizabeth los miró alternativamente.

– Díganmelo. Puedo soportarlo.

– Lo siento, señora Watson -dijo él.

Las lágrimas que pugnaban por salir desde el principio de la entrevista se desbordaron por fin. Elizabeth Watson se cubrió el rostro con las manos, dió media vuelta y corrió escaleras arriba.

David y Hulan cruzaron el patio con paso vivo.

– No es de extrañar que el embajador Watson no quisiera que investigara la muerte de su hijo -dijo David-. Sabía exactamente que había ocurrido.

– ¿Recuerdas la última vez que lo vimos? -dijo Hulan.

– Si, ese canalla no se sorprendióal saber que Billy no seguía en la universidad. Le sorprendió que estuviéramos tan cerca de la verdad.

– Y después enseñamos la lista de correos… Debió de entrale el pánico. Quería ver muerto a Spencer Lee.

– Cuando dijimos que Spencer iba a ser ejecutado, Watson dijo algo como «Entonces todo habrá acabado», pero nosotros no le entendimos.

– ¿Tan malo es haber sellado los pasaportes? -pregunto ella-. ¿Era suficiente para dejar que las cosas fueran tan lejos?

– Es un antiguo senador y embajador. Cometió un delito federal. Podría ser enviado a una de nuestras prisiones tipo club de campo, pero su reputación quedaría arruinada.

Volvieron su atención hacia los demás complices.

– Henglai debió de ser quien financió la empresa -dijo Hulan-. Billy y su padre… tenían la conexión de Montana. Imagínatelos allí, matando osos y vendiendo las vesículas biliares.

– Pero también creo que los chicos se ocuparon de la tarea básica de encontrar correos. Por eso iban a la Posada de la Tierra Negra -dijo David, reflexionó unos instantes y todos se conocieron ahí: los Watson, Cao Hua, los correos, la gente del Ave Fenix. Era el lugar perfecto.

– Te has dejado al tío Zai.

– El era el músculo, Hulan. Ahora ya lo aceptas ¿no? La excitación de Hulan se esfumó.

– Toda la operación era limpia en el sentido de que cada persona tenía su propio papel definido -dijo-. Todos tenían amigos, socios y esferas de influencia diferentes. Confiaban en el supuesto de que nadie podriía relacionarlos.

– Pero nosotros lo hicimos.

Hulan se detuvo en medio del patio.

– ¿Qué hacemos ahora, David? ¿En quién podemos confiar?

Necesitaban ayuda, pero ella dudaba que el Ministerio se la concediera, como tampoco podían esperarla de la embajada.

– ¿Como podemos salir de aquí sin ser vistos? -pregunto él.

Hulan mró en derredor. La residencia del embajador se alzaba a su espalda. En la puerta del patio, la única salida a la vista, había guardias apostados.

– No creo que podamos -dijo-, pero tengo otra idea.

Una vez fuera, ella esperó a que pasaran varios taxis y luego paró uno al azar. Al taxista le dió la dirección de su casa del hutong en chino. Trás asegurarse de que el hombre era de la remota región de Anhui y de que jamás había tenido un extranjero en su taxi antes de David, pasó al inglés.

– El embajador está en Chengdu. Apuesto a que Zai también está allí. Seguramente han ido a la granja.

– Pero no tenemos la menor idea de dónde está.

– Debían de tener un cómplice dentro de Panda Brand -argumentó Hulan-. Tenemos que ir allí y encontrar a alguien que pueda ayudarnos.

– Las posibilidades son mínimas, pero es la única pista que tenemos. Iremos allí y utilizaremos toda la información que podamos sacar. Luego seguiremos la siguiente pista, por pequepa que sea, y así hasta que se descubra la verdad.

Mientras escuchaba a David, Hulan pensó una vez más que su obstinada persistencia y empuje eran lo que más amaba en él.

– Tienes razón -dijo, cogiéndole la mano-. Tenemos que acabar con esto antes de que…

– ¿Antes de que acabe con nosotros? -Intentó sonar ligero, pero al ver a Hulan asentir solemnemente sintió que el miedo le hacía un nudo en el estomago. Aspiró profundamente y exhaló el aire despacio-. De acuerdo. Sabemos que pueden seguirnos la pista allá donde vayamos. ¿Qué me dijiste aquel día en el parque Bei Hai? ¿Que había una cámara de video en cada semáforo? Pero oye, Hulan, hay gente que escapa de Pekín. Muchos de los estudiantes de Tiananmen escaparon. Los vi cuando los entrevistaron en la televisión. ¿Como lo hicieron?

– Tenían amigos que los ocultaron. Tenían conexiones en Hong Kong. -Hulan comprendiía lo que David daba a entender, pero ellos tenían un problema que los estudiantes no tenían. Los disidentes que habían desaparecido de China para reaparecer en Hong Kong o en Occidente eran chinos. David era un fan gway, un demonio extranjero.

– Necesito un teléfono -anunció el.

Hulan hizo que el taxista los dejara delante de una cafetería. Hulan marco el numero, pidió por la habitación de Beth Madsen en chino y tendió el teléfono a David, que no dio su nombre al hablar.

– ¿Se acuerda de mi? Nos sentamos juntos en el avión de Los Angeles. -Hubo una pausa mientras Beth hablaba, luego David dijo-: No, tengo una idea mejor. ¿Puede encontrarse conmigo dentro de dos horas? No, en el bar no. ¿Conoce el canal que hay frente al hotel? Salga del hotel y gire a la derecha por el sendero. A unos cuatrocientos metros verá una pequeña tienda donde venden artículos de cocina. Nos encontraremos allí. -Soltó una carcajada forzada-. Sé que suena misterioso, pero venga, ¿de acuerdo?

21

Más tarde. Huída

Cogieron otro taxi para volver a casa de Hulan, donde ella metió apresuradamente unas cuantas pertenencias y todo el dinero de que disponía en un neceser. Luego caminó por el callejón en dirección a la casa de Zhang Junying, la anciana directora del Comité de Barrio, manteniendo una expresión indiferente cuando paso junto al sedan que seguía aparcado frente a su casa. Hulan sabía que no disponía de mucho tiempo, pero no podía meter prisas a su vecina. Tomaron el té juntas. Hulan comió unos cuantos cacahuetes. Charlaron de trivialidades.

– Ayer volvía a casa del trabajo en bicicleta -dijo Hulan por fin-. Un paleto me salio al paso con su carro de nabos y choqué contra él. Se rompió la cadena de mi bicicleta y me caí al suelo y se me rompió mi único abrigo. Quería saber, tía, si me prestarías la bicicleta de tú nieto para ir a la tienda a comprar una cadena nueva.

La directora del Comité de Barrio Zhang consintió de todo corazón, pero le advirtió que tal vez le sería difícil montar en la bicicleta, puesto que era muy grande y hecha para un hombre.

– Le prometo ir con cuidado -dijo Hulan. Tras tomar un sorbo de te, añadió. Tengo que pedirle otro favor, pero me da apuro aprovecharme de su amabilidad.

– Pertenecemos a dos antiguos clanes del barrio. Nuestras familias se conocen desde hace generaciones. La considero como una hija.

– Como le decía, se me ha roto el abrigo y hace mucho frío. Hace muchos años que su nieto abandono el ejército. Quizá podría prestarme su abrigo hasta que yo pueda comprarme uno nuevo.

La anciana se palmeó las rodillas abiertas con las manos.

– ¿Llevar usted el abrigo de mi nieto? Mi nieto es muy alto. Ese abrigo le quedara tan largo que tendría que atárselo con una cuerda. Parecerá un peregrino de la sagrada montaña de E'Mei.

– Sólo será un día, tía.

La anciana se fue a una de las habitaciones de la parte de atrás y regresó con el abrigo doblado en un pulcro cuadrado y atado con un media de nilón. Hulan dio las gracias a Zhang Junying profusamente, puso el abrigo en la cesta metálica que colgaba del manillar de la bicicleta y luego volvió a su casa, empujando la bicicleta calle arriba. Paso junto al sedan y entro en su patio donde David la esperaba.

– ¿Estas lista? -preguntó.

Ella contempló el jardín, tan desolado en invierno, y asintió.

– ¿Tienes miedo?

Hulan volvió a asentir. El la abrazó y le susurro al oído: -Yo también, cariño, yo también.

Para que su plan funcionara, tenían que moverse deprisa y mantener la cabeza fría. Mientras ella se ponía su viejo abrigo, cerraba la casa y metía su bolsa en la cesta de su bicicleta, David desataba el abrigo del nieto de la señora Zhang y lo sacudíía para ponérselo. Le quedaba estrecho; pero con él, con la vieja gorra azul que Hulan había encontrado guardada en un armario y la bufanda de lana que ella le enrolló en torno al cuello, tapándole parte de la cara, se veía al menos parcialmente disfrazado. David metió su abrigo en una bolsa de plástico, que echó en la cesta de su bicicleta. Hulan lamento tener que dejar el revolver, pero dada la forma en que pensaban viajar, no podía llevárselo.