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Tan pronto alzaron las bicicletas para cruzar el viejo umbral de piedra, el motor del sedan se puso en marcha. David y Hulan montaron en las bicicletas y empezaron a pedalear lentamente calle abajo. El coche hizo un cambio de sentido y los siguió sin el menor disimulo.

– No to separes de mí -dijo ella por encima del hombro cuando empezó a pedalear mas deprisa y luego giro hacia una de las calles laterales.

El sedan giró a su vez. De repente, Hulan giró hacia una estrecha calleja en la que no cabía el coche. David echo una ojeada por encima del hombro y vio a dos hombres con ropa de paisano que bajaban del coche y empezaban a lanzar imprecaciones. El y Hulan siguieron pedaleando a toda prisa, intentando no aminorar la marcha cuando se cruzaban con los transeúntes que hallaban en el angosto laberinto de calles.

David tuvo la impresión de haber dado un salto en el tiempo hacia otro siglo. Allí no había coches, ni siquiera scooters; sólo se oía el suave silbido de las bicicletas y la armonía de sus timbres, el ruido de los niños jugando y la melodiosa cantinela de los buhoneros voceando sus mercancías. Atravesaron la ciudad manteniéndose en los estrechos confines de las calles del hutong. Cuando topaban con una calle sin salida, Hulan preguntaba a alguien por donde seguir. Cuando alguien se daba cuenta de que David era extranjero, Hulan se explicaba así:

– Oh, este estúpido nariz grande se ha perdido. Yo le ayudo a volver a su hotel. Tenemos la responsabilidad de demostrar amistad a los americanos siempre que podamos, aunque sean atrasados y estúpidos.

Cuando llegaban a cruces principales, lo que ocurría con amenazadora frecuencia, David se subía la bufanda, fijaba la vista en el asfalto e intentaba mantenerse en el centro de la corriente de bicicletas que cruzaban la calle.

Tenían que parar en dos sitios antes de encontrarse con Beth Madsen. El primero era el apartamento de los padres de Hulan. Mientras ella subía, David aguardó en una calle transversal, fingiendo arreglar una rueda de la bicicleta y esperando con todas sus fuerzas que nadie se acercara a él.

La doncella abrió la puerta.

– Por favor -dijo Hulan-, deseo estar a colas con mi madre. No nos moleste.

La doncella salio de la habitación sin decir palabra. Jinli se hallaba sentada en su silla de ruedas, como siempre, mirando por la ventana.

– Mama, soy yo, Hulan. Me marcho fuera unos días. No te preocupes por mí. -Se inclinó y besó a su madre con suavidad-. Te quiero, mamá.

Se acercó entonces al escritorio. En el cajón del fondo encontró los papeles de su madre en un sobre amarillento por el tiempo. Hulan sacó el carnet de identidad de su madre, se lo metió en el abrigo y abandonó el apartamento sin mirar hacia atrás.

David y Hulan continuaron su recorrido por la ciudad. A un par de manzanas del Sheraton Gran Muralla volvieron a detenerse. Ella se quitó el abrigo. Debajo vestía sus habituales sedas en tonos pastel. Se sacudió la ropa y se mesó los cabellos.

– ¿Estoy bien? -preguntó.

– Estas perfecta. Aquí no te buscarán.

Unos minutos más tarde, Hulan salía del callejon, enfilaba Xinyuan Road y traspasaba las puertas del Hotel Kunlun. Atravesó el vestíbulo para dirigirse a una de las galerías comerciales para entrar en una agencia de viajes.

– Quisiera reservar dos asientos en el próximo vuelo a Chengdu -dijo en chino.

– Siéntese, señora, por favor -dijo la mujer que la atendía-. ¿Desea programar una visita turistica?

– No; solo quiero llegar ahí con el próximo avión. Mi madre esta muy enferma.

– No puede ser usted de Sichuan -dijo la mujer, mirándola-. Su acento de Pekin es demasiado bueno.

– Hace muchos años que vivo en la capital. Mi unidad de trabajo esta aquí, pero mi familia todavía vive en Chengdu. La mujer comprobó el horario de vuelos.

– ¿Le va bien a las once?

– Perfecto. Dos asientos.

– ¿Dos?

– Ya se lo he dicho -dijo Hulan con impaciencia.

– Necesitaré ver sus carnets de identidad.

– iBah! Ya no se necesita carnet de identidad para viajar por China. Hace diez años que ya no se necesita.

La mujer tamborileó con los dedos sobre la mesa como si llamara a un camarero en un restaurante.

– Quiero ver su…

Hulan metió la mano en el bolsillo y rápidamente sacó los papeles de su madre. Luego abrió la cartera, sacó dos billetes de cien yuan y los colocó junto a la mano de la mujer.

– Mi marido se ha dejado el carnet en casa. -La mujer tamborileó con los dedos unas cuantas veces mas, y luego barrio el dinero de la superficie del mostrador y lo puso en el regazo.

– ¿Los nombres?

– Jiang Jinli. Mi marido es Zau Xiang.

Trás unos minutos más de tensión, Hulan abandonó la agencia de viajes con dos billetes para Chengdu en la mano. Se reunió con David en el callejón, donde una vez mas montaron en bicicleta, marcharon en paralelo a Liangmane Road. Eligieron la mitad de la manzana para cruzar la bulliciosa Dongsanhuanbei Road, evitando así la cámara del cruce, y luego se dirigieron al sendero que discurría junto al canal, más allá del Sheraton Gran Muralla, hasta llegar a la pequeña tienda de artículos de cocina por la que David había pasado todos los días cuando salía a correr por la mañana.

Vestida con un grueso abrigo de lana de color rojo y brillantes botones dorados, Beth Madsen se paseaba con nerviosismo junto a la orilla del canal. David se detuvo a su lado.

– Beth -susurro. Cuando ella se volvió, vio a un soldado chino más alto de lo normal y muy abrigado para protegerse del frío. David se bajó la bufanda para mostrar el rostro-. Soy yo, David Stark.

– ¿David? ¿Qué hace con esa pinta?

– Necesito que me ayude, Beth. Estoy metido en un lío. Beth miró por encima del hombro de David hacia Hulan, que se había bajado de la bicicleta.

– ¿Qué ocurre?

– Intentan matarnos.

Beth Madsen rió, pero al punto recobro la seriedad.

– No bromea, ¿verdad?

El negó con la cabeza.

– Vaya a la embajada americana -sugirió Beth.

– Ya he estado allí.

Beth lo miro fijamente, luego dio media vuelta, se alejo unos pasos y contempló a un viejo que navegaba en su bote por el canal impulsándose con una pértiga.

– Pensaba que tomaríamos algo. Quizá, bueno, ya sabe…

– Beth, por favor…

Beth irguió los hombros y se volvió hacia él.

– Si he de ayudarle, necesito saber en qué me estoy metiendo. David le contó brevemente cuanto sabía y creía que ella podría comprender.

– Pero si la mitad de lo que me dice es cierto -dijo Beth cuando terminó-, les estarán buscando.

– Con eso cuento. Creen que intentaremos ocultarnos, y es cierto, pero vamos a ocultarnos a la vista de todos.

Mientras David esbozaba su estrategia, Beth miraba a Hulan, que soporto el escrutinio con expresión impertubable. Beth reflexionó unos instantes antes de hablar.

– De acuerdo, pero hagámoslo rápido antes de que me falte valor.

Una vez más Hulan se quitó el abrigo, miró a David una última vez buscando seguridad, y luego las dos mujeres se fueron solas. David aguardaría allí quince minutos antes de seguir por una de las callejas hasta desembocar en la vía principal. Si todo salía bien, Hulan llegaría unos minutos más tarde en el coche de Beth y se irían directamente al aeropuerto. David se acuclilló como había visto hacer a muchos hombres chinos y contemplo el canal. El mismo viejo que David había visto durante su ejercicio matinal se hallaba entonces cargando cestos en su bote.

Ambas tenían un buen paseo hasta el hotel. Cuando por fin llegaron a la entrada lateral, Hulan temblaba por el frío y el miedo que sintió al ver a dos policías de paisano que vigilaban las entradas y salidas de los huéspedes del hotel. Sin embargo, debían de haberles dado instrucciones de buscar a un hombre blanco, o quizá se engañaron al ver a una mujer blanca, pues no prestaron la menor atención a Hulan, sino que siguieron pateando el suelo para calentarse los pies y echando bocanadas de humo de sus cigarrillos.

En cuanto llegaron a la habitación, Beth dejo escapar un suspiro.

– Creo que he contenido la respiración todo el rato -dijo, intentando hablar con un tono desenfadado, pero traicionada por una voz trémula. Soltó una risita nerviosa, luego abrió el armario y saco un traje pantalón de Armani de elegante lana gris y una blusa de seda.

Sin la menor timidez, Hulan se desnudó hasta quedar en ropa interior y se puso el traje. Le quedaba un poco grande en las caderas, pero por lo demás le sentaba perfectamente. Para completar el conjunto, Beth le entregó también una cinta para el cabello con adornos de terciopelo y unos zapatos bajos Bally. En apenas cinco minutos Hulan habia pasado de ser una nativa de Pekin a una acaudalada china de ultramar.