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—Eso mismo es lo que David viene diciéndome. Sí. Eso es lo que me ha dicho en varias ocasiones… Pero creo que no sería comprendida. Tendría que decirle al doctor que yo… que yo he intentado hacer ciertas cosas…

—¿Qué es o qué la hace pensar que ha procedido así?

—Es que… Verá… Yo no siempre recuerdo mis últimas acciones, ni sé en todo momento dónde he estado… Hay paréntesis en mi vida de una hora… o de dos… que no consigo llenar. Una vez estuve en un corredor… al que daba una puerta, su puerta… Llevaba, algo en la mano… No sé cómo me hice con aquello… Ella se me acerco. Pero al aproximarse a mí su faz cambió. Ya no era ella. En absoluto. Se había transformado en otra persona.

—Es probable que esté usted recordando una extraña pesadilla…

—No se trataba de una pesadilla. Cogió el revólver… Estaba junto a mis pies…

—¿En un pasillo?

—No. En un patio. Ella se me acercó, quitándomelo.

—¿Quién procedió así?

—Claudia. Me llevó escaleras arriba obligándome a beber un líquido amargo.

—¿Dónde se encontraba su madrastra entonces?

—Allí también… No. No estaba allí… Se hallaba en «Crosshedges». O en el hospital. Aquí averiguaron que estaba siendo envenenada… Y que era yo…

—Pudo no haber sido usted… ¿Por qué no pensar en otra persona?

—¿Qué otra persona?

—El… esposo de esa mujer, quizá.

—¿Mi padre? ¿Por qué ha de querer mi padre envenenar a Mary? Está perdidamente enamorado de ella. ¡Ve por sus ojos!

—Hay más gente en la casa, ¿verdad?

—¿El tío Roderick? ¡Qué disparate!

—Nunca se sabe… —contestó Poirot—. Podría sufrir cualquier perturbación de tipo cerebral. ¿Y si se le había metido en la cabeza la idea de que era su deber envenenar a una mujer que pudiera ser, según él, una hermosa espía? Quien dice esto, dice otra cosa semejante.

—Muy interesante —replicó Norma, momentáneamente divertida, expresándose ahora con toda naturalidad—. Durante la última guerra, tío Roderick anduvo metido entre espías. ¿Quién hay más? ¿Sonia? También podría ser una bella espía, pero no responde al concepto que yo me he formado de tales personajes.

—No. Además, ¿qué motivos podría tener para desear envenenar a su madrastra, Norma? Bueno… Habrá servidores, jardineros, por ejemplo.

—Los que hacen tareas allí no están fijos. A mi juicio, no existe ni uno solo al que se le pueda asignar un móvil razonable.

—¿Y si todo fue obra de la propia Mary?

—¿Sugiere usted un intento de suicidio?

—Es una posibilidad.

—No me imagino a Mary tomando esa resolución. Es una mujer demasiado sensata. ¿Por qué había de querer suicidarse, además?

—Ya veo lo que piensa. En tal caso, ella optaría por meter la cabeza en el horno de gas, o se tendería en un lecho artísticamente adornado para ingerir una dosis exagerada de pastillas somníferas. ¿Me equivoco?

—Podría haber sido algo más sencillo la causa… Pude haber sido yo, simplemente —dijo Norma con toda formalidad.

—¡Ah! —exclamó Poirot—. Eso me interesa. Al parecer, prefiere haber sido usted, ¿eh? Le atrae la idea de ser la administradora de la dosis fatal. Sí. Le complace tal pensamiento.

—¿Cómo se atreve a decir eso? ¿Cómo puede…?

Porque creo que es la verdad —manifestó Poirot—. ¿Por qué se siente excitada ante el pensamiento de haber cometido un crimen? ¿Por qué se complace en idear tal cosa?

—No hay nada de verdad en lo que afirma.

—Me limitaba a plantearme unas preguntas.

Norma alcanzó su bolso, tanteándolo con nerviosos dedos.

—No estoy dispuesta a seguir aquí, consintiéndole que me diga cuanto se le antoje.

La muchacha hizo una seña a la camarera, quien se aproximó a la mesa. Hizo su cuenta en el bloc de que era portadora, arrancó la hoja y la depositó en el plato que la chica tenía delante.

—Por favor, permítame… —medió Hércules Poirot.

Ella cogió rápidamente el papel, abriendo su billetero. Se había adelantado al movimiento de su acompañante.

—No quiero que pague usted.

—Como guste, señorita Restarick.

Poirot vio todo lo que había querido ver. La cuenta se refería a dos personas. David, pese a sus finas maneras, no creía que estuviese mal que su enamorada amiga corriese con todos los gastos.

—Así, pues, es usted quien invita cuando está con un amigo.

—¿Quién le ha dicho que yo estaba aquí con alguien?

—Yo sé más cosas de las que usted se figura, señorita.

Norma dejó sobre la mesa unas monedas, poniéndose en pie.

—Me voy, señor Poirot —declaró—. Y le prohíbo que me siga.

—¿Podría hacerlo? Recuerde mi avanzada edad. Si una vez en la calle echara a correr no sería capaz de alcanzarla.

Norma se encaminó a la puerta.

—¿Ha oído bien? Absténgase de seguirme.

—Permítame al menos que le abra la puerta —Poirot hizo esto con un caballeresco ademán, no carente de ironía—. Au revoir, mademoiselle.

Norma le miró recelosa. Echó a andar por la acera con rápidos pasos. De cuando en cuando volvía la cabeza. Poirot se quedó junto a la entrada del establecimiento observándola. No llevó a cabo el menor intento de lanzarse sobre sus pasos, ni mucho menos de alcanzarla. Cuando hubo perdido de vista la gentil figura de Norma Restarick penetró de nuevo en el local.

«¿Y qué diablos significa todo esto?, se preguntó Poirot».

La camarera avanzaba en dirección a él, con un gesto de evidente desagrado en el rostro. Poirot tornó a ocupar su sitio frente a la misma mesa, aplacando sus contenidas iras con la petición de una taza de café. «Hay en todo este asunto algo muy curioso —pensó—. Muy curioso, si, señor». Una taza llena de un liquido color beige pálido fue colocada al poco sobre la mesa. Poirot tomó un sorbo e hizo una mueca.

Se preguntó dónde estaría la señora Oliver en aquellos momentos…

Capítulo IX

La señora Oliver se hallaba sentada dentro de un autobús. Su respiración era algo agitada, pero se sentía aún poseída por el celo de la caza. La «pieza» denominada por ella mentalmente el «pavo real», había estado moviéndose con bastante viveza. La señora Oliver, no tenía ninguna de las cualidades del buen andarín. Por el «Embankment» habíase deslizado detrás del muchacho estableciendo una distancia entre los dos de veinte metros, aproximadamente. En Charing Cross, él se metió bajo tierra. La señora Oliver se apresuró a perder de vista la calle. En la plaza de Sloane, David tornó a emerger y ella le imitó. Después estuvo esperando en la cola de un autobús, separándoles tres o cuatro personas de su perseguido. Éste subió al vehículo. Ariadne también. Él se sumergió en el desconcertante laberinto de calles que hay entre King Road y el río, para penetrar por fin en un patio lleno de materiales de construcción. La señora Oliver se ocultó en una entrada, manteniéndose a la expectativa. David enfiló una callejuela y ella le concedió unos segundos de ventaja, reanudando seguidamente la persecución… De pronto, perdió de vista al joven. La amiga de Poirot se apresuró a efectuar un detenido reconocimiento de sus alrededores. Todo parecía hallarse en estado de ruina por allí. Se adentró más por el pasadizo. Caminaba ya sin rumbo. Había otras insignificantes vías, muchas de ellas callejones sin salida… Se había desorientado por completo y cuando realizaba otro intento para regresar al patio de unos minutos antes, Ariadne oyó una voz a su espalda, una voz que le produjo un sobresalto tremendo:

—Espero no haber andado demasiado de prisa para usted.