Estas palabras fueron pronunciadas en un tono cortés.
Volvió la cabeza rápidamente. Súbitamente, lo que le había parecido hasta hacía poco pura diversión dejaba de serlo. Habíase lanzado despreocupadamente sobre los pasos de David, muy animada por la perspectiva de aquella experiencia. Ahora se sintió sacudida por un ramalazo de temor. Sí, en efecto, tenía miedo. Respiraba un aire cargado de amenazas. Y, sin embargo, la voz de él sonaba cortés, agradable, en sus oídos. Pero tras ella, adivinaba el peligro.
Recordó confusamente un sinfín de cosas que había leído todos los días en los periódicos. Mujeres ya ancianas habían sido atacadas por pandillas de mozalbetes. Tales mozalbetes se habían mostrado rudos, crueles, dejándose guiar por el odio y el afán de causar daño. Delante de ella tenía al joven que había estado siguiendo. Se había dado cuenta de su presencia, engañándola, llevándola hábilmente hasta la calle en que se encontraban. Le cerraba el paso… Londres y otras ciudades menores en extensión y habitantes tienen puntos muy especiales en los que sin transición se pasa de un sitio invadido por verdaderas multitudes a otro silencioso y desierto.
Existía la posibilidad de que hubiese gente en la calle vecina, en las casas cercanas… Ahora bien, lo más próximo a ella era la poderosa figura del muchacho, una figura dotada, seguramente, de fuertes y crueles manos. La señora Oliver creía que en aquellos momentos su dueño proyectaba usarlas. «El pavo real». Un tipo orgulloso, por naturaleza, con sus terciopelos, sus apretados y elegantes pantalones negros, que hablaba con ironía, la ironía que ocultaba una maldad cierta.
La señora Oliver hizo tres profundas inspiraciones seguidas. Tomó una determinación. Tenía que montar su defensa. Como fuera. Sin vacilar lo más mínimo se dejó caer sobre la tapa de un cubo de desperdicios que se encontraba adosado al muro muy cerca de ella.
—¡Dios mío! ¡Y qué susto me ha dado usted, joven! —dijo Ariadne—. ¿Cómo iba a figurarme que estaba aquí? Supongo que no se habrá enfadado.
—Así, pues me seguía, ¿eh?
—Efectivamente, le seguía. Le habré ocasionado alguna molestia quizás. Estimé que me hallaba ante una oportunidad incomparable, ¿sabe? Estoy segura de que se habrá irritado… Olvídelo. Mire… —la señora Oliver se instaló más cómodamente sobre la tapa del cubo—. Le explicaré… Yo me dedico a escribir novelas. Son historias detectivescas siempre… Esta mañana andaba preocupada. Penetré en un café, a ver si una taza de este brebaje me proporcionaba alguna idea inspirada. En el libro que tenía entre manos había llegado precisamente a una situación como la nuestra hace un rato. Yo seguía a alguien… Bien. Quiero decir que el héroe de mi novela seguía a otra persona. Reflexioné, diciéndome: «La verdad es que de estas experiencias sé muy poco. O nada». Yo lo único que dominaba en tal terreno era la teoría, lo que era fruto de mis lecturas, lo que yo misma me había inventado con motivo de cualquier relato… «¿Por qué no lo intentas?», me pregunté. «Lo que se vive se narra con más agilidad después, dando a la aventura o episodio veracidad». Miré a un lado y a otro en el café, y le vi sentado a la mesa vecina… No se enoje: pensé que usted era la persona ideal para realizar yo el experimento…
Los ojos del joven, fríamente azules, parecían haber perdido un poco de su dureza.
—¿Por qué era yo la persona ideal en ese sentido?
—No viste usted como los demás —explicó la señora Oliver—. Son las suyas unas prendas muy atractivas… Casi como las de la época de la Regencia. Simplemente, quise aprovechar la ventaja que suponía el que usted se distinguía claramente entre los demás. De manera que cuando salió del café yo dejé el establecimiento también. La experiencia, a decir verdad, ha sido una dura prueba para mí —Ariadne levantó la vista—. ¿Le importaría decirme si se dio cuenta en seguida de que yo le espiaba, o si tardó mucho?
—No, en seguida, no.
—Ya, ya —la señora Oliver se quedó pensativa—. Pero desde luego, a mí no se me ve como a usted. En resumidas cuentas, que usted apenas sería capaz de distinguirme si me hallara en un grupo de mujeres de mi edad, ya entradas en años. Mi persona ofrece escasas particularidades, ¿eh?
—¿Escribe usted libros que han sido publicados? ¿Los conozco yo?
—No lo sé… Es posible que haya leído alguno. Llevo escritos cuarenta y tres hasta el momento. Oliver es mi apellido.
—¿Ariadne Oliver?
—Así, pues, usted conoce mi nombre. Bueno, joven, esto es halagador. Pero me atrevo a afirmar que mis libros no le gustan mucho. Es muy probable que se le antojen de corte antiguo, pasados de moda, carentes de la violencia que gusta al público actual…
—¿Me conocía usted de antes?
La señora Oliver movió la cabeza, denegando.
—No… Estoy segura que no…
—¿Y qué dice de la chica que estaba conmigo?
—¿Se refiere a la… a la que comía habas cocidas con usted… en aquel local? No, creo que no la conozco tampoco. Claro que sólo llegué a ver su nuca. Me pareció… Bueno. Lo cierto es que las chicas ahora son todas iguales.
—Pues ella sí que la conocía a usted —dijo el muchacho repentinamente. Ahora su tono era más agrio—. Me indicó que habían estado hablando las dos recientemente. Hace cosa de una semana, creo.
—¿Dónde? ¿En una reunión? Es posible… ¿Cómo se llama ella? Quizá recuerde su nombre.
—Se llama Norma Restarick.
El muchacho miro con más fijeza que nunca a la señora Oliver al pronunciar estas palabras.
—Norma Restarick… ¡Oh, sí! Desde luego… Fue en una reunión celebrada en el campo, en un sitio denominado… espere, espere un momento… Long Norton. ¿No es eso? He olvidado cómo se llamaba la casa, en cambio. Me presenté en ella acompañada de varios amigos. No creo que la hubiera reconocido nunca… Sé que hizo algún comentario sobre mis libros. E incluso que le prometí regalarle uno. ¡Qué coincidencia tan extraña, verdad, que habiendo escogido al azar una persona para mi experiencia detectivesca, ésta resulte hallarse acompañada por otra más o menos conocida! Sí, señor: es muy raro. Me parece que no voy a poder aprovechar este incidente en mi novela. El público diría que es mucha casualidad…
La señora Oliver volvió a ponerse en pie.
—¡Dios mío! Pero… ¿dónde me he sentado? ¡Si es un cubo de desperdicios! ¡Vaya! Y bien sucio que está —Ariadne resopló—. ¿En qué lugar de la ciudad estaremos concretamente?
La señora Oliver experimentó de pronto la impresión de que se había equivocado por completo al sentirse atemorizada. «¡Qué absurdo! ¡Qué tonterías he llegado a pensar! —se dijo—. Imaginé que este joven era un individuo peligroso, capaz de causarme algún daño». La sonrisa del joven se le antojó encantadora. Movió la cabeza ligeramente y las puntas rizadas de sus cabellos se pasearon sobre sus hombros ¡Qué criaturas tan fantásticas venían a ser los muchachos modernos!
—Opino —dijo él—, que lo menos que puedo hacer es enseñarle el paraje a que ha llegado siguiéndome. Suba por estas escaleras.
El joven le indicaba unas de muy mal aspecto, que parecían conducir a un desván.
—¿Que suba por las escaleras?
La señora Oliver dudaba. Quizá su interlocutor hubiese desplegado su seductora sonrisa con el propósito de convencerla para que entrase allí y propinarle un fuerte golpe luego que la dejase inconsciente. «No está bien. Ariadne —se dijo—. Te has metido espontáneamente en este laberinto y habrás de arreglártelas tú sola para salir de él. De paso averigua lo que puedas. Si es que hay algo que averiguar».
—¿Cree usted que esos peldaños resistirán mi peso? Parecen hallarse carcomidos —comentó.
—Están perfectamente. Subiré yo primero.
La señora Oliver puso el pie en el primer escalón, detrás del joven. Estaba asustada, muy asustada. Le inspiraba más temor que el propio «pavo real» el lugar a donde éste podía estar conduciéndola. Bien. Pronto sabría a qué atenerse. Su acompañante empujó la puerta que había arriba del todo y los dos penetraron en una habitación. Era un cuarto grande y desnudo, el improvisado estudio de un artista. Vio distribuidas por el piso varias colchonetas y lienzos apoyados en las paredes. Y un par de caballetes de pintor. Flotaba en el aire un olor penetrante a pinturas.