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En la habitación se encontraban dos personas. Frente a uno de los caballetes se había instalado un joven barbudo, pintando. Volvió la cabeza hacia ellos al oírles entrar.

—¡Hola, David! ¿Qué? ¿Nos traes compañía?

La señora Oliver pensó que no había visto nunca en su vida un hombre de aspecto más desaseado que aquél. Sus negros y aceitosos cabellos le caían tanto sobre la nuca, por detrás, como sobre los ojos, por delante. La barba era un rastrojo descuidado. En las prendas que vestía entraba en abundancia el cuero y calzaba botas de media caña. Ariadne se fijó a continuación en la muchacha que posaba como modelo. Habíase acomodado en una silla, encima de un estrado… Esto es un decir, ya que su posición no podía ser más molesta: tenía la cabeza echada hacia atrás y sus cabellos caían como una cascada hasta el suelo, casi. La señora Oliver reconoció inmediatamente a la chica. Era la segunda de las tres chicas que ocupaban el apartamento de Borodene Mansions. No se acordaba de su apellido, pero sí de su nombre de pila. Tratábase de la altamente decorativa y lánguida Frances.

—Le presento a Peter —dijo David, señalando al artista un tanto repulsivo—, uno de nuestros genios en ciernes. Y ahí tiene a Frances, posando como una muchacha desesperada que aspira a abortar.

—Cállate mono —contestó Peter.

—Nos conocemos, ¿verdad? —inquirió la señora Oliver, dirigiéndose a la muchacha en un tono alegre, pero algo vacilante—. Me parece que nos hemos visto en alguna parte antes de ahora. Y muy recientemente, tal vez.

—Usted es la señora Oliver, ¿no? —preguntó Frances.

—Eso me ha dicho —manifestó David—. Por consiguiente, no me ha engañado.

—Veamos… ¿Dónde nos vimos antes? —prosiguió diciendo Ariadne—. ¿En una reunión? No. Déjeme recordar… ¡Ya sé! Fue en Borodene Mansions.

Frances había adoptado una posición normal en su silla y se expresaba haciendo gala de sus finos modales. Peter lanzó un gemido.

—¡Ya has estropeado la pose! ¿A qué vienen todos esos alocados movimientos? ¿Es que no puedes estarte quieta?

—No soy capaz de resistirlo un momento más. Esta postura me resulta terriblemente molesta. Se me ha puesto un dolor aquí en el hombro…

—Me he estado dedicando a vivir ciertas experiencias, últimamente. Por ejemplo: he seguido a una persona —explicó la señora Oliver—. La cosa es más fácil de lo que yo me había imaginado. ¿Es esto el estudio de un artista? —añadió, mirando a su alrededor con absoluta desenvoltura.

—Eso viene a ser este desván… Y dé gracias a que el suelo no se haya hundido bajo sus pies —repuso Peter.

—Hay aquí todo lo que se necesita para trabajar, realmente: luz del norte, espacio suficiente, una colchoneta en la que poder tenderse, un apartamento para cuatro abajo y lo que se llama «derecho a cocina» —comentó David—. También suele haber una botella o dos de licor —volviéndose hacia la señora Oliver, el joven agregó—: ¿Le apetece beber algo, señora Oliver?

David pronunció las anteriores palabras haciendo un gesto amable, de extremada cortesía.

—No bebo nunca licores.

—¡Y será verdad! —exclamó David—. ¿Quién lo habría dicho?

—Encuentro su observación muy brusca, muy poco galante, pero me parece explicable —manifestó la señora Oliver—. He topado ya con muchas personas que a las primeras de cambio me han dicho, en cuanto ha habido alguna confianza: «De veras, ¿eh? Siempre pensé que bebías como una esponja».

Ariadne abrió su bolso… Inmediatamente cayeron al suelo tres mechones de grisáceos cabellos. Los cogió David, quien procedió a entregárselos a su dueña.

—¡Oh! Muchas gracias. No dispuse de mucho tiempo esta mañana. Me pregunto si llevaré aquí más horquillas…

Después de registrar a fondo el bolso comenzó a arreglar su peinado.

Peter soltó una carcajada…

«Es raro —pensó la señora Oliver—. ¿Por qué se me metería en la cabeza la idea de que me hallaba en peligro? Peligro… ¿Por qué causa? El aspecto de estos muchachos podrá ser extraño, pero la verdad es que me resultan simpáticos y cordiales. Es cierto lo que constantemente me dicen mis amistades: tengo demasiado imaginación».

Luego, anunció que tenía que irse. David, con galantes ademanes que le hicieron pensar en la caballeresca época de la Regencia, la ayudó a bajar por las desvencijadas escaleras. A continuación le facilitó detalladas instrucciones para que pudiese llegar a King’s Road de la manera más rápida posible.

—Más tarde —dijo el joven—, tome un autobús… O un taxi, si es que se siente fatigada.

—Tomaré un taxi —repuso ella—. Tengo los pies destrozados. Cuanto antes me siente, mejor. Gracias por haber sido tan indulgente conmigo. Reconozco que mi conducta ha sido algo impertinente. Pudo usted haberse molestado. Es lógico. Pienso que en fin de cuentas, no lo hice mal, ¿eh?

—Esté tranquila —dijo David, gravemente—. Salga por aquí hacia la izquierda… Tuerza luego a la derecha y coja la izquierda de nuevo hasta que vea el río. Después, diríjase hacia él en línea recta… ¿Ha comprendido?

Cosa curiosa: a los pocos minutos volvió a sentirse nerviosa, intranquila igual que al principio. «He de frenar mi imaginación a toda costa —recomendóse a sí misma. Volvió la cabeza contemplando las escaleras y la ventana del estudio. Todavía divisó la figura de David—. Tres jóvenes verdaderamente corteses, agradables, sí, señor. Muy amables, muy simpáticos… A la izquierda hasta aquí. Y luego hacia la derecha. Por el hecho de guiarse una de su aspecto exterior, tan peculiar, he llegado a concebir ridículas ideas, juzgándolos peligrosos… ¿Tenía que dirigirme hacia la derecha de nuevo o hacia la izquierda? Por la izquierda me parece. ¡Oh, Dios mío! Los pies. ¡Cómo me duelen! Y por lo que veo no tardará en llover». Su paseo se le antojo interminable. Pensó que King’s Road quedaba increíblemente lejos. Apenas oía el familiar rumor del tráfico. ¿Dónde demonios estaba el río? Ariadne comenzó a sospechar que había interpretado mal las instrucciones de David…

«Bien. No tardaré en llegar, supongo a algún sitio conocido: al río, a Putney, a Wandworth o donde sea…»

Abordó a un transeúnte, preguntándole qué camino tenía que seguir para ir a King’s Road. El hombre le hizo saber que era extranjero, que no hablaba inglés.

Muy cansada la señora Oliver dobló otra esquina. Frente a ella divisó el móvil brillo del agua. Apretó el paso… Deslizábase por una estrecha vía cuando oyó un rumor a su espalda. Alguien avanzaba tras ella. Y en el momento en que empezaba a volver la cabeza sintió que golpeaban fuertemente en ésta. El mundo se esfumó ante sus ojos con insólita rapidez, siendo sustituido por un aluvión de sorprendentes chispas.

Capítulo X

Una voz dijo:

—Bébase esto.

Norma estaba temblando. Sus ojos denotaban la confusión que poseía. Se echó hacia atrás, encogida, en la silla que ocupaba. La orden fue repetida.

—Bébase esto.

Esta vez obedeció, dócilmente. Luego, se contuvo un poco.

—Es… es muy fuerte —objetó, abriendo la boca, angustiada.

—La pondrá buena en seguida. Se sentirá mejor dentro de unos segundos. Usted limítese a mantenerse inmóvil. Espere y verá.

El mareo se le había pasado. Sus mejillas tenían ya algún color. Los estremecimientos iban, progresivamente, a menos. Por vez primera, la joven miro a su alrededor, intentando descubrir dónde estaba. Habíala dominado una sensación de miedo, de horror a todo, pero ahora parecía regresar lentamente a la realidad. Se hallaba en una habitación de regulares dimensiones, decorada y amueblada en un estilo que le resultaba vagamente familiar. Una mesa, una litera, un armario, una silla corriente, un estetoscopio encima del pupitre y un aparato que la chica se figuró que tenía cierta relación con los ojos… Más adelante, su atención se apartó de lo general para fijarse en lo particular: el hombre que acababa de acercar a sus labios un vaso…