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Tendría treinta y tantos años. Sus cabellos eran rojos. La cara del desconocido, de facciones irregulares, de trazos nada bellos, resultaba, sin embargo, muy interesante. Movió la cabeza expresivamente, como si hubiese querido terminar de tranquilizarla.

—¿A que se está recuperando ya?

—Eso creo… Yo… ¿Qué me ha sucedido?

—¿No lo recuerda?

—El tráfico… Yo… Vino corriendo hacia mí… —La muchacha miró atentamente a su interlocutor—. Fui atropellada por un coche.

—¡Oh, no! Nada de eso —el hombre movió la cabeza de nuevo, denegando ahora—. Está hablando con un testigo presencial del hecho.

—¿Quién? ¿Usted?

—Se había plantado usted en medio de la calzada y avanzaba un automóvil velozmente. Dispuse de los segundos indispensables para apartarla bruscamente a un lado… Pero, ¿en qué estaba usted pensando, criatura, para dejar la acera en aquellos momentos?

—No acierto a recordar. Yo… Sí. Me imagino que estaría pensando en otra cosa, que caminaría distraída y…

—Se le acercaba un «Jaguar» rápidamente y había un autobús al otro lado de la vía. El automóvil no iba a atropellarla…

—No, no, claro… Seguro que no. He querido decir que…

—He estado pensando en ello… Bien. Pudo haber sido otra cosa muy distinta, ¿no cree?

—¿Qué insinúa usted?

—¿No pudo haber sido todo una acción deliberada?

—Deliberada… ¿Qué quiere decir?

—He llegado a pensar que quiso usted matarse —con gran naturalidad, el hombre añadió—: ¿Me he equivocado en mi suposición?

—Yo… Sí… Bueno. Por supuesto que sí.

—¡Qué estúpido medio el elegido por usted, de hallarme yo en lo cierto! —él se expresaba ya en otro tono—. Ahora tiene que esforzarse. Es preciso que recuerde lo sucedido.

La joven comenzó a temblar de nuevo.

—Yo creí… creí que todo terminaría de este modo… Me figuré…

—En consecuencia, intentó suicidarse, ¿eh? ¿Qué le ha pasado? Hábleme con entera franqueza. ¿Cosas de novios? Los asuntos amorosos pueden acabar muy mal. Además, la presunta víctima siempre se imagina que el otro (o la otra) sufrirá al enterarse de la terrible decisión… La verdad es que no debe de confiarse mucho en semejantes reacciones por parte del prójimo. A nadie le gusta vivir apesadumbrado; nadie quiere reconocerse culpable. El causante de la tragedia opta por hacerse este comentario cuando es el novio: «Siempre la tuve por una muchacha desequilibrada. Quizás haya ganado la pobre con desaparecer del mundo de los vivos». La próxima vez que se decida a tomarla con los «Jaguar» piénselo bien. Hasta los vehículos tienen sentimientos que merecen ser tomados en consideración. ¿Qué problema la agobia? ¿Le ha hecho alguna mala jugada su novio, señorita?

—No —repuso Norma—. ¡Oh, no! Sucedió todo lo contrario —de pronto, añadió—: Quería casarse conmigo.

—¿Es eso un motivo? ¿Quiso lanzarse bajo las ruedas de un «Jaguar» por tal causa?

—Procedí así porque…

Ella se interrumpió.

—Es mejor que me lo explique todo.

—¿Cómo llegué hasta aquí? —quiso saber Norma.

—La traje a esta casa en un taxi. Me pareció que no sufría graves heridas… Unas cuantas contusiones, todo lo más, espero que se haya producido. Estaba, eso sí muy afectada emocionalmente. Le pregunté por sus señas, pero usted se limitó a mirarme fijamente, como si no entendiese lo que le decía. La gente iba agolpándose a nuestro alrededor. Llamé a un taxi, la subí a él y la traje…

—¿Es esto la consulta de un medico?

—Sí. Y el doctor soy yo; Stillingfleet es mi apellido.

—¡Yo no quiero ver a ningún médico! ¡No quiero seguir hablando con usted! Yo no…

—Cálmese, cálmese. Hace diez minutos que habla usted con un médico… ¿Ha observado algo anormal en nuestra relación?

—Tengo miedo. Tengo miedo a que usted crea…

—Vamos, vamos… No vea en mí al doctor. ¿Quiere complacerme? Míreme como a un entrometido que le ha salvado de la muerte, que le ha salvado de otra cosa peor, quizá de haber perdido un brazo, de haberse fracturado una pierna, de haber sufrido heridas que la incapacitasen para el resto de su existencia… Conviene tener en cuenta otros detalles. Antiguamente, cuando una persona intentaba suicidarse y fracasaba en su empeño, era detenida y llevada ante los tribunales. Todavía corre usted ese riesgo… No podrá decir qué no le he sido sincero. Corresponda usted a mi actitud con otra de entera franqueza. Empiece a explicarme, por ejemplo, en qué se basa para que los médicos le inspiren tanto temor. ¿Le ha hecho algo malo alguno de mis compañeros?

—No. Nada. Es que temo…

—¿Qué teme concretamente?

—Temo que me encierren en cualquier clínica.

El doctor Stillingfleet enarcó sus espesas cejas, contemplando más atentamente que nunca a la joven.

—¡Vaya! Esa cabeza suya parece albergar muy curiosas ideas en lo tocante a nuestra sufrida clase. ¿Por qué he de pretender yo encerrarla aquí o allá? ¿Le gustaría tomar una taza de té? ¿Prefiere, acaso, un tranquilizante…?

Hubo una breve pausa en el diálogo.

—Bien, señorita… ¿Por qué ha de vivir alarmada? ¿Por qué ha de sentirse abatida? Usted no es ninguna perturbada. Y los médicos no tienen el menor interés en encerrar a la gente. Los manicomios se hallan saturados ya. Es difícil encontrar sitio en ellos para los que, desgraciadamente, aguardan fuera una oportunidad para entrar y someterse a tratamiento. Lo que se hace precisamente es lo contrario, dar facilidades para que los enfermos menos graves se trasladen a sus domicilios. En este país todo está atestado de gente: las clínicas, las calles, las salas de espectáculos…

»Bueno. ¿Hacia dónde se inclinan sus preferencias? ¿Desea tomar alguno de los medicamentos de mi botiquín, que está perfectamente surtido, dicho sea de paso, o le apetece más una buena taza de té inglés?

—Me gustaría tomar té —respondió Norma.

—¿Té procedente de la India o de la China? ¿No es ésta la pregunta correcta? Aunque del de China no sé si tengo…

—Me agrada más el de la India.

—Perfectamente.

El doctor se acercó a la puerta de la habitación, diciendo:

—¡Annie! ¿Quieres traer té para dos?

Tornando a sentarse, manifestó:

—Dejemos bien sentada una cosa, joven. A propósito… ¿cómo se llama usted?

—Norma…

—Norma…, ¿qué más?

—Norma West.

—Bien, señorita West. Planteemos la situación con toda claridad. Yo no hablo con usted en plan de médico, usted no ha venido a mi consulta como paciente. Usted es, sencillamente, la víctima de un accidente callejero. Así nos referiremos al suceso y así supongo que querrá que aparezca el hecho, que tantas consecuencias desagradables habría tenido para el conductor del «Jaguar», si hubiera usted logrado su lamentable propósito.

—Primeramente pensé en arrojarme por el pretil de un puente.

—¿De veras? No vaya a creer que le habría resultado fácil. Hoy en día, los constructores de puentes cuidan bien todos sus detalles. Quiero decir que se habría visto obligada a trepar por una de las paredes laterales, cosa muy penosa. Alguien la hubiera visto a tiempo. Bien. Continuaré con mi informe… En vista de su estado, en vista de que no podía lograr que me diera sus señas, la traje a esta casa. A propósito… ¿Quiere decirme ahora cuál es su dirección?