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—No tengo ninguna que dar. Yo no… no vivo en ningún sitio, concretamente.

—Muy curioso —dijo el doctor Stillingfleet—. «Sin domicilio conocido», suele indicar en estos casos la policía. ¿Dónde pasa las noches? ¿Dónde para durante el día? ¿Se dedica a vagar por las calles de la ciudad?

Ella le miró recelosa.

—Pude haber dado cuenta a la policía del accidente de que había sido testigo, aunque no era mi obligación. Preferí pensar, de momento, que abstraída en sus pensamientos cruzó la calzada sin tomar la precaución primero de mirar a la izquierda.

—Usted no responde a la idea que yo me había forjado de los médicos en general —manifestó Norma.

—¿De veras? He de confesarle que, profesionalmente, dentro de este país, me siento desilusionado. Tan es así que pienso cerrar mi consulta. Dentro de quince días, aproximadamente, me trasladaré a Australia. No tiene, pues, por qué temer nada de mí. Hábleme, en consecuencia, de lo que se le antoje. Confíeme sus más íntimos pensamientos. No crea que va a impresionarme si me dice que ha visto a unos cuantos elefantes de color rosa cruzar unos muros, o si se ha creído en peligro de morir estrangulada entre las ramas serpenteantes de varios árboles, o si ha descubierto al diablo en los ojos de ciertas personas. Escucharé esas y otras fantasías, similares con absoluta naturalidad. Permítame que le diga no obstante, que usted me parece una chica bastante cuerda.

—No creo serlo, sin embargo.

—Bueno. Es posible que tenga razón —contestó el doctor Stillingfleet, complaciente—. Veamos cómo se justifica.

—Hago cosas de tas que luego no me acuerdo… Refiero hechos míos pero más tarde no recuerdo haberlos contado.

—Con ello está indicándome que tiene muy mala memoria.

—No me comprende. Las cosas a que me refiero son… perversas.

—¿Manías de tipo religioso? He aquí un punto interesante.

—Nada de eso. Todo se refiere al odio, al que yo siento.

Alguien llamó discretamente a la puerta. Entró una mujer ya de edad, portadora de un servicio de té. Dejó la bandeja sobre la mesa y volvió a salir.

—¿Azúcar? —inquirió el doctor Stillingfleet.

—Sí, por favor.

—Una muchacha sensata. El azúcar es muy bueno cuando se ha sufrido una emoción fuerte.

El médico llenó dos tazas, colocando el azucarero entre ambos.

—Volvamos a lo nuestro —dijo luego—. ¿De qué hablábamos? ¡Ah, sí! Del odio.

—¿Es posible que una persona llegue a odiar intensamente a otra, hasta el extremo de desear matarla?

—¡Ya lo creo que es posible! —exclamó Stillingfleet—. Hasta natural, dada la frecuencia con que se da el fenómeno. Lo difícil es llegar al punto crucial incluso esforzándose. El ser humano posee un sistema de frenado peculiar, que acaba funcionando en los instantes críticos.

—Enfoca usted estas cuestiones como si fuesen algo corriente y moliente, el pan nuestro de cada día —observó Norma.

Había un leve tono de enojo en su voz.

—Lo son en realidad, amiga mía. Fíjese en lo que hacen los niños. Cuando se enfadan, se dirigen a sus padres empleando los siguientes términos, u otros parecidos: «Sois malos. Os odio. Os quisiera ver muertos». Las madres, habitualmente (personas sensatas, al fin y al cabo), no prestan atención a tales salidas de sus retoños. Son muchas las personas mayores que, desgraciadamente, sienten odio hacia otras. Pero ellas mismas eliminan la perspectiva de matar. La sombra de la prisión se alza ante esos seres, o del patíbulo, sí adoptan la actitud contraria. A propósito… No creo que estas consideraciones, señorita, tengan mucho, que ver con usted, ni siquiera de lejos…

Norma se irguió. Sus ojos, relampagueantes de ira, escrutaron el rostro del doctor.

—¿Cree usted que yo iba a mencionar cosas tan terribles si no fuesen ciertas?

—Un momento, un momento. La gente procede con frecuencia así. Hay personas que afirman cosas terribles sobre sí mismas y que incluso gozan procediendo de este modo —el doctor cogió la taza de la muchacha, ya vacía—. Será mejor que me lo cuente todo. ¿Quién o quiénes han merecido su odio? ¿Por qué tremendas pruebas haría pasar a esos seres que detesta?

—«Del amor al odio hay un paso», reza un proverbio.

—El cual, a decir verdad suena a melodrama. Tenga presente que el caso inverso es también posible. El refrán es válido en ambos sentidos. Y usted me ha dicho antes que no se trata de un escarceo amoroso con ningún muchacho. No hay nada de eso, ¿eh?

—No, no. Se trata… de mi madrastra.

—Aquí tenemos el motivo clásico de la cruel madrastra ¡Qué tontería! A su edad se está en condiciones casi siempre de apartarse de ella. ¿Qué le ha hecho, aparte de haberse casado con su padre? ¿Odia a éste también? ¿O le quiere tanto que no está decidida a compartir su cariño con ningún otro ser?

—No hay nada de lo que supone. Nada en absoluto. Amé a mí padre en otro tiempo. Le quise mucho. Era un hombre… era… maravilloso. Así pensaba yo.

—Atención ahora —dijo el doctor Stillingfleet—. Escúcheme. Voy a decirle algo… ¿Ve usted esta puerta?

Norma volvió la cabeza, fijando la vista en aquélla.

—Es una puerta corriente como tantas otras. No está cerrada con llave. Se abre y se cierra igual que otras muchas. Acérquese a ella. Haga la prueba… Ha visto a Annie entrar por ahí y salir después. Esto no ha sido una ilusión de sus sentidos. Levántese. Haga lo que le digo.

Norma abandonó su silla y con gesto vacilante obedeció. Quedóse plantada en el umbral, mirando al doctor inquisitivamente.

—Perfectamente. ¿Qué ve usted ahora? Un vestíbulo también corriente que, todo lo más, anda necesitado de unos retoques, cosa que no vale la pena ordenar ya, cuando estoy a punto de partir para Australia. Siga andando en dirección a la puerta principal y ábrala. Nada de extraño observará tampoco. Salga luego y pise la acera… Así se dará cuenta de que es usted completamente libre, de que nadie pretende encerrarla en ningún sitio. Cuando se haya convencido de que puede ir de un lado para otro fuera de esta casa, durante el tiempo que le plazca, regrese, siéntese en esta cómoda silla y cuénteme todo lo que recuerde sobre su propia persona. Seguidamente, procederé a aconsejarla. Y créame: mi consejo será de gran utilidad para usted, señorita. No es preciso que me prometa que va a seguirlo al pie de la letra —añadió el doctor para apaciguarla—. Es normal que la gente pida consejos. Lo es más todavía que no haga el menor caso de ellos. ¿Me ha comprendido? ¿Estamos de acuerdo?

La joven echó a andar lentamente, llegando a la puerta de la entrada que abrió corriendo un simple pestillo. Cuatro pasos más y empezó a caminar por la acera de una calle llena de edificios de decoroso aspecto, pero carente de interés. Permaneció quieta unos momentos, sin saber que estaba siendo observada por el doctor Stillingfleet, apostado junto a una ventana dotada de finos visillos. Transcurrieron dos minutos… Luego, con aire resuelto, giró en redondo, desanduvo el breve camino y de nuevo entró en la habitación en que se desarrollara la primera parte de su entrevista con el médico.

—¿Conforme? —inquirió aquél—. ¿Se ha convencido de que no tengo nada escondido en la manga? Todo está claro, pues. La muchacha hizo un gesto de asentimiento.

—Muy bien. Siéntese ahí. Póngase cómoda. ¿Fuma usted?

—Yo… si bien…

—Sólo cigarrillos de marihuana, ¿verdad? O algo por el estilo, ¿eh? No importa. No tiene por qué darme explicaciones.

—Desde luego que no hago uso de nada de lo que usted supone.

—¿«Desde luego»? Aquí no viene a cuento esta expresión, amiga mía. Pero, en fin, uno tiene que creer lo que el paciente dice. De acuerdo. Hábleme de usted ahora.