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La voz procedente del otro extremo del hilo telefónico inquirió con viveza:

—¿Qué ha dicho? Repita sus últimas palabras.

—Estoy elaborando un cuadro a grandes trazos…

Otro silencio.

—A propósito… He aquí un pequeño hecho que quizá le interese conocer: la muchacha realizó un torpe intento de suicidio. ¿Le sorprende?

»¡Oh, no! No. No ingirió una dosis de aspirinas, ni metió la cabeza en el horno de gas. Se plantó en la calzada frente a un «Jaguar» que corría más de la cuenta… Puedo decirle que llegué a su lado en el crítico instante… Sí. Creo que fue un impulso espontáneo. Lo admitió. Utilizo la frase típica; “deseaba acabar de una vez con todo”.

El doctor guardó silencio, escuchando a su comunicante, que le hablaba con gran rapidez, tras lo cual repuso:

—No lo sé. Por ahora no tengo seguridad. El cuadro clínico se ve bien claro. Nos hallamos frente a una chica nerviosa, una neurótica en estado de agotamiento a consecuencia de haber ingerido drogas de distintas clases. No. Aún no me es posible especificar… Estos casos se presentan por docenas. Los efectos son diferentes. Hay fenómenos de confusión, pérdida de memoria, impulsos agresivos, desorientación, poco o ningún juicio al enfrentarse con las cuestiones cotidianas… Lo difícil estriba en señalar las reacciones reales, diferenciándolas de las producidas por las drogas.

»Se nos ofrecen dos caminos a seguir… Puede que esta joven esté representando un papel, obstinándose en presentarse a sí misma como una neurótica, con tendencias suicidas… Cabe la posibilidad de que eso sea cierto también. Ahora bien, no hay que descartar tampoco la probabilidad de que todo sea un montón de embustes. ¿Y si ella hubiese forjado esta historia impulsada por una oscura razón? Podría ser que se empeñase en dar una falsa impresión de sí misma… En tal caso, habría que reconocer que se comporta de una manera muy inteligente. De cuando en cuando, surge algo que no encaja a la perfección en la trama que nuestra amiga nos ofrece. ¿Se trata de una actriz consumada? ¿O es una persona estúpida, una presunta suicida corriente y moliente? Es posible, desde luego… ¿Cómo dice?… ¡Oh! ¡El “Jaguar”!… Sí. El automóvil corría lo suyo. ¿Usted cree que pudo no ser un intento de suicidio? ¿Opina que quizá quisiera atropellarla el individuo que conducía el “Jaguar”?

El doctor Stillingfleet reflexionó unos segundos.

—No puedo decírselo —declaró después—. Pudo ser así, naturalmente. Sí… Pero yo no había llegado a tal interpretación. Claro, también hay que contar con esa hipótesis… La complicación siempre es posible, ¿no? De todos modos, dentro de poco ella me va a ofrecer más detalles. La chica se muestra inclinada a depositar su confianza en mí. Todo saldrá perfectamente, con tal de que yo no me precipite, con tal de que no suscite en ella recelos. Nuestros lazos no tardarán en estrecharse. Yo seré el receptor de sus confidencias al final. De momento se siente atemorizada por algo…

»Sí, naturalmente… Me conducirá de la mano, hasta que demos con el porqué. Se encuentra en Kenway Court y me figuro que se quedará allí. Le sugiero la conveniencia de que designe una persona para su vigilancia por espacio de un día o dos… De esta manera, si decide marcharse podrá ser seguida. Lo más indicado es alguien que no conozca de vista, para eludir todo riesgo…

Capítulo XI

Andrew Restarick estampaba su firma al pie de un cheque. Hizo una mueca al proceder así.

Su despacho era grande. Se hallaba hermosamente amueblado, con los elementos típicos que suelen rodear inevitablemente al hombre de negocios próspero, al magnate moderno. Todo aquello había pertenecido a Simón Restarick. Andrew lo había aceptado sin demostrar mucho interés por los detalles. Habíase limitado a realizar unos cuantos cambios. En su día hizo quitar un par de cuadros, sustituyéndolos por su retrato, que se había traído desde el campo, y una acuarela.

Andrew Restarick era un hombre de mediana edad, que comenzaba a estar metido en carnes. Cosa extraña: quien ocupaba aquella mesa de trabajo presentaba escasas diferencias con la figura del cuadro, pintado quince años atrás, y que colgaba de la pared, por encima de su cabeza. La misma barbilla prominente, idénticos labios, firmemente apretados, iguales cejas, ligeramente alzadas, que daban a su rostro una expresión burlona. Sus rasgos, en general, eran más bien corrientes… Andrew podía ser conceptuado como un tipo normal, en aquellos momentos no muy sereno.

Entró su secretaria en el despacho. La joven avanzó hacia la mesa al levantar él la vista.

—Ahí fuera hay un señor. Dice llamarse Hércules Poirot e insiste en que tiene una cita con usted… Sin embargo, yo no he conseguido localizar entre mis notas ninguna relativa a esta entrevista.

—¿Hércules Poirot? —aquel nombre le resultaba vagamente familiar. Pero Andrew Restarick no logró recordar nada concreto en relación con su visitante—. No sé… No obstante, he leído ese nombre en algún periódico o libro. Quizá se lo haya oído pronunciar a alguien… Descríbame a ese señor, ¿quiere?

—Es de pequeña talla… extranjero… de nacionalidad francesa, seguramente… con un bigote enorme…

—¡Claro! Recuerdo que Mary me habló de él. Se presentó en casa, para ver al viejo Roddy. Bueno, pero, ¿qué hay de esa cita conmigo?

—Dice que usted le ha escrito una carta.

—No me acuerdo… ¿Que yo le he escrito una…? Tal vez, Mary… Bueno, no importa… Hágale pasar. Veamos qué es lo que desea exactamente.

Unos segundos después, Claudia Reece-Holland volvía a entrar en el despacho acompañada por un hombrecillo de cabeza en forma de huevo, en cuyo labio superior campeaba un frondoso bigote. Su persona emanaba un aire de íntima complacencia que redondeaba la descripción que a Andrew Restarick facilitara su esposa.

—El señor Hércules Poirot —dijo Claudia Reece-Holland.

Tornó a salir; nada más que empezar a acercarse el recién llegado a Andrew. Éste se levantó.

—¿El señor Restarick? Soy Hércules Poirot…

—¡Oh, sí! Mi esposa me dijo que había estado usted en casa, para ver a mi tío. ¿En qué puedo servirle?

—He hecho acto de presencia aquí contestando a su carta.

—¿A qué carta se refiere? Yo no le he dirigido a usted ningún escrito, señor Poirot.

Éste miró fijamente a su interlocutor. Luego, sacó de uno de sus bolsillos una hoja de papel cuidadosamente plegada, que procedió a extender con todo esmero. Con una leve reverencia, se la alargó a Restarick, por encima de la mesa.

—Léala usted, monsieur.

Restarick contempló vacilante el papel. Era el que utilizaba normalmente su secretaria. En el ángulo inferior derecho descubrió una firma.

Estimado señor Poirot:

Le quedaría muy reconocido si tuviese la amabilidad de visitarme en las señas arriba indicadas, lo antes posible. Deduzco de lo que mi esposa me ha dicho y también de los informes solicitados en Londres, que usted es un hombre en el cual se puede confiar cuando se muestra dispuesto a aceptar un encargo que exige la máxima discreción.

Suyo atentamente,

ANDREW RESTARICK

Andrew inquirió con viveza:

—¿Cuándo recibió esto?

—Esta mañana. No tenía nada más importante que hacer de momento y opté por complacerle.