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—Se trata de algo muy extraño, monsieur. Esta carta no fue escrita por mí.

—¿Que no fue escrita por usted?

—No. Yo firmo siempre de otra manera… ¿Quiere verlo?

Proyectó una mano sobre la mesa, haciéndola vagar brevemente de un lado para otro, en busca de algún escrito de su puño y letra. Finalmente, dio con su libro de cheques, que se hallaba abierto todavía, en la primera hoja del cual se veía su firma.

—¿Ve usted? La de la carta no se parece en nada a la mía.

—Pero esto es asombroso, señor Restarick. ¿De quién ha podido salir este escrito?

—Eso es lo que yo me pregunto.

—¿No puede haber sido… perdóneme… su esposa la autora de la carta?

—No, no. Mary no haría una cosa semejante. Además, ¿por qué había de firmar con mi nombre? ¡Oh, no! De haber procedido así hubiera puesto en mi conocimiento su inminente visita.

—Así, pues, ¿no tiene usted la menor idea sobre la procedencia de la misiva?

—Ciertamente que no.

—¿No sabe tampoco nada, señor Restarick, sobre el asunto que en ella se alude?

—¿Qué puedo saber yo de eso?

—Perdone —dijo Poirot—. Me parece que no ha leído la carta en su totalidad. Observe que más abajo de su firma hay una pequeña postdata.

Restarick volvió a fijarse en el papel. El asombro que le causara el texto principal le había hecho interrumpirse al principio, cortando prácticamente la lectura su diálogo con Poirot. Las otras dos líneas decían lo siguiente:

El asunto sobre el cual deseo consultarle guarda relación con mi hija Norma.

Ahora observó Poirot un cambio en los modales de Restarick. La faz de éste pareció ensombrecerse.

—De eso se trata, pues, ¿eh? Pero, ¿quién puede estar enterado…? ¿Quién se atreve a entrometerse en estas cosas? ¿Quién?

—Le diré lo que pienso. ¿No habrá sido ésta una treta para forzarle a usted a ponerse en comunicación conmigo? Quizás ande por en medio algún amigo bien intencionado. ¿No es usted capaz de señalar a ningún probable autor del escrito?

—Ya he dicho que no.

—¿Y no tiene usted en la actualidad ningún problema con su hija, con Norma?

Restarick dijo lentamente:

—Lo que si es verdad es que tengo una hija de ese nombre. No poseo más descendencia.

—¿Se halla en algún aprieto acaso? ¿Tiene alguna dificultad de un tipo u otro?

—No, que yo sepa.

Pero Andrew Restarick vaciló levemente al pronunciar estas palabras:

Poirot se inclinó hacia él.

—Creo que no me ha dicho la verdad, señor Restarick. Lo más seguro es que se está usted enfrentando con algún problema relacionado con su hija.

—¿Por qué piensa así? ¿Le han contado a usted algo, en este aspecto?

—No he hecho más que observar sus reacciones, monsieur. En nuestro mundo de hoy son numerosos los padres que tienen problemas con sus hijas —manifestó Hércules Poirot—. Las jóvenes posen una aptitud especial, derivada de su propia naturaleza y carácter, para meterse en peligrosos atolladeros. ¿Por qué no puede ocurrirle lo mismo a su chica? ¿Qué hay de extraño en ello tal como hoy se enfoca la vida?

Restarick guardó silencio unos momentos, tabaleando sobre su mesa de trabajo.

—Pues, sí… Norma me preocupa —dijo por fin—. Es una muchacha bastante difícil. Veo en ella a una neurótica que se inclina hacia el histerismo. Yo… desgraciadamente, no la comprendo muy bien.

—Habrá, quizás, algún muchacho por en medio…

—En cierto modo. Pero no es eso lo que a mí me lleva de cabeza. ¿Es usted un hombre auténticamente discreto?

—Dentro de mi profesión habría llegado a ser bien poco, de lo contrario…

—Este caso se reduce… Yo lo que quiero es saber el paradero de mi hija.

—Explíquese.

—Habitualmente pasa el fin de semana con nosotros, en el campo. Es lo que hizo este último sábado. El domingo por la noche regresó… Ocupa un piso con otras dos muchachas. Después me he enterado de que no se presentó allí, como de costumbre. Tiene que haberse ido… ¡yo qué sé a dónde!

—En otras palabras: ha desaparecido.

—Se me antoja una declaración exagerada. Sin embargo, en definitiva, eso es realmente lo que ha sucedido. Espero que el episodio sea luego explicado con toda naturalidad, pero entretanto… Supongo que cualquier otro padre estaría lo mismo de preocupado que yo. Mi hija no ha telefoneado, ni avisado por otro medio a las muchachas que con ella viven.

—¿También ellas andan preocupadas?

—No. Yo no diría que lo estén… Me inclino a pensar que ellas aceptan tal estado de cosas con toda tranquilidad. Las jóvenes de ahora se distinguen por su espíritu independiente. Son más libres que las de hace quince años, cuando yo salí de Inglaterra.

—¿Y qué me dice del muchacho que a usted le disgusta como acompañante asiduo de su hija? ¿Será posible que se haya escapado con él?

—Deseo fervientemente que no. Claro que cabe esa posibilidad, pero… Mi esposa lo niega. Me parece que usted llegó a conocer a ese joven. Sí: el día en que fue a visitar a mi tío…

—¡Ah, sí! Desde luego que lo conozco. Un buen mozo, si se me permite decirlo. Advertí que su esposa no se sentía muy complacida precisamente al verle…

—Mi esposa está convencida de que ese día anduvo por la casa procurando escapar a la observación de los que allí se encontraban.

—Quizá sepa que no es bien recibido…

—Sin «quizá». Está seguro de ello —manifestó Restarick sombríamente.

—¿No cree usted entonces en la posibilidad de que su hija se haya reunido con él?

—No sé absolutamente qué pensar. Al principio me figuré que… no.

—Habrá comunicado el hecho a la policía, supongo.

—No.

—Cuando una persona desaparece, lo mejor es ponerse en contacto con la policía. Los agentes son siempre discretos y disponen además de muchos medios para desarrollar su labor, medios de los cuales un simple particular, como yo, carece.

—No quiero recurrir a la policía. Se trata de mi hija, ¿comprende usted?, mi hija. Si ha preferido desaparecer por algún tiempo sin informarnos de ello… bueno. Eso es cosa suya. No existe ninguna razón para pensar que está en peligro. Yo quiero averiguar su paradero sólo para mi tranquilidad.

—Puede ser, señor Restarick… Espero que no tome a mal lo que voy a decirle… Puede ser que usted esté preocupado por algo concreto, que quiera saber dónde se encuentra por algo más que para quedarse tranquilo.

—¿Qué es lo que le induce a formular tal suposición?

—Lo siguiente: hoy no es nada del otro mundo que una chica se ausente del lugar en que vive o no se deje ver por espacio de varios días sin comunicárselo previamente a sus familiares o amigos. Usted se ha alarmado por algo más.

—Tal vez tenga usted razón. Verá. Es que resulta… —Andrew miró vacilante a Poirot—. Es que resulta muy violento hablar de ciertas cosas con los extraños.

—No estoy de acuerdo con usted. Es infinitamente más fácil hablar de asuntos delicados con las personas ajenas a la familia que con los amigos o parientes. Se expresa uno con más libertad. ¿No le parece que tengo razón?

—Quizá, quizá… Ya sé lo que quiere decir. Pues, sí. Admito que lo de mi hija me tiene trastornado. Le explicaré… Norma no es como las otras chicas de su edad y hay algo… algo que ha acentuado mis preocupaciones, que nos ha inquietado a los dos.

—Su hija, amigo mío, se encuentra en una edad difícil. Es una adolescente… Todos los jóvenes a esa edad, son capaces de emprender acciones de las que en muy escasa medida son responsables. No me lo tome a mal si yo aventuro ahora una suposición más. ¿Le disgusta a Norma tener que convivir con una madrastra?

—Ha tocado usted un punto desgraciadamente ingrato. Y he de señalar que la actitud que ha adoptado, contraria a mi mujer, es injusta. Lo de mi primera esposa, lo de nuestra separación, sucedió hace mucho tiempo ya. —Restarick hizo una pausa, agregando—: He decidido hablarle con entera franqueza. Después de todo, no es ningún secreto… Mi primera esposa y yo nos separamos… ¿Para qué entrar en detalles? Había conocido a otra mujer, de la que me enamoré. En compañía de ella salí de Inglaterra, dirigiéndome a África del Sur. Mi esposa no accedió a divorciarse de mí. Procuré que no le faltasen medios… La pequeña contaba por entonces cinco años solamente.