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Restarick calló unos momentos, prosiguiendo luego su discurso:

—Recuerdo perfectamente lo que me pasó… La vida que llevaba no me satisfacía lo más mínimo. Ansiaba viajar. Por entonces no me resignaba a vivir amarrado a una mesa, a un despacho. Mi hermano me echó en cara, en diversas ocasiones, mi escaso interés por los negocios de la familia. Sostenía que no hacía buen uso de mis facultades naturales. Pero aquella existencia me repugnaba. Yo era un hombre inquieto. Deseaba llevar una vida aventurera. Quería ver el mundo y sus rincones más remotos…

Andrew se interrumpió bruscamente.

—Bueno… Usted no ha venido aquí a escuchar la historia de mi vida. Me trasladé a África del Sur y Louise me acompañó. Nuestra unión no fue un éxito precisamente. He de admitirlo así. Me hallaba enamorado de ella. Pero nuestras riñas eran incesantes. No le gustaba vivir en el continente africano. Deseaba regresar a toda costa a París y a Londres, a los centros principales del mundo civilizado. Totaclass="underline" al año de haber llegado allí nos separamos.

El hombre suspiró.

—Tal vez debí volver entonces encajándome en la existencia rutinaria que tanto detestaba. Pero no regresé. No sé si mi esposa me habría perdonado o no. Probablemente sí, por estimar ésa su obligación. En lo tocante al cumplimiento de sus deberes era una mujer inflexible.

Poirot se fijó especialmente en el tono amargo con que había pronunciado Restarick las últimas frases.

—Pienso que hubiera debido mostrar más interés por Norma. En fin. La cosa estaba planteada de ese modo. A la niña, que, naturalmente, vivía con su madre, no le faltaba nada. Yo me había ocupado a su tiempo de la parte económica. Le escribía de cuando en cuando, enviándole regalos, pero nunca me pasó por la cabeza la idea de presentarme en Inglaterra para verla. De todo esto no tuve yo la culpa por completo… Llevaba una existencia nada apta para una criatura. Mis incesantes idas y venidas la habrían descentrado, quizá, de haber estrechado nuestros contactos. Digamos que dentro de todo guiaba mi conducta la mejor de las intenciones en aquel aspecto.

Ahora, Andrew Restarick hablaba de prisa, con fluidez. Parecía hallar un gran consuelo al confiarse a un oyente comprensivo y atento. Era una reacción que Poirot había observado, poniendo acto seguido los medios a su alcance para darle consistencia.

—¿De veras que nunca pensó en volver por aquellas fechas?

Restarick movió la cabeza, denegando.

—No. Le diré por qué… Llevaba la vida que a mí me gustaba, para la cual creía encontrarme perfectamente preparado. De África del Sur pasé a la zona oriental del continente. Desde el punto de vista financiero no podía quejarme. Cuanto caía en mis manos parecía prosperar. Trabajé solo y en compañía, asociado con hombres emprendedores, y siempre me fueron las cosas bien. Me movía a gusto en aquellos ambientes. Yo soy, por mi carácter, un hombre de la calle. Por tal motivo, quizás, al contraer matrimonio con mi primera mujer experimenté la impresión de que había caído en una trampa, de que acababa de quedar atado de pies y manos. No. No regresé, amaba la libertad sobre todo y no deseaba, en absoluto, volver a vivir la convencional vida que había llevado aquí.

—Pero al final…

Andrew suspiró nuevamente.

—Sí. Al final claudiqué. Bueno. Es que no en balde, uno se va haciendo viejo. Ocurrió también que tuve una racha de suerte en compañía de uno de mis socios. Nos aseguramos una concesión que podía tener interesantísimas derivaciones. Había que efectuar ciertas negociaciones en Londres… Mi hermano hubiera podido encargarse de ellas, pero por entonces aquél había fallecido ya. Yo pertenecía todavía a la firma familiar. De querer, podía regresar y actuar personalmente. Era la primera vez que pensaba en tal posibilidad, en la de volver a la vida de la City

—Tal vez su esposa… su segunda esposa…

—Sí. Por ahí no va usted desencaminado. Mary y yo llevábamos un mes o dos de casados cuando murió mi hermano. Mary nació en África del Sur pero había estado en Inglaterra en diversas ocasiones y le gustaba esta tierra. Lo que más le alegraba era poder tener un jardín aquí…

»¿Qué pensaba yo? Bien. Por vez primera me dije que se imponía la vuelta, que aquí no lo pasaría mal. También pensé en Norma. Su madre había muerto hacía dos años. Hablé con Mary… No se opuso, en absoluto, a que yo integrase a la chica en nuestro hogar. Todo parecía hallarse perfectamente planteado y entonces… —Restarick sonrió—, entonces nos presentamos aquí.

Poirot contempló el retrato que colgaba del muro, por encima de la cabeza de Andrew. La luz del despacho era mejor que la de la casa de campo. El cuadro reproducía la figura del hombre que ocupaba el sillón, frente a la mesa. Las mismas facciones, el gesto obstinado, que subrayaba el mentón, las cejas irónicas, igual posición de la cabeza… Pero el individuo del cuadro tenía algo de que carecía el ejemplar reaclass="underline" ¡juventud!

Poirot se formuló una pregunta. ¿Por qué había trasladado Andrew Restarick el cuadro a su despacho de Londres, desde el campo? El retrato suyo y el de su esposa habían estado siempre juntos. Habían sido pintados por las mismas fechas, aproximadamente, por un artista popular en su época, especializado en aquella clase de trabajos. Hubiera sido más natural, se dijo Poirot, dejarlos juntos, como habían estado desde el principio. Pero Restarick no había opinado igual, sin duda… ¿Vanidad? ¿Afán de presentarse ante todos como un personaje destacado de la City? Y, sin embargo, él era un hombre que había pasado la mayor parte de su vida en sitios alejados, remotos, salvajes, sitios que además, prefería. También podía ser que quisiera obsesionarse, que deseara identificarse con su nueva personalidad. Era muy posible que anduviese empeñado todavía en la tarea de convencerse a sí mismo al reflexionar sobre las secuelas de su última decisión.

«¡Naturalmente que puede ser una cuestión de simple vanidad!», concluyó Poirot.

«Incluso yo mismo —se dijo Hércules Poirot, en un arrebato de modestia, nada habitual en él—, incluso yo soy capaz de dejarme llevar de la vanidad».

La breve pausa, de la cual los dos hombres no parecieron darse cuenta, terminó. Restarick se expresó ahora en un tono de excusa.

—Tendrá usted que perdonarme, señor Poirot. He estado aburriéndole con la historia de mi vida.

—No tengo nada que perdonar, señor Restarick. Me ha hablado de su existencia en la medida que ésta podía afectar a su hija. Por su causa, según aprecio, se halla usted gravemente preocupado. Pero se me antoja que aún no me ha revelado el verdadero origen de su desasosiego. Usted querrá localizar a Norma, ¿verdad?

—Sí, naturalmente.

—De acuerdo. Y ¿desea que sea yo quien dé con ella? No vacile, por favor. La politesse… es muy necesaria en la vida, pero en la presente situación podemos prescindir de ella. Escúcheme. Yo, Hércules Poirot, le aconsejo que si quiere que Norma sea hallada se dirija inmediatamente a la policía. Ésta dispone de magníficos medios para desarrollar tal labor y, por experiencia propia, le diré que sus miembros actuarán con la máxima discreción.

—No quiero recurrir a la policía. Sólo me pondré al habla con ella si la situación llega a ser desesperada.

—¿Preferiría un detective privado?

—Sí. Ahora bien, no conozco a nadie, no sé cuál podría ser el hombre idóneo, a quien poder confiarme…