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—¿Qué sabe usted concretamente acerca de mi persona?

—No mucho. Sé, por ejemplo, que desempeñó un puesto de responsabilidad dentro del servicio secreto durante la guerra y que mi tío ha elogiado su celo y eficiencia. Es éste un hecho admitido.

Restarick no sorprendió la expresión débilmente irónica que apareció en el rostro de Poirot. Éste se hallaba, desde luego, bien impuesto de que el hecho admitido era una ilusión… Y, no obstante, Restarick tenía que saber cuan poco se podía confiar en la memoria y en la vista de sir Roderick. El «cuento» de Poirot había producido su efecto. Andrew se había tragado hasta el anzuelo. Poirot, ni que decir tiene, no iba a sacarle de su engaño. La experiencia hizo pensar a aquél una vez más, que no debía dar crédito a nada, por evidente que fuese, sin que mediara la previa comprobación. «Sospecha de todo el mundo…» Éste había sido por espacio de muchos años, o mejor, a lo largo de toda su existencia profesional, uno de sus lemas favoritos.

—Permítame que le tranquilice —dijo Poirot—. A lo largo de mi carrera he cosechado muchos triunfos. En muchos aspectos, no ha habido nadie que me igualara.

Las anteriores palabras produjeron en Andrew Restarick un efecto contrario al perseguido por Poirot. El inglés normalmente mira con cierto recelo al hombre que se alaba a sí mismo.

—¿Cuál es su impresión acerca del caso, monsieur Poirot? ¿Cree usted que podrá dar con mi hija?

—Sí. Lo más seguro es, sin embargo, que necesite para ello más tiempo del que la policía requeriría.

—De conseguir…

—Pero si de veras desea que averigüe su paradero, señor Restarick, habrá de ponerme al corriente de todas las circunstancias que concurren en este asunto.

—¡Pero si ya le he dicho todo lo que había! He hablado del sitio en que ella vive, creo haber citado sus señas… Podría facilitarle una lista de amistades…

Poirot movió violentamente la cabeza varias veces, a un lado y a otro.

—No, no. Le sugiero que me diga toda la verdad.

—¿Supone que he silenciado algo deliberadamente, que he mentido?

—No me lo ha dicho todo ¡Oh! Estoy seguro de eso. ¿Qué es lo que teme usted? ¿Cuáles son, concretamente, los detalles desconocidos? Bueno… Desconocidos para mí. He de estar al tanto de ellos para poder cumplir su encargo, para que mi misión acabe en rotundo éxito. Su hija detesta a su madrastra. Eso es evidente. Nada hay de extraordinario en ello. La reacción es muy natural. Recuerde que durante muchos años idealizó su figura en secreto. Suele suceder esto cuando un matrimonio se deshace y los hijos sufren un severo revés en sus afecciones. Sí, sí. Sé muy bien lo que me digo… Los niños olvidan, afirma usted. Es verdad. Su hija pudo haberle olvidado en un sentido. Podía no haber recordado, por ejemplo, su cara ni su voz. Cabía que se forjara una nueva imagen de usted. Su padre se hallaba lejos. Ansiaba su regreso. La madre, indudablemente procuraba no hablarle de usted, por cuya razón, quizá, de su memoria no se esfumó el ausente. Usted le importaba más y más. Al no poder hablar del padre con ella reaccionó de un modo natural en una criatura: vio en su madre a la culpable de su ausencia. Se dijo algo así: «Papá me quería. Es a mamá a quien él no quiere». De ahí arranca el proceso de idealización, determinante de un secreto lazo entre usted y la chica. De lo ocurrido no tenía la culpa su padre… ¡Nadie le convencería jamás de lo contrario!

»Sí, señor Restarick. Puedo asegurarle que tales cosas suceden bastante a menudo. Soy algo psicólogo. En consecuencia, cuando la joven se entera de que usted vuelve, de que van a reunirse de nuevo, muchos recuerdos dormidos cobran vida en su mente. ¡Su padre regresa, por fin! Otra vez van a reunirse, para vivir juntos y felices el resto de sus existencias. Lo más probable es que no haya pensado en la madrastra, hasta el instante de verla. Entonces siente unos violentos celos. Nada más natural, señor Restarick, se lo aseguro. La joven se muestra celosa porque su mujer es hermosa, porque es una dama de mundo, porque la ve llena de aplomo, cualidad esta última de que carecen las chicas de familia debido a la falta de confianza en sí mismas. Su hija se nota torpe incluso, naciendo entonces dentro de ella un complejo de inferioridad. En estas condiciones, lo más lógico es que al enfrentarse con la bella y desenvuelta mujer que es su madrastra empiece a odiarla. No olvide que estamos hablando, en fin de cuentas, de una adolescente…

—Bien —Restarick vaciló—. Todo esto es, más o menos, lo que nos dijo el doctor cuando le consultamos. Quiero significar…

—¡Aja! —exclamó Poirot—. De manera que consultaron el caso a un doctor, ¿eh? Debió de mediar alguna sólida razón para ir en busca del médico…

—Nada hubo de particular realmente.

—¡Oh, no! Usted no debe decirle eso a Hércules Poirot. Nada hubo de particular, realmente. Tuvo que haber algo grave y lo mejor es que me lo diga, ya que si conozco en detalle todo lo que pasó por el cerebro de la chica yo haré más progresos en mi tarea. Todo irá rápido, entonces.

Restarick guardó silencio unos instantes. Por fin pareció tomar una resolución.

—¿Estamos hablando en confianza, señor Poirot? ¿Puedo confiar por entero en usted? ¿Me asegura que sí?

—Desde luego… ¿Qué fue eso?

—No sé muy bien a qué atenerme, créame.

—¿Emprendió su hija alguna acción contra su esposa? ¿Hizo algo más grave que mostrarse brusca con destempladas observaciones, con respuestas desagradables? Hubo algo peor, ¿sí, verdad? Algo más serio, sin duda. ¿Llegó a atacarla físicamente?

—No se trató de ningún ataque… No quedó probado nada…

—Admitámoslo, señor Restarick.

—Mi esposa no se encontraba bien…

—¡Ah! Sí, ya comprendo ¿De qué naturaleza era su enfermedad? ¿Alguna perturbación del aparato digestivo? ¿Una especie de enteritis?

—Es usted muy perspicaz, señor Poirot, muy perspicaz. Sí. La complicación se localizaba en el aparato digestivo. La dolencia de mi esposa nos desconcertó. Ella había gozado siempre de una salud excelente. Finalmente, fue a parar al hospital, para someterse a observación… ¿No se dice así? Los médicos procedieron a efectuar un reconocimiento general.

—¿Con qué resultado?

—Me parece que no quedaron satisfechos del todo. Ella se recobró rápidamente. Le dieron el alta. Pero la perturbación se repitió. Estudiamos las comidas que se le habían servido, vigilamos todo lo que entraba en la cocina. Parecía sufrir una intoxicación intestinal, sin que se pudiera localizar la causa. Se dieron nuevos pasos, se llevaron a cabo pruebas con los alimentos que mi esposa prefería. Mediante el examen de varias muestras quedó definitivamente probado que en varios platos se halla presente cierta sustancia, ingerida solamente por Mary, ya que ella había sido la única persona que comiera lo que contenían.

—Digámoslo de una vez, sin más rodeos: alguien le estaba administrando arsénico. ¿Es así?

—Así es, efectivamente. En pequeñas dosis… El fatal desenlace se produciría por acumulación de las mismas.

—¿Sospechó de su hija?

—No.

—Yo me inclino a pensar que sí. ¿Qué otra persona pudo hacer eso? Decididamente, usted sospechó de su hija.

Restarick suspiró.

—Francamente: sí.

* * *

Poirot llegó a su casa. George le estaba esperando.

—Una mujer llamada Edith telefoneó, señor…

—¿Edith?

Poirot frunció el ceño.

—Según he deducido, es la servidora de la señora Oliver. Me indicó que le dijera que ésta se encuentra en el hospital de St. Giles.

—¿Qué le ha sucedido?

—Me parece que fue atacada y golpeada en la cabeza…

George se abstuvo de añadir la última parte del recado: «…y dígale que de lo ocurrido tiene él la culpa».