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—Tomaré una taza de té en la cocina con George —anunció—. Yo dispongo de tiempo. Esperaré.

El hombre se esfumó, camino de aquel lugar de la casa. Poirot entró en su cuarto de estar, por el cual se paseaba sir Roderick, derrochando vitalidad.

—Le he localizado ya, amigo mío —dijo el anciano de buen humor—. ¡Qué cosa tan maravillosa el teléfono!

—¿Recuerda usted ya mi nombre? Me alegro de…

—Bueno, no es que recuerde su nombre, exactamente —declaró sir Roderick—. Usted sabe que esto de conservar los nombres de los demás en la memoria no ha sido nunca mi punto fuerte. En cambio, jamás olvido un rostro —añadió en tono orgulloso—. No… Estuve hablando por teléfono con Scotland Yard.

—¡Oh!

Poirot parecía hallarse alarmado. Reflexionó que aquello era de esperar en un hombre como sir Roderick, no obstante.

—Me preguntaron que con quién deseaba hablar. Respondí: «Póngame con el jefe de todos los servicios». Así es cómo hay que proceder en la vida, amigo mío. Supriman los mediadores, los «segundos». Es preciso subir a la cumbre, tal es mi norma.

»Dije quién era yo… Al final me salí con la mía. Me atendió un funcionario muy cortés. Le pedí las señas de un individuo que había pertenecido a los servicios secretos aliados quien en cierta época y lugar había coincidido conmigo dentro de Francia. Mi comunicante parecía hallarse un tanto desconcertado. Insistí: “Se trata de un francés o de un belga”. ¿Usted no es belga? Añadí: “Su nombre de pila es algo así como… Achilles. No, no es Achilles, sino que se le asemeja… Un frondoso bigote…” Entonces, el otro comprendió, hizo memoria y me contestó que su nombre figuraba en la guía telefónica. Contesté que conforme, pero que no se hallaría registrado por Achilles o Hércules… ¿No podía recordar su apellido? Por fin me lo dio. Un señor muy amable, sí. He de decirlo…

—Encantado de verle —repuso Poirot, que no quería pensar en lo que hubiera podido decir a sir Roderick más adelante su comunicante.

Afortunadamente, no debía de tratarse de ningún alto jefe. Lo más seguro era que fuese alguna persona que él realmente conociese, encargado de atender con toda cortesía a los colaboradores distinguidos de otros tiempos.

—Bien. El caso es que aquí me tiene —concluyó sir Roderick.

—Es un honor para mí verle por esta casa, sir. Permítame que le ofrezca algo de beber… ¿Le apetece un té? ¿Le gustaría más, tal vez, una granadina, un whisky con soda, un sirop de cassis…?

—¡Santo Dios! No —repuso sir Roderick, espantado a la sola mención del sirop de cassis—. Prefiero un whisky. No me están permitidos los licores —añadió—, pero todos sabemos que los médicos son muy estúpidos. Todo lo resuelven prohibiéndole a uno lo que más le agrada.

Poirot tocó el timbre para llamar a George, al que facilitó en seguida las oportunas instrucciones. Al poco, sir Roderick tenía al alcance de su mano la botella de whisky y el sifón. El servidor de Poirot se retiró inmediatamente.

—Dígame ahora en qué puedo servirle —repuso Poirot.

—Tengo un trabajo para usted, amigo mío.

A medida que pasaban las horas, sir Roderick parecía más convencido de su estrecha unión con Poirot en otra época, circunstancia beneficiosa por partida doble, pensó aquél, ya que reforzaría la confianza que en sus aptitudes pudiera tener el sobrino de su visitante.

—Quiero referirme a unos papeles —declaró sir Roderick, bajando la voz—. He perdido unos papeles y no tengo más remedio que encontrarlos ¿comprende? Por mi vista no me encuentro en condiciones de ir a ninguna parte… Además, me falta la memoria. Me hallo forzado a recurrir a otra persona. Es lo mejor, ¿no? El otro día llegó usted a casa con toda oportunidad, en el momento crítico, cuando le necesitaba…

—Muy interesante —comentó Poirot—. ¿De qué se habla en esos documentos?

—Perfectamente. Si va usted a dedicarse a buscarlos, es lógico que pregunte. Le diré que son escritos muy reservados, altamente confidenciales. Bueno… Lo fueron en otro tiempo. Y todo parece indicar que van a poseer de nuevo su antiguo carácter. Un intercambio de cartas. No tuvieron una importancia particular en esa época… O, por lo menos, así se pensó. Pero… la política cambia de rumbo con frecuencia. Ya sabe lo que suele suceder en este terreno: lo de arriba se vuelve hacia abajo y viceversa. ¿Se acuerda de cuando estalló la guerra? Unas veces andábamos de pie y otras de cabeza. En una guerra fuimos amigos de los italianos; en la siguiente eran nuestros enemigos. En el primer conflicto armado los japoneses eran nuestros amados aliados; en la otra, aquéllos volaban Pearl Harbour. No sabe uno nunca a qué atenerse en realidad. Empezamos al lado de los rusos a combatir y terminamos enfrentándonos a ellos. Reconozca, amigo Poirot que nada es más difícil de aclarar hoy en día que la cuestión de los aliados. La situación, en este aspecto, suele cambiar frecuentemente y de la noche a la mañana.

—Así, pues, ha perdido usted unos papeles… —señaló Poirot con toda intención, recordando al anciano el objeto de su visita.

—Sí. Yo había procedido a guardarlos con todo cuidado. Los tenía en la caja fuerte de un banco, sacándolos posteriormente. Verá usted… Quería escribir mis memorias. Ahí tenemos a Montgomery, a Alan Brooker, a Auchinleck… ¿Qué han hecho? Principalmente, en fin de cuentas, se han dedicado a decir todo lo que pensaban de los otros generales. Tenemos, incluso, el caso de un Moran, un doctor respetado, contando cosas referentes a sus ilustres pacientes. ¿Qué va a venir después? ¡Cualquiera lo sabe! Pues sí… Pensé que me distraería mucho referir hechos concernientes a las personas que conocí.

—Tengo la seguridad de que lo que usted haga interesará a mucha gente —opinó Poirot.

—¡Oh sí! Conozco a muchas personas de fama, que son miradas por el público sencillo con infantil asombro. Soy de los pocos que están al corriente de las necesidades de aquéllas ¡Dios mío! ¡La de errores que han cometido! Si los conociera usted en detalle se quedaría aterrado. Sí. Yo estoy bien informado, amigo mío.

»Saqué, pues, mis papeles de la caja fuerte, procediendo a clasificarlos. Disponía para tal labor de la ayuda de esa jovencita ¡Qué simpática, qué inteligente! No domina el inglés a la perfección, pero resulta brillante y servicial. Deseché un sinfín de «hojarasca»… Pero avanzando en mi estudio descubría por último que los papeles que buscaba no se hallaban entre los que tan celosamente guardara.

—¿De veras?

—Como se lo digo. Al principio, creíamos haber procedido un poco a la ligera en nuestra revisión, por cuya razón repetimos la labor. Ya no hubo duda, Poirot… Me faltaban muchas cosas. Parte de los papeles sustraídos carecían de importancia. En su totalidad, realmente, no eran de gran trascendencia… Eso, al menos se había estimado, ya que de lo contrario supongo que no habría permitido que los conservara yo. Bueno, el caso es que aquellas cartas, concretamente, no estaban allí.

—No desearía que me juzgase indiscreto, sir Roderick, pero, ¿podría decirme qué carácter tenían esas misivas?

—¿Puedo hacerlo?, he de preguntarme yo. Para aludir a su contenido tengo que referirme a una persona que hoy habla mucho acerca de lo que hizo y dijo en el pasado. Pero no dice la verdad y esas cartas revelan hasta qué punto miente el individuo en cuestión. Me imagino qué ahora no serían publicadas. Nosotros le enviamos unas copias de ellas, señalándole qué fue lo que realmente manifestó en su momento y lo que nosotros íbamos a escribir. No me sorprendería que… que las cosas tomaran otro rumbo tras esto. ¿Me entiende? Creo que apenas necesito insistir sobre el tema. Usted se halla familiarizado con esa clase de chismorrerías.

—Tiene usted razón, sir Roderick. Sé muy bien por dónde va. Sin embargo, ha de comprender… Hágase cargo… ¿Cómo voy a ayudarle a recuperar algo cuya naturaleza desconozco? Unos detalles más pudieran facilitarme indicios respecto al paradero de las cartas robadas…