Выбрать главу

—Lo primero es antes: yo quiero saber quién ha sido el autor de la sustracción. Entiendo que ése es el punto capital de la cuestión. Quizás haya más documentos de importancia en mi pequeña colección y yo deseo saber quién anda metiendo las narices en ella.

—¿Tiene alguna idea sobre el particular?

—¿Cree usted que debo tenerla?

—Pues… La posibilidad principal apunta a…

—Sé lo que me va a decir. Usted quiere que señale a esa jovencita. Pues, no. No creo que haya sido ella. Sonia lo ha negado y, me inclino a pensar que la chica no miente. ¿Usted me entiende?

Poirot suspiró.

—Sí —replicó—. Lo entiendo.

—Hay una cosa, para empezar: es demasiado joven. No puede saber que esos papeles son importantes. Datan de una época anterior a ella.

—En cuanto a eso… Alguien podría haberle dado instrucciones —sugirió Poirot.

—Sí. Claro. Es verdad. Ahora bien, la treta se me antoja excesivamente simple.

Otro suspiro de Poirot. ¿A qué insistir? Sir Roderick se mostraba muy parcial, evidentemente.

—¿Quién más tenía acceso a esos papeles?

—Andrew y Mary, por supuesto. Dudo que el primero llegase a interesarse por mis documentos. Además, siempre ha sido un chico muy modesto. Siempre lo fue… No es que yo lo conociera a fondo. Solía pasar de cuando en cuando las vacaciones con su hermano y pare usted de contar… No pierdo de vista, desde luego, el hecho de su escapada (y no solo), abandonando a su mujer y a su hija… Pero, bueno, eso puede sucederle a cualquier hombre, especialmente cuando se tiene una esposa como Grace. A la que a decir verdad, tampoco conocí muy bien. Era una mujer de mirada baja, llena de buenas intenciones…

»Sea lo que fuere, es imposible imaginarse a Andrew trabajando como espía. En cuanto a Mary, nada hay que objetar. Por lo que he apreciado, su atención se encuentra exclusivamente en sus rosales. Lo demás le tiene sin cuidado. Hay en la casa un jardinero, pero ha cumplido ya los ochenta y tres años y se ha pasado la vida en el poblado. Se dispone de dos mujeres para las tareas domésticas, dos mujeres que se pasan el día haciendo ruido y corriendo de un lado para otro. No me siento capaz tampoco de asignarles el papel de espías.

»Tiene que haber sido, pues, un individuo extraño a la casa el autor de la sustracción —sir Roderick, bastante inconsecuente, agregó—: Claro… está el hecho de que Mary usa peluca… Vengo a decir esto porque existe la ingenua tendencia de relacionar a las personas que utilizan tales artificios con quienes se dedican a las labores de espionaje. Aquí no hay tal… Mary perdió sus cabellos cuando contaba dieciocho años de edad, a consecuencia de unas fiebres. Un incidente desgraciado, sobre todo tratándose de una muchacha. Yo ignoraba eso. Lo descubrí casualmente con motivo de haberse enredado ella con las ramas de un rosal… Pero, ¡qué mala suerte!, ¿eh?

—Ya me produjo cierta extrañeza su peinado —manifestó Poirot.

—De otro modo —siguió diciendo sir Roderick—, los buenos agentes secretos no han usado nunca peluca. Los pobres diablos se ven obligados a algo peor: a ponerse en manos de los doctores especializados en cirugía estética, para alterar sus rasgos faciales. Sí, amigo mío… Alguien, no sé quién pudo ser, ha estado enredando con mis papeles privados.

—¿No ha pensado que pudo haberlos colocado en otro sitio, en otra carpeta, en un cajón o archivador distinto? ¿Cuándo los vio por última vez?

—Los estuve clasificando hace cosa de un año. Fue entonces cuando me fijé en esas cartas que ahora han desaparecido. Si. Alguien se las llevó.

—No sospecha usted, de su sobrino Andrew ni de su esposa, ni de los servidores de la casa… ¿Qué opina acerca de la hija?

—¿De Norma? Bueno, Norma está un poco ida de la cabeza, diría yo. Cabe la posibilidad de que sea una cleptómana, una de esas personas que roban lo que hallan a mano sin darse cuenta de lo que hacen. No me la imagino sin embargo, revolviendo mis papeles.

—Por consiguiente, ¿qué piensa usted?

—Verá. Usted ha estado en la casa, ya la conoce. Cualquiera puede entrar y salir de allí a su antojo. Nuestras puertas no se cierran con llave. Nunca lo hemos hecho.

—Cuando va usted a Londres o a otro lugar, ¿tiene la costumbre de cerrar con llave la puerta de su propia habitación?

—Nunca consideré eso necesario. Ahora, desde luego, ya pienso de otro modo, pero, ¿de qué sirve? Ya es tarde. De todas maneras, yo poseo una llave solamente, útil para todas las cerraduras. Tuvo que entrar algún extraño… Actualmente, los robos se cometen empleando sus autores métodos muy sencillos. Los ladrones entran en las casas en pleno día, toman las escaleras y se meten en la habitación que se les antoja. Cogen la cajita de las joyas, salen de nuevo a la luz del día y se alejan tan campantes. Nadie suele verles. Y si llaman la atención de alguien, ese alguien se desentiende del delincuente, en evitación de mayores complicaciones. A esas raterías se dedican muchos de los tipos que andan por ahí con los cabellos hasta los hombros y las uñas sucias, conocidos por el público con los nombres no siempre justificados de «gamberros», «existencialistas», «beatles», etc. He visto a más de un sujeto de esa calaña rondar por los alrededores de nuestra casa. A uno le cuesta trabajo no abordar a una de tales personas y dispararle a bocajarro esta pregunta; «¿Quién diablos es usted?» Y todo porque se hace difícil, de buenas a primeras, adivinar su sexo. Créame, estas situaciones resultan embarazosas… En nuestro hogar ha hecho acto de presencia oficial esa gente. Me figuro que eran amigos de Norma. En otros tiempos no habría sido permitida una cosa como ésta. No obstante, ¡cualquiera los expulsa de la casa! Hágalo y a lo mejor después lo dejan parado, explicándole que el sujeto del incidente era el vizconde de Enderleigh o lady Charlotte Marjoribanks. No hay quien sepa a qué atenerse hoy… —sir Roderick hizo una pausa—. Si existe algún hombre capaz de profundizar en este asunto ése es usted, Poirot.

El anciano apuró su whisky, poniéndose en pie.

—Eso es todo, amigo mío. Espero ahora que acepte mi encargo.

—Haré cuando este en mi mano para que quede satisfecho —respondió.

Sonó el timbre de la puerta.

—Ésa es la pequeña Sonia —aclaró sir Roderick—. Esta muchacha es exageradamente puntual. Algo maravilloso, ¿eh? Sin ella no podría ir por Londres. Tengo menos vista que un murciélago. Sin su ayuda no soy capaz de cruzar una calzada.

—¿Y por qué no usa usted gafas?

—Las tengo, no crea. Pero se me caen de la nariz cuando me las pongo o bien las dejo olvidadas en un sitio u otro. Ocurre, además, que no me gustan. Nunca las he usado continuamente. A los sesenta y cinco años leía sin ellas… ¿Qué le parece?

George hizo pasar a Sonia. Era muy bonita la muchacha. Su expresión tímida le favorecía, decidió Poirot.

Enchanté, mademoiselle —dijo aquél al verla.

—Supongo que no me he retrasado, sir Roderick, que no le he hecho esperar.

—Como siempre, muchacha, has llegado a tu hora en punto.

Sonia parecía hallarse un tanto perpleja.

—Me imagino que habrás entrado en algún sitio para tomarte una taza de té —prosiguió diciendo sir Roderick—. Te indiqué que lo hicieras. También me figuro que te habrás hecho servir algún bollo o éclair o lo que tengáis por costumbre comer con aquél las jovencitas actuales. ¿Has obedecido mis órdenes?

—No, no, exactamente. Invertí el tiempo en comprarme unos zapatos. Son bonitos, ¿verdad?

La chica extendió un pie. Éste si que era de veras precioso.

—Bueno, muchacha, hemos de tomar el tren todavía —manifestó el anciano—. Poirot: quizá le parezco yo un individuo sumamente anticuado, pero he de confesarle que éste es el medio de locomoción que prefiero sobre todos los demás. Los trenes salen a una hora fija y llegan a su punto de destino a otra previamente conocida generalmente. Esos autobuses, en cambio, hay que hacer cola a las «horas punta» y todo el tiempo que uno se ahorra en el camino hay que invertirlo en la espera preliminar. Los autobuses ciudadanos. ¡Bah!