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—¿Quiere que le diga a George que busque un taxi? —inquirió Hércules Poirot—. No le resultará difícil localizar uno.

—Nos aguarda ya uno ahí fuera —anunció Sonia.

—¿Lo ve usted, Poirot? Esta muchacha está en todo —dijo sir Roderick.

El anciano dio a la joven varias palmaditas en un hombro, mirando expresivamente al dueño de la casa. Poirot les acompañó hasta la puerta, despidiéndose cortésmente de sus visitantes. El señor Goby acababa de salir de la cocina y deambulaba por el vestíbulo. Representaba a la perfección el papel del hombre recién salido allí para inspeccionar los servicios del gas.

George cerró la puerta tan pronto como sir Roderick y la joven hubieron penetrado en la cabina del ascensor. Su mirada tropezó inmediatamente con la de Poirot.

—George, me gustaría saber qué opina usted de la chica.

En ciertas ocasiones, Hércules Poirot se valía de las informaciones que le suministraba su servidor. Había puntos en los que éste era infalible.

—Si me permite la expresión, señor, le diré que el anciano caballero está colado por la muchacha. Prácticamente, se encuentra en sus manos.

—Creo que tiene usted razón.

—La cosa no es rara tratándose de caballeros de esa edad. Me acuerdo ahora de lord Mountbryan. Su experiencia, naturalmente, era grande, pero a él sólo se le veía tan desasistido como si no hubiese tenido ninguna. Se encargaba de darle masajes una mujer joven… Fue sorprendente su manera de recompensarla por los servicios que ella le prestó. Llegó a regalarle un vestido de noche, un precioso brazalete, un «nomeolvides», exactamente, cuajado de turquesas y diamantes. Le costó lo suyo, seguramente, aunque no se tratase de una de las joyas de la corona… Luego, le tocó el turno a un abrigo de pieles. Nada de visón: armiño ruso, y un lindo bolso. No hubo nada censurable… La relación de los dos tuvo siempre un carácter platónico. Los hombres, al llegar a edades tan avanzadas, parecen perder la cabeza. Son las «pegajosas» quienes los conquistan y no las osadas.

—No digo que no estés en lo cierto, George, pero no considero tus palabras una contestación a mi pregunta. Te he preguntado qué pensabas acerca de la joven.

—¡Ah! La joven… Bien, señor. Veo en ella un tipo de mujer muy definido. No hay nada especial que señalar, ninguna llaga en que poder poner el dedo. Yo aseguraría que ambos saben lo que se hacen.

Poirot entró en el cuarto de estar y el señor Goby le siguió obediente; a una seña suya, Goby tomó asiento, adoptando su actitud de siempre. Habíanse juntado sus rodillas; las yemas de los dedos de la mano derecha buscaron las correspondientes de la izquierda. De uno de sus bolsillos sacó una pequeña libreta. Una de las hojas de la misma se encontraba doblada por una esquina. En cuanto la hubo abierto, operación que realizó con todo cuidado, procedió a una detenida inspección del sifón que tenía delante.

—Me referiré a los datos que usted indicó que debía procurarle. La familia Restarick es muy respetable y sus miembros disfrutan de una posición económica sólida. No ha habido escándalos en su seno. El padre, James Patrick Restarick, fue un hombre vivo, que sabía ver el negocio donde lo había. Tres generaciones vienen cuidando de los asuntos de la firma. Ésta fue fundada por el abuelo; el padre la amplió; Simon Restarick la mantuvo en marcha. Simon tuvo hace un par de años una «cosa» de corazón y su salud declinó. Falleció a consecuencia de una trombosis coronaria, un año atrás.

»Su hermano Andrew, más joven, entró a formar parte de la entidad recién llegado de Oxford, contrayendo matrimonio con Grace Baldwin. Hubo una hija: Norma. Andrew abandonó a su esposa, trasladándose a África del Sur. Le acompañaba una tal señorita Birell. No hubo divorcio. Grace murió hace dos años y medio. Durante algún tiempo estuvo inválida. Norma Restarick figuró como interna en el colegio de “Meadowfield Girls”. No hay nada en contra de la muchacha.

Permitiéndose ahora fijar sus ojos en el rostro de Hércules Poirot, el señor Goby observó:

—Efectivamente, dentro de la familia Restarick todo parece hallarse en orden.

—¿No ha habido ninguna oveja negra? ¿No han sufrido enfermedades de tipo mental?

—Parece ser que no.

—Es desconcertante —comentó Poirot.

El señor Goby hizo una pausa. Se aclaró la garganta, humedeciéndose un dedo con la punta de la lengua y pasó una hoja de su libreta.

—David Baker. Historial nada satisfactorio. Ha estado en libertad vigilada dos veces. La policía muestra bastante interés por él. Ha rozado varios asuntos dudosos. Se le creyó relacionado con un robo importante de objetos de arte, pero no se encontraron pruebas. Se junta con pintores, etcétera. No se le conocen medios específicos para subsistir, pero se las arregla muy bien. Prefiere las chicas que disponen de dinero. Se sospecha que vive (o poco menos) de las jóvenes que más se interesan por él. No está lejos, quizás, el día en que tome dinero de los padres a cambio de dejar en paz a sus hijas. Tiene inteligencia suficiente para evitarse determinadas complicaciones de carácter más grave.

El señor Goby miró fijamente de pronto a Poirot.

—¿Ha llegado usted a conocerlo?

—Sí.

—¿Me permite que le pregunte a qué conclusiones ha llegado con respecto a su persona?

—A las mismas que usted —manifestó Poirot—. Es un individuo muy llamativo, una criatura de relumbrón —agregó pensativamente.

—Es un sujeto que atrae a las mujeres —declaró el señor Goby—. Lo más malo de lo que sucede hoy es que las jóvenes no sienten el menor interés por los hombres serios y trabajadores. Vamos, es que no los miran dos veces. Prefieren esas malas piezas, esos pordioseros… Aquéllos son compadecidos, más bien.

—Y los últimos van por ahí, pavoneándose, orgullosos de sí mismos —concluyó Poirot.

—Tal es la situación planteada, en efecto.

—¿Le cree capaz de haber hecho uso de una cachiporra o de cualquier instrumento contundente para atacar a una persona?

El señor Goby reflexionó. Luego, muy lentamente, movió la cabeza a un lado y a otro, sin apartar la vista del radiador eléctrico.

—Nadie le ha acusado de tal cosa. Creo que una acción como ésa se sale de su norma de conducta. Es un individuo de buenos modales. No le conceptúo capaz de tal brusquedad.

—¿No pudo haber sido comprado? ¿Cuál es su opinión?

—Se desentendería de cualquier muchacha igual que si fuese una brasa que le hubiesen puesto en una mano de verse compensado económicamente por ello.

Poirot asintió. Se acordaba de algo… Andrew Restarick le había enseñado un cheque para que pudiese ver cómo era su firma. Y Poirot había visto algo más: el nombre de la persona que iba a cobrarlo. El cheque en cuestión se hallaba extendido a nombre de David Baker y la suma era importante. ¿Vacilaría David a la hora de aceptar aquel papel?, se preguntó Poirot. Se contestó que no. Evidentemente, la opinión del señor Goby coincidía con la suya. Siempre, siempre, en todos los tiempos, había habido hombres y mujeres capaces de venderse por dinero. Éste siempre tuvo y tiene un poder ilimitado. Ante Norma, David se había ofrecido… ¿Era sincero al proponerle el matrimonio? ¿Amaba realmente a la chica? En caso afirmativo, aquello no quedaría zanjado con un cheque. No había parecido estar representando ninguna comedia. Norma, indudablemente, no le juzgaba un farsante. Andrew Restarick, el señor Goby y Poirot pensaban de manera muy distinta. Y lo más probable es que fueran éstos quienes se hallaban en lo cierto.