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El señor Goby torno a carraspear.

—¿La señorita Claudia Reece-Holland? Ninguna objeción. Nada hay contra ella. Nada dudoso, esto es. El padre de la joven es miembro del Parlamento. Nada de escándalos. No es como algunos de sus compañeros. Ella tiene cursados los estudios de secretariado. Trabajó primeramente con un médico en la calle Harley, pasando más adelante a la Junta Nacional del Carbón. Hace dos meses que se halla a las órdenes del señor Restarick. Posee amigos, pero no existe entre ellos ninguno preferido que haga pensar en la existencia de un noviazgo. Es buena compañera. Nada hay que pensar en una relación personal entre ella y el señor Restarick. De acuerdo. Durante estos tres últimos años ha vivido en uno de los pisos de Borodene Mansions. Paga una elevada renta. Comparte el piso habitualmente con otras dos jóvenes. Carece de amigos especiales. Frances Cary, la segunda, hace ya algún tiempo que habita allí. Primeramente trabajó en «Rada» y luego en el Slade. Actualmente está colocada en la «Wedderburn Gallery», un local muy conocido de la calle Bond. Está especializado en la organización de exposiciones en Manchester, Birmingham, y a veces en el extranjero… La chica ha estado en Suiza y Portugal. Tiene muchos amigos entre la gente del arte, como dibujantes, pintores, actores y demás.

El señor Goby guardó silencio, se aclaró la garganta y echó un vistazo a su libreta.

—En lo tocante a los informes que se relacionan con África del Sur, no es mucho lo que he conseguido. Supongo que no será difícil ampliar los que poseo. Restarick se movió bastante. Estuvo en Kenya, Uganda, Costa de Oro y África del Sur… Es un hombre inquieto. Parece ser que no existe una sola persona que le conozca a fondo. Dispuso desde un principio de dinero de sobra para dirigirse a donde se le antojase. Por añadidura, lo supo ganar. Y en cantidad. Le agradaban los sitios más remotos, los más alejados del mundo civilizado. Había nacido para vagabundo. Nunca se mantuvo en contacto con nadie. Tres veces se dio la noticia de su muerte… Afirmóse que había desaparecido en la selva… Pero, al final, siempre terminaba dando señales de vida en un punto u otro, generalmente distinto del anterior.

»El año pasado su hermano murió repentinamente, en Londres. Costó bastante trabajo localizarlo. El fallecimiento de aquél le produjo una honda impresión, parece ser. Quizá se hubiese cansado de correr ya… Tal vez fuera que había dado con la mujer que él necesitaba. Ella es mucho más joven que su marido. Profesional en la enseñanza. Eso es lo que han dicho. Una cabeza bien sentada…

»Llegado el momento indicado, Andrew Restarick, sin duda, tomó la resolución de cesar en sus vagabundeos para fijar su residencia en Inglaterra. Es un hombre rico y por si fuera poco esto es el heredero de su hermano.

—La historia de un individuo que triunfa y de una mujer desgraciada —comentó Poirot—. Quisiera conocer más detalles acerca de ella. Me ha procurado usted todos los datos que ha podido, los datos que yo precisaba. Es sumamente interesante saber qué personas han rodeado constantemente a la joven, quiénes han podido influir en su conducta e ideas, quién ha puesto, quizás, empeño en moldearla a su gusto… Yo quería saber algo acerca de su padre, de su madrastra, del joven que la acompaña, de la gente con que convive, de aquellos para quienes trabajó en Londres. ¿Está usted seguro de que no se ha producido ninguna muerte que de cerca o de lejos tenga que ver con la chica? Esto es importante…

—No sé nada sobre ese particular —contestó el señor Goby—. Ella trabajaba para una firma llamada «Homebirds», que se hallaba al borde de la quiebra. Le pagaban poco. La madrastra estuvo en un hospital recientemente para ser sometida a observación… Circulan muchos rumores por ahí, pero no se materializan en nada concreto.

—La madrastra no murió —dijo Poirot—. Y lo que yo necesito es una muerte.

El señor Goby repuso que sentía no tener nada más que informar, poniéndose en pie.

—¿Desea algo más, de momento?

—A modo de información, no.

—Perfectamente, señor —mientras se guardaba su libreta en un bolsillo, el señor Goby agregó—: Perdone… Tal vez sea inoportuno, pero esa joven que acaba de marcharse…

—Sí, sí… ¿Qué hay acerca de ella?

—Bueno… Desde luego, no creo que se trate de nada que guarde relación con esto, pero… me figuré que debía mencionarlo, señor…

—Hable. ¿No es la primera vez que la ve, quizá?

—La vi hace dos meses…

—¿Donde?

—En Kew Gardens.

—¿En Kew Gardens?

Poirot parecía hallarse un poco sorprendido.

—No la estaba siguiendo. Iba detrás de otra persona que se encontró con ella.

—¿Quién?

—Me imagino que no viene a cuento mencionarla. Se trataba de uno de los jóvenes agregados a la embajada hertzegovina.

Poirot enarcó las cejas.

—Muy interesante, hombre. Sí, muy interesante En Kew Gardens, ¿eh? —musitó—. Un lugar estupendo para una cita. Un lugar muy agradable, verdaderamente.

—Es lo que pensé yo en aquellos instantes.

—¿Hablaron?

—No, señor. Viéndolos, no habría podido afirmar nadie que se conocían. La joven era portadora de un libro. Se sentó en uno de los bancos. Estuvo leyendo unos minutos y luego colocó el libro encima de aquél a su lado. El individuo cuyos pasos iba yo siguiendo se sentó poco más tarde junto a ella. No cruzaron una sola palabra. Después, la muchacha se levantó, alejándose de allí. Él hizo lo mismo posteriormente. El libro de la chica había cambiado de manos ya. Eso fue todo, señor.

—Pues, sí, encuentro su información muy interesante.

El señor Goby fijó su mirada en la estantería, dedicándole un cortés «Buenas noches». Tras ello, salió del cuarto.

Poirot exasperado, dio un fuerte resoplido.

Enfin! —exclamó—. Esto ya es demasiado ¡Demasiado, sí señor! Ahora tenemos un pasaje de la historia a base de espionaje y contraespionaje. Y todo lo que yo busco es un crimen, un sencillo crimen. Comienzo a sospechar que ese crimen sólo tuvo lugar en la mente de una persona adicta a las drogas.

Capítulo XIV

—Chére madame —Poirot se inclinó en una leve reverencia, presentando a la señora Oliver un ramo de flores muy artístico, confeccionado al estilo de la época victoriana.

—¡Monsieur Poirot! Es usted atento, muy atento, pero no me causa ninguna extrañeza su amable gesto… Estas flores mías dejan mucho que desear habitualmente, con que al lado de las suyas… —la señora Oliver contempló durante unos segundos unos mustios crisantemos, fijando luego de nuevo la vista en el primoroso ramo de rosas—. Ha venido a verme: otra atención que he de agradecerle.

—He venido, señora, para felicitarla por su restablecimiento.

—Sí. Supongo que he vuelto a la normalidad —la señora Oliver movió la cabeza a un lado y a otro cautelosamente—. Sin embargo, tengo dolores de cabeza todavía, fuertes dolores de cabeza.

—Usted recordará, madame, que yo la previne, que le aconsejé que no hiciera nada peligroso…

—Usted me aconsejó, en efecto, que no metiera las narices donde no debía. Eso es precisamente lo que hice. —Ariadne calló un momento, añadiendo después—: Experimenté la impresión de que me rodeaba algo anómalo, perjudicial, amenazador. Estaba asustada y me dije que era una estúpida… Asustada… ¿de qué? Me encontraba en Londres. En el centro de Londres. Me rodeaban muchas personas. ¿A qué podía tener miedo yo? No era como si me hubiese encontrado en el Interior de un bosque o en medio de un desierto.

Poirot contempló a su amiga con gesto pensativo. Se preguntaba si la señora Oliver habría sentido de veras aquel nervioso temor de que hablaba, si realmente había llegado a sospechar la presencia del mal, si había experimentado la impresión de que algo o alguien la amenazaba… Todo esto, ¿no sería de elaboración posterior? Sabía perfectamente que podía darse el caso. Habían sido muchos los clientes de Poirot que se expresarán ante él en términos semejantes a los empleados por la señora Oliver. «Presentía que algo andaba mal. Lo notaba… Estaba segura de que iba a suceder algo de un momento a otro». Y la verdad era que no habían sospechado nada por el estilo. ¿Qué clase de persona era Ariadne Oliver?