Estudió a su amiga con todo detenimiento. La señora Oliver, de acuerdo con ella misma, era famosa por su intuición. Una intuición dejaba paso a otra y la señora Oliver reclamaba invariablemente para sí el derecho de aplicar la más apropiada, la que resultaba más oportuna.
Y, no obstante, el ser humano vive frecuentemente el desasosiego del perro o del gato en los momentos que preceden a la tormenta. Se tiene en muchas ocasiones conciencia de que algo va mal, aunque no se sepa qué es…
—¿Cuándo se sintió asaltada por ese temor?
—Al dejar la vía principal —respondió Ariadne Oliver—. Hasta entonces todo me pareció normal aunque interesante, y… Sí. Yo disfruté lo mío, si bien me irritaba haber llegado a comprobar de una manera palpable lo difícil que es seguir a alguien sin que el otro se dé cuenta.
Hizo una pausa, reflexionando.
—Fue como un juego. Y, de pronto, aquello perdió el carácter de tal. Me veía entre callejas, en un sitio desconocido en el que imperaba el desorden, con sus cobertizos, con espacios faltos de edificación. ¡Oh! No sé. No acierto a explicarlo como yo quisiera. Pero todo era diferente ya. Era como suele ocurrir en los sueños. Usted sabe cómo se desarrollan éstos. Se empieza por cualquier cosa, por una reunión de amigos, por ejemplo. Súbitamente, una se ve en medio de una espesa selva o en otro paraje similar, distinto…, siniestro siempre.
—¿Una selva? —inquirió Poirot—. Resulta curioso que haya puesto usted ese ejemplo. En consecuencia, experimentó la impresión de que se hallaba en una selva… Y en tales circunstancias, ¿sintió miedo al ver un pavo?
—No sé exactamente si era ese animal el que me inspiraba temor… Después de todo, no se trata de ningún ser peligroso. La verdad es que asocié la figura de él con un pavo porque lo miré como una criatura decorativa. El pavo es un animal decorativo, ¿no? Lo mismo que el joven en cuestión.
—¿No se le ocurrió pensar antes de ser atacada que alguien podía estar siguiéndola?
—No pensé en ello ni por un momento… Pienso, en cambio, que me facilitaron una dirección equivocada, deliberadamente.
Poirot frunció el ceño, asintiendo.
—Desde luego, tuvo que ser el «pavo real» quien me atacara —opinó la señora Oliver—. ¿En qué otra persona, cabe pensar? ¿En el sucio tipo de las ropas grasientas? Olía mal, pero no había en él nada siniestro. ¿Y a qué pensar en la desmadejada Frances no sé qué más…? Se hallaba sentada sobre una caja de embalaje. Sus largos y negros cabellos le caían hasta casi tocar el piso de la habitación… Me acordé al verla de cierta actriz.
—¿Y dice usted que actuaba como modelo?
—Sí. Pero no para el «pavo»… sino para el joven sucio. No recuerdo si usted conoce a la chica o no.
—No he tenido el placer de trabar relación con ella… Si es que eso puede constituir realmente un placer.
—He de decirle que es una muchacha de muy buen ver. Y limpia, aunque muy maquillada. Debe de llevar los cabellos sobre la mitad del rostro, bastante pálido, cuando va peinada normalmente. Trabaja en una galería de arte, de modo que veo natural que frecuente el trato de los pintores, aunque yo juzgué, al que vi, estrambótico. Lo de que haga de modelo, por tal motivo, no ha de extrañarnos, ¡Qué chicas, qué chicas! Probablemente, andará enamorada del amigo de mi perseguido. Yo no me imagino a Frances golpeándome en la cabeza…
—Estoy calibrando otra posibilidad, madame. Alguien pudo haberla descubierto cuando seguía a David, dedicándose a su vez a espiar sus pasos.
—¿Que alguien…?
—¿Y si andaba por allí alguien interesado en vigilar los movimientos de la persona que a usted le había llamado la atención antes?
—Es una hipótesis como otra cualquiera —manifestó la señora Oliver—. ¿Quién, quién, Señor, podría ser esa persona?
Poirot contestó, exasperado:
—Hemos llegado a un punto muerto… El problema es de difícil solución, muy difícil. Hay demasiada gente por en medio: son demasiadas cosas. No veo nada con claridad suficiente. Veo solamente una chica que asegura que es posible que haya cometido un crimen. He de ver en esto la base de todo, y también en lo que a ello respecta encuentro obstáculos, dificultades.
—¿Dificultades? ¿Qué quiere usted decir?
—Reflexione, señora Oliver, reflexione —le aconsejó Poirot.
Esta facultad no había sido nunca el punto fuerte de Ariadne.
—Siempre termina usted desconcertándome —dijo ella, quejumbrosa.
—Estoy hablando de un crimen, sí, pero… ¿de cuál?
—Piensa usted en lo de la madrastra, sin duda.
—Es que la madrastra no ha sido asesinada. Esa mujer vive.
—La verdad es que es usted un hombre que enreda a cualquiera —opinó la señora Oliver.
Poirot se irguió en su asiento. Juntó las yemas de sus dedos y se dispuso a disfrutar de unos segundos de diversión. Eso es, al menos, fue lo que Ariadne pensó.
—Se niega usted, obstinadamente, a reflexionar —manifestó Hércules Poirot—. Ahora bien, para intentar alcanzar nuestra meta es preciso que meditemos.
—No me interesa. Yo lo que quiero es saber qué ha estado usted haciendo por ahí mientras yo me encontraba en el hospital. Tiene que haber hecho algo… ¿Qué?
Poirot hizo casi omiso de la anterior pregunta.
—Debemos comenzar por el principio. Uno de estos pasados días usted me telefoneó. Yo me encontraba muy disgustado. Sí, lo admito: estaba profundamente disgustado. Me habían dicho algo que me sentó mal. Usted, madame, fue entonces la amabilidad personificada. Me dio ánimos, me estimuló… Me obsequió incluso con una taza de riquísimo chocolate. Y lo que valía más: me ayudó de una manera práctica. Es decir, que su ofrecimiento no quedó en eso sólo… Localizó a la chica que me había visitado, que me había dicho que «quizás» hubiera cometido un crimen. Hablemos de ese crimen, madame. ¿Quién ha sido asesinado? ¿Dónde? ¿Por qué?
—¡Oh, calle usted, por Dios! —exclamó la señora Oliver—. Está consiguiendo que me duela la cabeza de nuevo, cosa que no me conviene en absoluto.
Poirot no escuchó su súplica.
—¿Hemos llegado acaso a enfrentarnos con un crimen? Usted ha hablado de la madrastra. Y yo le he contestado que la madrastra no ha muerto, que vive todavía… No hay crimen todavía, pues. Pero tiene que haberlo, forzosamente. Por tanto pregunto antes de nada: ¿quién ha muerto violentamente? Una persona me ha visitado, haciendo referencia al suceso, refiriéndose a un crimen que se ha cometido en alguna parte, por un procedimiento u otro. Pero no doy con él… No vuelva a hablarme del intento de asesinato de Mary Restarick porque esto no puede satisfacer la curiosidad de Hércules Poirot.
—En realidad es que no se me ocurre nada más —manifestó ingenuamente la señora Oliver.
—Quiero un crimen —insistió Hércules Poirot.
—¡Me parece usted un tipo muy macabro cuando se expresa en tales términos!
—Busco un crimen y no doy con él. La situación no puede ser más exasperante… Por tanto, le ruego que reflexione conmigo.
—Acabo de tener una idea magnífica —dijo Ariadne—. Supongamos que Andrew Restarick asesinó a su primera esposa antes de marcharse a toda prisa rumbo a África del Sur. ¿Ha pensado usted en tal posibilidad?
—Por supuesto que no he pensado en ella —replicó Poirot, indignado.
—Pues yo sí, ¡ea! Y la hipótesis mía merece ser considerada detenidamente. El hombre estaba enamorado de la otra mujer y deseaba huir en su compañía. Nadie sospechó nunca…