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Poirot hizo un gesto de honda resignación.

—Piense, amiga mía, que su esposa falleció a los once o doce años de haberse ido el marido a África del Sur… La hija no pudo en ese caso tener nada que ver con el asesinato de su madre, por el hecho de contar tan sólo cinco años de edad.

—¿Y si administró a su madre, equivocadamente, cualquier medicamento perjudicial? ¿Y si lo de su muerte es sólo una declaración de Restarick? Después de todo, nosotros no sabemos que haya fallecido.

—Yo sí lo sé —declaro Hércules Poirot—. He llevado a cabo algunas indagaciones. La primera señora Restarick murió exactamente el día catorce de abril de mil novecientos sesenta y tres.

—¿Cómo puede usted saber esas cosas?

—Porque he dedicado a una persona a comprobar determinados datos. Le ruego, madame, que no formule conclusiones imposibles así, tan atropelladamente.

—¡Y yo que me las estaba dando de perspicaz! —exclamó la señora Oliver obstinadamente—. Si utilizara esa historia como argumento de uno de mis libros, tal es la forma en que lo dispondría todo. Y de la chica haría la culpable. Sin proponérselo ella, naturalmente. Presentaría a su padre ordenándole que administrase a la esposa una bebida, una pócima especial…

Nom d’un nom d’un nom! —exclamó Poirot en elevado tono.

—Está bien. Explique usted los acontecimientos según su modo de ver y entender.

—¡Ay, amiga mía! Nada tengo que decir. Busco un crimen y no doy con él…

—¿Ni siquiera después de haber visitado a Mary Restarick en el hospital? Piense que regresó restablecida y que luego volvió a caer enferma… Si se registrara detenidamente la casa, con seguridad que encontrarían, escondido en alguna parte por Norma, arsénico u otra sustancia tóxica.

—¡Si eso es precisamente lo que ya se halló!

—Pues ¿qué quiere usted más, señor Poirot? ¿Qué quiere usted más?

—Yo quisiera que pusiese usted más atención a la hora de interpretar el significado real de una frase. La chica me dijo lo mismo que poco antes indicara a George, mi servidor. En ninguna de esas ocasiones declaró: «He intentado matar una persona», ni tampoco: «He intentado matar a mi madrastra…» Se refirió cada vez a un acto que había sido realizado, a algo que ya había sucedido. Exactamente: sucedido. En tiempo pasado.

—Renuncio —contestó la señora Oliver—. Digámoslo claramente: usted no cree que Norma intentara matar a su madrastra.

—Sí. Yo sí creo perfectamente posible que Norma intentara matar a su madrastra. Me parece que eso es, probablemente, lo que ocurrió… psicológicamente. Dada la conformación de su mentalidad. Pero no está probado. Tenga presente que alguien pudo haber escondido un preparado a base de arsénico entre las cosas de Norma. El autor de tal treta pudo haber sido incluso el esposo.

—Usted supone siempre a los maridos con inclinaciones asesinas cuando piensan en sus esposas —objetó Ariadne.

—El marido es, habitualmente, la persona más probable —señaló Hércules Poirot—. En consecuencia, debe ser considerado en primer lugar. El culpable podría ser, asimismo, sir Roderick, o la chica, Norma, o uno de los criados de la casa, o Sonia… Hasta se podría pensar en la propia señora Restarick.

—¡Qué insensatez! ¿Por qué?

—Es posible que existan razones. Todo lo forzadas que usted quiera, pero dignas de crédito, tal vez.

—Pero, monsieur Poirot: no se puede sospechar de todo el mundo…

Mais oui. Eso es precisamente lo que yo hago: sospechar de todos. Antes de nada, yo desconfío de cuantos me rodean. Luego, me dedico a buscar razones para justificar mi actitud.

—¿Y qué razones aduce al pensar en esa pobre muchacha extranjera?

—Depende de lo que esté haciendo en esa casa, de los motivos que la hayan impulsado a venir a Inglaterra y de otros muchos detalles más.

—Está usted loco, Poirot.

—Otro personaje culpable, probablemente: David, su «pavo real»…

—Muy traído por los pelos, amigo mío, David no va por el poblado. Nunca se le ha visto por los alrededores de la casa.

—Esta usted en un error. Precisamente vagaba por sus pasillos el día que yo la visité.

—Pero no se hallaría dedicado a colocar sustancias tóxicas en el cuarto de Norma.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Es que la muchacha y ese tipo están enamorados.

—Admito que tal es la impresión que dan.

—Usted se empeña en hacerlo todo difícil —se lamentó la señora Oliver.

—Nada de eso. Lo que sucede es que las cosas se me han dado ya difíciles a mí. Necesito más información y la única persona que está en condiciones de facilitármela es quien usted sabe… Y ella ha desaparecido.

—Se refiere a Norma, ¿eh?

—En efecto, me refiero a Norma.

—No ha desaparecido. Usted y yo hemos sabido encontrarla.

—Después de abandonar el establecimiento se esfumó de nuevo.

—¿Y usted la dejó marchar?

La voz de la señora Oliver sonó muy temblorosa. El reproche era evidente.

—¡Ay!

—¿Y permitió usted que se fuera? ¿No hizo nada por dar con ella otra vez?

—Yo no he dicho nunca que no intentara volverla a encontrar.

—Pero hasta ahora no lo ha logrado. Monsieur Poirot: me ha decepcionado usted.

—Existe un planteamiento general del problema —dijo Hércules Poirot, casi amodorradamente—. Sí. Lo hay. Pero nos falta un factor y por esa causa aquél carece de sentido. Usted lo comprende, ¿no?

—No —respondió, tajante, la señora Oliver.

A ésta le dolía la cabeza.

Poirot continuó hablando más para sí mismo que para su oyente. Si es que podía decirse que la señora Oliver le escuchaba… Estaba indignada con Poirot y pensaba que Norma Restarick había estado en lo cierto al asegurar que aquél era demasiado viejo ya. ¡Vaya con el hombre! Después de dar con la chica habíale telefoneado, dedicándose ella a seguir los pasos de David… Había colocado materialmente a la muchacha en manos de Poirot. ¿Para qué? Para que ella terminara desapareciendo nuevamente. ¿Qué labor provechosa había desarrollado aquel hombre? Sí. Se sentía decepcionada. Cuando diera fin a su discurso se lo volvería a repetir.

Poirot, lenta, metódicamente, perfilaba el caso…

—Los conceptos, diversos, se entrecruzan. He ahí parte la dificultad. Una cosa se relaciona con otra y luego se ve que todo se refiere a algo más que falta. Por eso no se sale del cuadro general. Y así es como penetra en el círculo de nuestras observaciones más gente sospechosa. Sospechosa… ¿de qué? De nuevo el fallo. Tenemos primero a la chica y a través del laberinto de detalles entrecruzados he de buscar la respuesta a la más intrigante de las respuestas: ¿hay que ver en la joven a una víctima? ¿Se encuentra en peligro? O bien: ¿es la chica una criatura extremadamente astuta? ¿Estará creando la impresión que necesita suscitar para sus particulares propósitos? Las dos proposiciones son buenas. Necesito conceptos más estables. Preciso un punto de apoyo sólido, y éste se encuentra en alguna parte. Estoy seguro de que existe.

La señora Oliver estaba dedicada a rebuscar entre las cosas que contenía su bolso.

—Nunca sé dónde pongo las aspirinas… —dijo, enojada.

—Tenemos una serie completa de relaciones que no admiten duda: el padre, la hija, la madrastra. Hay puntos comunes en sus vidas. Contamos, asimismo, con el anciano tío, algo ido de la cabeza, que también vive en la casa. Tenemos a la joven Sonia relacionada con el tío, para quien trabaja. Posee buenos modales, es bonita… Él se siente encantado con la chica. Diríamos que es en extremo indulgente con ella. ¿Y qué papel representa en el seno de la familia?

—Creo que pretende aprender bien el inglés —declaró la señora Oliver.