—La muchacha se cita con uno de los miembros de la embajada hertzegovina… en Kew Gardens. Se ven allí, pero no se hablan. Sonia deja un libro sobre el banco en que está sentada y se aleja del lugar.
—¿Qué significa todo eso?
—¿Tiene esta cuestión algo que ver con el primer problema? No lo sabemos todavía. Parece improbable, pero quizá no lo sea tanto. ¿Ha dado Mary Restarick, sin querer, con algo que pudiera resultar peligroso para la joven?
—No vaya a decirme que esto desemboca ahora en un asunto de espionaje o cosa parecida.
—No iba a decirle nada. Me estaba formulando a mí mismo una pregunta.
—Usted acaba de señalar que sir Roderick está chiflado.
—Lo de menos es que sea verdad. Fue una persona de bastante relieve durante la guerra. Por sus manos pasaron importantes documentos. Puede que recibiera cartas de gran trascendencia. Era libre de guardarlas cuándo las circunstancias hubieran decidido la pérdida de su antiguo carácter.
—Está usted hablando de la guerra y la guerra hace muchos años que terminó.
—Cierto. Pero el pasado siempre cuenta, pese al tiempo que haya transcurrido. Se forjan nuevas alianzas. Se pronuncian discursos al público, rechazando esto y aceptando lo otro, diciendo mentiras…
»Imagínese por unos instantes que existen ciertos documentos o cartas que pueden volver del revés a cualquier personalidad. No le estoy diciendo nada concreto, ¿me comprende? Yo estoy dedicado en estos momentos a hacer hipótesis… Otras más disparatadas se descubrieron válidas tiempos atrás.
»Es posible que sea de la máxima importancia el pase de algunas cartas u otros documentos a un gobierno extranjero o que convenga su urgente destrucción… ¿Quién mejor para emprender tal tarea que una encantadora damita que ayuda en muchos aspectos a una vieja personalidad? Ella es quien le secunda a la hora de seleccionar los textos que exige la redacción de las memorias del anciano caballero. Hoy en día todo el mundo se dedica a escribir sus memorias. ¿Quién podría impedírselo a esa gente? Suponga usted que Mary Restarick ve algo en su plato, el día en que la utilísima secretaria de sir Roderick hace su turno de cocina. Suponga que es ella quien da los pasos necesarios para que las sospechas recaigan en Norma…
—¡Qué mentalidad la suya! —exclamó Ariadne—. Yo me atrevería a calificarla de tortuosa… En pocas palabras: no es posible que hayan sucedido todas esas cosas.
—Justo. Existen demasiados planteamientos. ¿Cuál es el verdadero? Norma abandona su hogar para trasladarse a Londres. Comparte un piso con dos amigas. Ella es la «tercera muchacha», según usted me explicó. Aquí tiene el primer cuadro. Las dos muchachas no se hallan unidas a Norma por la amistad, en el fondo, sino por la mutua conveniencia. Pero, luego, ¿qué averiguo yo? Claudia Reece-Holland es la secretaria particular del padre de Norma Restarick. Otro eslabón más de la cadena. ¿Hay que ver en eso una simple casualidad? No sé. También pudiéramos encontrarnos ahí con otra cosa. La otra chica, me ha dicho usted, hace de modelo y conoce al joven bautizado por usted con el apodo de «el pavo real», del cual Norma, a su vez, está enamorada. Otro eslabón. Hay más aún… ¿Y qué pinta David («el pavo real») en toda esta historia? ¿Ama a Norma realmente? Parece ser que sí. El disgusto que inspira a los padres de ella es natural, instintivo…
—Lo de Claudia Reece-Holland trabajando como secretaria de Restarick no deja de ser raro —comentó la señora Oliver pensativamente—. Tengo entendido que es una muchacha apta para los más diversos menesteres, muy eficiente. Quizá fue ella quien empujó a la suicida, a la que se cayó a la calle desde una de las ventanas del séptimo piso.
Poirot se volvió lentamente hacia Ariadne.
—¿Qué está usted diciendo? —pregunto—. ¿Qué está usted diciendo, señora Oliver?
—Fue allí, en los pisos… Ni siquiera sé su nombre… Una persona, una mujer, que se cayó o se tiró desde una de las ventanas del séptimo piso matándose, desde luego.
Poirot levanto la voz, hablando a su amiga con toda severidad.
—¿Y no me ha dicho usted nada hasta ahora? —inquirió en tono acusador.
La señora Oliver, le miró sorprendida.
—Una vez más, monsieur Poirot, no le entiendo.
—¿Que no me entiende? Le había pedido que me hablara de una muerte. A eso me refiero. Una muerte. Y usted me dice que no sabe de ninguna. A usted sólo se le ocurre pensar en un intento de envenenamiento. Y, sin embargo, se ha producido una… Una muerte en… ¿Cómo se llaman esas casas?
—Borodene Mansions.
—Sí, sí. ¿Y cuándo ocurrió eso?
—¿El suicidio? Bueno, el suicidio o lo que fuera… Sí… Me parece que fue una semana antes de mi visita a aquel lugar.
—¡Perfecto! ¿Qué oyó usted contar de particular sobre el hecho?
—Estuve hablando con un lechero…
—Un lechero… Bon Dieu!
—Se mostraba charlatán el hombre —dijo la señora Oliver—. Fue una cosa triste… Ocurrió todo de día… A muy temprana hora de la mañana, creo.
—¿Cómo se llamaba ese hombre?
—No tengo ni idea. Me parece que no me lo dijo.
—¿Joven? ¿De mediana edad? ¿Viejo?
La señora Oliver reflexionó.
—No me dijo su edad exacta. Tendría cincuenta y tantos años…
—¿Estaban informadas las tres muchachas?
—¿Cómo voy a saberlo? Nadie ha hablado de ello.
—Y usted no pensó en decírmelo…
—Vamos por partes, señor Poirot… Yo no relacioné el suceso con nada de esto. Comprendo que existe la posibilidad de una relación, pero… lo cierto es que nadie ha afirmado tal cosa, a nadie se le ha ocurrido esa hipótesis.
—Pues la relación existe. Tenemos a Norma, que vive en uno de aquellos pisos. Cierto día, una persona se suicida… (Ésta, al menos, es la impresión general). Con más detalles: alguien se arroja (o se cae) desde una de las ventanas de la séptima planta, resultando muerto. Y luego… ¿qué? Luego, varios días más tarde esa joven, Norma, tras haber oído hablar de mi en una reunión, me visita, comunicándome que teme haber cometido un crimen. ¿No comprende? Se produce una muerte… Y poco después surge alguien que se cree autor del crimen. Sí: éste tiene que ser el que yo buscaba.
La señora Oliver quiso exclamar: «¡Qué tontería!», pero no se atrevió. Limitóse a pensar la frase, a manera de consuelo.
—Éste debe de ser el elemento indispensable, la pieza que yo echaba de menos… Esto tiene que redondear el planteamiento del problema. No sé concretamente por qué, pero creo que no hay otro orden posible. Tengo que reflexionar… He de entregarme a la meditación. Debo irme a casa y procurar unir los componentes que conozco… Hay que dar con la clave de toda la historia, que podría ser muy bien lo que acabamos de describir… Sí. Por fin, por fin veo el camino despejado, el camino que hay que seguir.
Poirot se puso en pie, diciendo:
—Adieu, chére madame.
Luego, salió a toda prisa de la habitación.
La señora Oliver miró a su alrededor, murmurando:
—¡Tonterías! ¡Cuántas tonterías, Señor! Me pregunto ahora… ¿Obraría imprudentemente si me tomara cuatro aspirinas a la vez?
Capítulo XV
Hércules Poirot tenía junto a él una tisane que George acababa de prepararle. Sorbió un poco de líquido reflexionando. Meditaba conforme a sus peculiares métodos. Empleaba una técnica bien definida: seleccionaba ideas igual que cualquiera seleccionaba trozos de un rompecabezas. A su debido tiempo compondría un cuadro claro y coherente. De momento, lo importante era la selección, la separación de los distintos elementos. Tomó otro sorbo más de su bebida y dejó la taza encima de la mesita. Sus manos descansaban sobre los antebrazos del sillón que ocupaba. Clasificaba mentalmente las numerosas piezas del «puzzle». En cuanto las identificara bien procedería a seleccionarlas. Había trozos de firmamento, de verdes orillas y elementos a rayas, que recordaban el cuerpo de un tigre…