El dolor de sus pies embutidos en los clásicos zapatos de duro cuero. Empezó por ahí… Caminaba a lo largo de una carretera en la que le había puesto su buena amiga Ariadne Oliver. Una madrastra. Volvió a verla con una mano apoyada en la puerta. Una mujer que se volvía, una mujer que se inclinaba para cortar un brote erizado de espinas, en un rosal, y que luego le miraba… ¿Qué había para él allí? Nada. Una dorada cabeza, de un rubio que hacía pensar en un campo de trigo, saturada de rizos… Se interponía entonces la imagen de la señora Oliver, con sus complicados peinados. Poirot sonrió. Sin embargo los cabellos de Mary Restarick se hallaban más esmeradamente dispuestos que los de Ariadne. Un marco dorado para su faz que parecía demasiado grande. Se acordó de que el viejo sir Roderick le había dicho que usaba peluca, a consecuencia de una desgraciada enfermedad. Una cosa muy triste, tratándose de una mujer tan joven. Pues sí… Desde el primer momento había advertido algo anormal en la disposición de aquella cabellera. Se le antojó demasiado estática, excesivamente bien arreglada. Consideró atentamente la cuestión de la peluca de Mary… Creía poder confiar en las manifestaciones de sir Roderick. Estudió las posibilidades de aquel raro elemento por si podían ser de alguna significación. Recordó la conversación que sostuvieron. ¿Habían hablado de algo importante? Se dijo que no. Evocó la habitación en que entraran. Una habitación sin carácter recientemente ocupada en la casa de otro. Dos cuadros en la pared… El de una mujer embutida en un vestido gris. Fina boca y labios firmemente apretados. Cabellos de un gris ceniciento. La primera señora Restarick. Daba la impresión de haber sido mayor que el esposo. El otro cuadro, el retrato de él, se encontraba en el muro opuesto, enfrente, exactamente. Buenos retratos, ambos. Lansberger había sido un artista excelente. Poirot se recreó en la evocación del retrato del marido. El primer día no lo había visto bien. En cambio, en el despacho de Restarick…
Andrew Restarick y Claudia Reece-Holland. ¿Había algo allí? ¿Debíase a motivos exclusivamente profesionales la asociación de aquellas dos personas? Seguramente ¿Por qué tenía que existir otra cosa? Andrew era un hombre que había regresado a su país después de largos años de ausencia del mismo. Carecía de amigos y parientes; vivía conturbado a causa del carácter y la conducta de su hija. Era un gesto natural el suyo el volverse hacia su eficiente secretaria, cuyos servicios contratara hacía no mucho tiempo para preguntarle dónde podía vivir Norma en Londres. Claudia le hacía un favor al jefe proporcionando a su hija habitación. Y como ella de todos modos buscaba una tercera chica para su piso, con la que compartir el alquiler… «La tercera muchacha». Esta frase se le había quedado impresa en la memoria después de habérsela oído pronunciar a la señora Oliver. Como si tuviera otro significado que ahora, por una razón u otra, se le escapaba.
Entró en el cuarto George, cerrando la puerta discretamente a su espalda.
—Ahí fuera hay una joven, señor. La que vino el otro día.
Esas frases encajaban perfectamente en el tema objeto de las meditaciones de Poirot. Se irguió sobresaltado.
—¿Se refiere usted a la muchacha que llegó cuando yo estaba desayunándome?
—¡Oh no, señor! He aludido a la que acompañaba a sir Roderick Horsefield.
—¡Ah!
Poirot guardó silencio un momento, enarcando las cejas.
—Hágala pasar. ¿Dónde está?
—En el cuarto de la señorita Lemon.
—Bien, bien. Dígale que pase.
Sonia no esperó a que George la anunciara. Penetró en la habitación precediendo a aquél. Habíase movido rápidamente y adoptaba una actitud agresiva.
—Me ha costado trabajo venir, pero quería decirle que yo no sustraje esos papeles, que no robé ningún documento. ¿Me ha entendido?
—¿Y quién sostiene lo contrario? —le preguntó Poirot—. Siéntese mademoiselle.
—No quiero sentarme. Dispongo de muy poco tiempo. He venido solamente para decirle que es mentira que yo robara esos escritos. Soy una joven honesta y suelo hacer lo que me mandan.
—Comprendo muy bien su punto de vista. Usted declara formalmente que no ha sustraído ningún papel, información, carta ni documento de ningún género del despacho de sir Roderick Horsefield, ¿no es eso?
—Eso es. No tiene otro objeto mi visita. Él me cree. Él sabe que soy incapaz de cometer semejante acción.
—Perfectamente, señorita. Y yo tomo nota de sus manifestaciones.
—¿Cree usted que acabará dando con esos papeles?
—De momento, tengo otros quehaceres —señaló Poirot—. El asunto de que me ha encargado sir Roderick habrá de aguardar su turno.
—Está preocupado, muy preocupado. Hay algo que no me está permitido decirle a él. Se lo comunicaré a usted. Sir Roderick pierde cosas con relativa facilidad. Las pone en… en los sitios más inesperados. ¡Oh, lo sé! Usted sospecha de mí. Todos recelan de mí por el hecho de ser una extranjera. Procedo de otro país y esa gente piensa… piensa que me dedico a robar documentos secretos, igual que si fuera uno de esos personajes que aparecen en tan absurdas historias de espionaje inglesas. Yo no soy nada de lo que se figuran. Yo soy una intelectual.
—¡Aja! Siempre es agradable saberlo —a continuación, Poirot agregó—: ¿Deseaba usted decirme algo más?
—¿Por qué habría de querer decirle algo más?
—¡Mujer! Uno nunca sabe…
—¿A qué se refieren sus otros quehaceres señor Poirot?
—¡Oh! No quiero entretenerla. Seguramente, hoy es su día libre, ¿no?
—Sí. Dispongo de uno cada semana y aprovecho mis horas de asueto dedicándolas a lo que más me agrada. A veces me acerco a Londres, para visitar el Museo Británico.
—Claro, claro… Irá usted también, sin duda, al «Victoria» y al «Albert»…
—Así es, en efecto.
—Y a la «National Gallery», a ver cuadros. Si el día es bueno visitaría, asimismo, en ocasiones, los jardines de Kensington y los de… Kew.
Sonia se quedó rígida, obsequiando a su interlocutor con una mirada de desafío.
—¿Por qué ha aludido a los jardines de Kew?
—Porque en «Kew Gardens» hay plantas muy bonitas, arbustos notables y árboles maravillosos. ¡Por Dios, señorita! No deje de visitar el lugar. La entrada cuesta una insignificancia. Un penique o dos, me parece. Y a cambio de ese dinero podrá dedicarse a admirar los árboles tropicales que pueblan el recinto, si es que no opta por sentarse en cualquier banco, dedicándose a leer un libro —Poirot sonrió, desarmándola. Era muy interesante para él comprobar que el desasosiego de la muchacha iba en aumento—. Pero, lo dicho, mademoiselle, no quiero entretenerla. Es muy posible que haya de visitar a los amigos que tenga en una u otra embajada…
—¿Por qué me dice eso ahora?
—No me impulsa ningún motivo especial a expresarme así. Usted es extranjera en nuestro país y lo lógico es que conozca a personas relacionadas con su representación diplomática aquí.
—Alguien le ha estado hablando de mí, contándole cosas. Alguien ha formulado acusaciones contra mí. Le digo que él es un viejo estúpido, que lo pierde todo. ¡Ya está! Y cuanto sabe carece realmente de importancia. No posee documentos secretos. No los ha poseído jamás.
—Habla usted en esos términos porque no se ha detenido a pensar seriamente sus palabras… El tiempo pasa y nadie es capaz de detenerlo. Pero sir Roderick Horsefield fue años atrás un hombre importante, que conoció algunos secretos de enorme trascendencia, que le conste.
—Intenta usted asustarme, por lo visto.
—No, no, ¡por Dios! A mí no me da por lo melodramático.