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—Vendría la policía enseguida, claro.

—¡Oh sí! La policía hizo acto de presencia aquí a los pocos minutos. Vino también una ambulancia con un médico. Lo de siempre —agregó el portero con el tono fatigado de una persona que estuviera habituada a ver caer suicidas desde las ventanas del séptimo piso a razón de uno o dos por mes.

—Supongo que los vecinos saldrían al enterarse…

—No crea… A consecuencia de los ruidos del tráfico, muchos no se enteraron de nada. Hubo algún grito de espanto al venir abajo la mujer, pero no se originó una conmoción general en la casa… Los testigos del hecho hubo que buscarlos entre los transeúntes. Más tarde, desde luego, fueron muchas las cabezas que se asomaron por encima de las barandillas. A los primeros curiosos se unieron otros… ¡Ya sabe usted lo que es un accidente!

Poirot aseguró al portero que sabía muy bien lo que era un accidente.

—¿Vivía sola la señora Charpentier? —inquirió Poirot con exagerada naturalidad.

—Pues sí.

—Tendría amistad con otros vecinos de la casa, creo.

Joe se encogió de hombros, moviendo la cabeza.

—Puede ser. No me es posible asegurárselo. Yo nunca la vi en el restaurante con gente conocida de aquí. Tenía amistades de fuera del bloque, con las que cenaba a veces. No. Yo no diría que cultivaba la amistad de nadie dentro de este edificio. Mire, señor… —agregó Joe, un tanto nervioso ya—. Entrevístese con el señor MacFarlane, quien es el administrador de la casa, si desea más información sobre esa mujer.

—Muchas gracias, ¿eh? Sí. Eso era lo que me proponía hacer.

—Su despacho, señor, se encuentra en aquel bloque. En la planta baja. Ya verá su nombre sobre la puerta.

Poirot se encaminó hacia allí. Sacó de su cartera la carta de que le había provisto la señorita Lemon, dirigida al «señor MacFarlane». Éste resultó ser un individuo de magnífico aspecto y ojos de astuta expresión, que contaría unos cuarenta y cinco años de edad. Poirot puso en sus manos el escrito, que el otro se apresuró a leer.

—Bien, bien. Me hago cargo.

Dejó el papel sobre la mesa, mirando a Poirot.

—Los propietarios me han dado instrucciones en el sentido de prestarle a usted toda la ayuda que pueda en relación con el triste suceso de que fue protagonista Louise Charpentier. Usted dirá, monsieur, qué es lo que desea conocer exactamente. Le escucho…, señor Poirot —manifestó MacFarlane tras haber echado un nuevo vistazo a la carta.

—Esto es, desde luego, estrictamente confidencial —declaró Poirot—. Los parientes de la señora Charpentier fueron informados oportunamente por la policía acerca del desgraciado suceso, pero cuando tuvieron noticias de mi desplazamiento a Inglaterra expresaron sus deseos de poseer una versión del hecho menos impersonal que la facilitada por las autoridades. Usted sabe tan bien como yo que los informes oficiales son muy fríos, excesivamente descarnados…

—Estamos de acuerdo. Yo estoy a su disposición. ¿Qué quiere saber?

—¿Cuánto tiempo hacía que habitaba aquí la señora Charpentier? ¿Cómo se procuró su apartamento?

—Apareció por aquí hace un par de años. Puedo concretar más consultando mi archivo, si tiene usted interés en conocer ese dato con exactitud. Iba a quedarse libre un apartamento. Me imagino que la señora que lo dejaba era la amiga de Charpentier y que le comunicó que se mudaba por anticipado. Se trataba de la señora Wilder, quien trabajaba en la BBC. Después de una larga estancia en Londres, partía para Canadá. Una mujer muy agradable… Yo creo que ni siquiera ella conocía muy bien a la difunta. Mencionaría lo de su marcha por casualidad… A la señora Charpentier le gustaba ese piso…

—Y como inquilina, ¿qué? ¿Qué concepto le mereció entonces?

El señor MacFarlane pareció vacilar una fracción de segundo antes de responder.

—No puedo formular ningún reparo, no.

—No le importe decírmelo —sugirió hábilmente Hércules Poirot—. En ese apartamento serían frecuentes las reuniones un tanto ruidosas.

¿No era un poco… alegre… libre… ella cuando invitaba a sus amistades?

El señor MacFarlane ya no sintió deseos de seguir siendo discreto.

—Tuve quejas, de cuando en cuando, pero la mayor parte de ellas procedían de gente ya entrada en años.

Hércules Poirot hizo un gesto muy expresivo.

—Si, señor… Era excesivamente aficionada al alcohol, he de decirlo. Esto daba lugar a algunas complicaciones.

—¿Era también aficionada a… los caballeros?

—Bien… no quisiera profundizar tanto.

—De acuerdo. Pero le entiendo, señor MacFarlane.

—Por supuesto, ella no era muy joven…

—Las apariencias engañan, suele decirse. ¿Qué edad le habría usted calculado? Vamos a ver…

—Es difícil… Cuarenta, cuarenta y cinco años… —el hombre se apresuró a agregar ahora—: De salud no andaba muy bien esa mujer.

—Es lo que tengo entendido.

—Bebía en exceso… indudablemente. Y luego se sentiría presa de una tremenda depresión. Creo que se pasaba la vida yendo de un médico a otro. A las mujeres se les meten unas ideas en la cabeza, a veces… Sobre todo entradas ya en años. La señora Charpentier llegó a pensar que tenía un cáncer. Estaba segura de que era así. Su médico insistía en que no había nada de eso, pero era inúticlass="underline" ella no lo creía. El doctor declaró en la encuesta que no le pasaba nada en absoluto. Bueno. Cosas como ésta se oyen todos los días… Fue agotándose, agotándose, y luego, una mañana…

—Es triste, ¿verdad? —dijo Poirot—. ¿Había hecho amistad con otros inquilinos?

—Que yo sepa, no. Éste es un sitio que no se presta a ciertas cosas. La mayor parte de los inquilinos permanecen ausentes de los apartamentos casi toda la jornada. Es gente que trabaja, que se dedica a los negocios…

—Estaba pensando concretamente en la señorita Claudia Reece-Holland. Me estaba preguntando sí habrían llegado a conocerse.

—¿La señorita Reece-Holland? No. No lo creo. Todo lo más, cruzarían unas palabras de cortesía, seguramente, en las escaleras, en la cabina del ascensor… Pero, vamos, contactos amistosos, de etiqueta social, no creo que los hubiera entre las dos. Pertenecían a generaciones distintas. Sin embargo…

El señor MacFarlane pareció vacilar. Y Poirot se preguntó por qué, e indagó:

—Una de las otras chicas que comparten el apartamento de la señorita Holland conoció a la señora Charpentier, me parece: la señorita Norma Restarick.

—¿De veras? No sé… Vive aquí desde hace poco tiempo, relativamente. Sólo la conozco de vista. Es una jovencita que da la impresión de ser muy tímida, de estar asustada. No hará tanto que salió del colegio, diría yo. ¿En qué más puedo servirle, señor?

—Ya está bien, muchas gracias. Ha sido usted muy amable. ¿Podría ver el apartamento ahora? Sólo para poder decir…

Poirot se calló, absteniéndose de explicar lo que quería «poder decir» exactamente.

—Veamos… El apartamento pertenece ahora al señor Travers, quien se pasa todo el día en la City. Acompáñeme.

Subieron al séptimo piso. Cuando el señor MacFarlane introducía su llave en la cerradura de la puerta de la vivienda uno de los números de la misma cayó al suelo, junto a uno de los zapatos de Poirot. Inclinóse ágilmente, cogiéndolo y procediendo a fijarlo en su pequeño tornillo, operación que realizó con todo esmero.

—Estos números están sueltos —señaló.

—Lo siento, señor. Tomo nota de esto ya. No sé qué les pasa que de cuando en cuando, de abrir y cerrar la puerta… Bien. Ya hemos llegado. Pasemos dentro.

Poirot entró en el cuarto de estar. Era una habitación que carecía casi de «personalidad». El dibujo del empapelado recordaba la madera granulada. El mobiliario era cómodo y convencional. El único toque de carácter se debía a un receptor de televisión y a cierto número de libros.